MARTA
DILLON
El otro día vi en el diario un recordatorio
sobre el primer aniversario de la muerte de una Madre de Plaza de Mayo.
Me sorprendió que para mencionar este hecho su fallecimiento
se usara una palabra que en la historia de nuestro país y
mucho más en este caso tiene un peso específico.
Su desaparición física, decía el aviso,
tal vez para dar cuenta que esta persona sigue viva en la memoria.
No dudo que sea así, pero me llama la atención la dificultad
para nombrar a la muerte, como si eso no fuera algo que nos sucede a
todos y a veces de las formas más banales e inesperadas posibles.
Me resisto a pensar en los argentinos, como si existiera
una identidad tan sólida capaz de nombrarnos como grupo, pero
sin llegar a tanto me animo a decir que este país tiene serias
dificultades en relación con sus muertos. Cadáveres extraviados,
expatriados, mutilados, enterrados de pie, cadáveres en el río,
cadáveres desaparecidos. Esos son los ritos de la muerte que
acompañan nuestra historia y que están diciendo algo con
su silencio, incluso con su ausencia. ¿Se tratará de una
forma más del olvido? ¿O el recorte necesario para contar
una historia que borra o distorsiona los rastros? Sin embargo, recordar
a los muertos parece siempre un acto solemne en donde no cabe la alegría.
Incluso parece de mal agüero recordar que todos y cada uno de nosotros
vamos a morir, nadie quiere asomarse a esa posibilidad, como si la muerte
fuera algo que le sucede a otros y deseamos que cuando llegue sea rápido
y sin notarlo, como un arrebato para el que nunca, nadie, puede estar
preparado. Los que estamos vivos alguna vez moriremos, no es una gran
afirmación, se cae de maduro, también hay quien desea
la muerte o quien no quiere prolongar la vida porque entiende que esa
categoría es algo más que cumplir con las funciones vitales.
Pero nos parece aberrante que alguien quiera morir o que alguien esté
dispuesto a entregar su vida por alguna razón más que
la de sólo respirar y durar. Cuando empezaron a morir las primeras
personas que enfermaron de sida, para mí trajeron un saber nuevo
que tenía que ver con ciertos ritos que rodearon esas muertes.
Cierta frivolidad en sus últimos actos chicos que pedían
un maquillaje especial para el cajón, que ordenaban qué
adornos querían para el velorio, comentarios de salón
para sus últimos días, alabanzas extremas para las cosas
pequeñas como la comida rica, los juguetes o la ropa hacía
más digerible la despedida, nos llenaba de asombro la falta de
solemnidad, la forma en que podían desprenderse de todo menos
de ellos mismos, hasta el final. Estaban diciendo, para mí, que
la muerte no es más que el último paso, que las últimas
palabras no dicen más sólo por ser eso, las últimas,
y que no hay muertes heroicas sino vidas heroicas o vidas que valen
la pena ser vividas. Aunque sea porque son la propia y porque se la
navegó hasta el final con ánimo de expedicionario. Sin
duda extraño a aquellos que no están, pero todos mis amores,
mis amigos, mis afectos me habitan con la misma fuerza, vivos o muertos.
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