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Jueves 15 de Febrerode 2001

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Los dos días que conmovieron a Cosquín

¡Aquíííííí! ¡Los del Palo!

En el mismo escenario de Mahárbiz y del folklore, un festival reunió a Divididos, Los Piojos, La Bersuit, El Otro Yo, Catupecu Machu y Kapanga, y otras tantas bandas porteñas y del interior, con más de 20 mil personas entre sábado y domingo. Fueron 48 horas a todo rock nacional y popular, arriba y abajo del escenario. Aquí, una crónica viva de todo lo que pasó.

POR PABLO PLOTKIN
FOTOS PABLO MEHANNA

1. La transformación
Los primeros mochileros atravesaron el puente sobre el río y acamparon entre los árboles. Cosquín todavía no había mutado. Alrededor de la plaza Próspero Molina, los animales posaban para las cámaras, pero los visitantes del día no parecían ser la clase de turistas que montan un pony o una llama vestida de coya para ser retratados y pagar por ello. Las primeras cervezas se bebían en las escalinatas de la iglesia Nuestra Señora de Rosario, en los bares y quioscos de la calle San Martín, y en los campings al borde del río que viborea lento por el valle Punilla. Una pequeña tropa piojosa de Wilde, Bernal y Floresta colgaba banderas, armaba carpas y encendía un grabador con una versión zumbona del “You Shook Me All Night Long” de AC/DC. El cadáver de melón con vino tinto se postulaba como la bebida favorita del fin de semana, y el reposo fumeta a la sombra de un sauce llorón se erigió en el pasatiempo oficial del campamento. Los ruidos, olores y colores de Cosquín empezaban a transformarse.

2. El mediodía
La manzana que rodea el anfiteatro se había llenado de chicos y chicas, cartones de vino marca Ternuva, sandwiches de oferta y cánticos ricoteros. Un pibe con la camiseta de Instituto celebraba la tarde bailando a las puertas de la parroquia. Los almacenes vivían sus horas de gloria económica y los puestos de comida al paso despachaban con creciente frecuencia vasos de un litro de sangría. Las Pelotas probaba sonido, y los viajeros prematuramente fisurados buscaban sombras donde dormir la siesta. A eso de las cinco de la tarde, el perímetro de la plaza se delimitó con vallas, y para entrar a la manzana había que pagar dos pesos. Algunos prefirieron ahorrarse la entrada, pagar los dos pesos y mirar el festival del lado de afuera del enrejado, puesto que no había grandes diferencias con el interior. Diseñado para espectáculos de folklore, el Próspero Molina es un pésimo anfiteatro para festivales de rock. Las sillas de cemento están por todas partes, así que la gente se paraba sobre los respaldos y el escenario quedaba por debajo de la altura media. La pantalla ubicada metros arriba intentaba solucionar el problema, sin grandes resultados. A las seis y media de la tarde, la banda funk cordobesa Los Particulares inauguró Cosquín Rock. Plush, de Santa Fe -medio darks, medio glam, bastante ochentosos–, fueron los primeros en ser abucheados. Armando Flores, crossover cordobés de protesta (versión serrana de Las Manos de Filippi), resultó el orgullo provinciano de la matinée. Después, el hardcore melódico de Restos Fósiles, los también cordobeses Rastrojero Diesel, y MAM, la banda del tormentoso Omar Mollo y la primera aparición en escena del hermano Ricardo como invitado.

3. El gargajo
Eran las nueve de la noche cuando Catupecu Machu salió a cagar a trompadas al escenario. Peinado a la gomina al estilo Shemp –el tercer chiflado ocasional–, Fernando Ruiz Díaz parecía dispuesto a montar un pequeño levantamiento en la plaza. Un maestro de ceremonia desquiciado y taquicardíaco, desgarrando a las puteadas el velo que –al principio– lo separaba de la multitud. Su hermano Gabriel corría de un extremo al otro, los rulos agitándose al viento serrano y el bajo quemándole entre los dedos. Detrás de ellos, Miguel castigaba aeróbicamente la batería, y juntos parecían haber conjurado la demolición del anfiteatro y de la noche. Buena parte del público estaba ansioso por ver a Las Pelotas y Los Piojos, pero la energía desbocada de Catupecu obligó a un replanteo de las cosas.
En el comienzo fue un desastre técnico. La guitarra y el bajo parecían haberse ido de paseo por el monte, y sólo se escuchaba la batería y la voz lejana de Fernando. Así y todo, las canciones empezaron a funcionar, mientras la retórica desenfrenada del líder se convertía en la extraña sensación del festival. Ese desequilibrio permanente entre ellos y sus detractores –que aprovechaban los silencios para pedir por sus grupos favoritos– generó las condiciones ideales para un show de rock: incomodidad. Sobre el final, cuando Catupecu se había ganado a los gritos a la mayoría de los presentes, Fernando recibió un gargajo. A esa altura, daba la sensación de que si le tiraban con una muñeca inflable, la penetraría con la guitarra hasta reventarla. “Al que me escupió: te gustaría estar donde estoy yo, o divirtiéndote, boludo. Mirá vos, diez mil personas y dos pelotudos escupiendo. Esta canción va para vos, ¡conchudo! ¡Puto! ¡¡¡Ja ja ja!!!” El muchacho estalló en una carcajada demencial. “Mami, ¿viste mi pollo por la tele?”, se mofó el baterista, antes de arrancar con la tremenda “Y lo que quiero es que pises sin el suelo”. Si fueran dibujos animados, los Catupecu largarían vapor por las orejas y dejarían nubes de humo a su paso.

4. El pueblo
El consumo de Fernet, sangría y cerveza crecía sobre la calle San Martín, donde los expendedores hacían de pulpos para llenar vasos de un litro. Los vahos de alcohol y choripán espesaban la cuadra. Palo Pandolfo tuvo la dura tarea de preceder a los números más convocantes de la noche. Con su guitarra acústica, el ex Visitantes probó la impaciencia del público cordobés, pero enseguida revirtió la situación a fuerza de un puñado de canciones nobles: “Todos somos el enviado”, “Candelaria”, “Te quiero llevar” y “El rosario en el muro”, de Don Cornelio. Sorpresivamente, la multitud terminó bailando y cantando sobre los asientos el pequeño hit visitante “Estaré”.
Las Pelotas y Los Piojos –protagonistas absolutos de la primera fecha– hicieron lo que tenían que hacer. Diez mil personas celebrando el aterrizaje del rock de las masas en la apacible sede central del folklore argentino (a 27 kilómetros, en Carlos Paz, los Fabulosos Cadillacs cumplían con otro compromiso de su ¿agonía?). Ubicada a 720 metros sobre el nivel del mar, Cosquín es una ciudad de 17 mil habitantes que le debe toda su trascendencia al festival que, desde hace 41 años, se celebra cada segunda quincena de enero. Desde hace un tiempo, si querés hacer algo ahí, tenés que sentarte a negociar con Julio Mahárbiz, especie de terrateniente de la plaza y sheriff de la actividad cultural del pueblo. Así que el asalto del rock provocó una transformación total en Cosquín: algunos locales se negaron a abrir durante el aluvión, y los viejos lugareños se quejaban entre dientes de semejante desorden.
Cuando Los Piojos terminaron su versión del clásico de rock’n’roll “Zapatos de gamuza azul” (de Carl Perkins) y consumaron el principio de ese extraño romance, el centro comercial lucía asombroso. A las cuatro de la mañana, después de la primera jornada, Cosquín parecía un pueblo abandonado por sus fundadores y tomado por una generación desterrada que había llegado hasta ahí al cabo de un viaje difícil. Las nubes de humo grasoso que generaba la inmensa parrilla de choripanes doblaban la esquina de la calle principal y se deshacían a mitad de cuadra, donde los mochileros menos equipados se arrinconaban para dormir. Dos borrachos peleaban débilmente en la entrada de un boliche de cuartetos, y las chicas hacían fila para entrar a una peña rock rigurosamente custodiada por guardias de infantería. Algunos pasaron la noche en los zaguanes, muchos durmieron en los campings, y los que decidieron seguir de largo pagaron las consecuencias en la mañana del domingo, cuando la actividad más interesante era recostarse contra una pared y contemplar la bruma sobre el Pan de Azúcar, el cerro en cuyo pico se muere de frío un monumento a Carlos Gardel.

5. Las botellas
En la segunda fecha cambiaron algunas cosas. Los colados y los pequeños disturbios etílicos del sábado habían puesto paranoicas a las autoridades,así que se reforzó la seguridad y el maltrato de los gorilas de la puerta. A su vez, se hacía cada vez más difícil conseguir una cerveza. Los empleados del local patrocinado por Pritty –insigne gaseosa de la Argentina profunda– sacudían la cabeza cuando se les pedía alcohol.
3D (Cosquín), Juan Terrenal (Córdoba) y Los Navarros (Córdoba) prendieron la mecha antes de la primera aparición porteña: Cabezones. Después, Santos Inocentes soportó la histórica hostilidad del público rockero cordobés. La banda estaba haciendo un buen show, con su tecno rock adrenalínico y su lírica de futurismo sintético, pero un grupo de fundamentalistas de las primeras filas empezó a tirarle botellas de plástico. La cosa empeoró cuando Mr. Pop, en lugar de intentar la conciliación, se burló del asunto. Antes de irse, improvisó una curiosa teoría sobre las culpas de la situación geopolítica argentina. “Gracias a estos maleducados estamos en el tercer mundo. Todavía hay nazis en la Argentina. ¡Cuidado!” Después, agradeció a “la buena gente” de Córdoba y aseguró que se llevarían un grato recuerdo del lugar. Raro, ¿no?
Pez fue la revelación de Cosquín Rock. En Córdoba casi nadie los conocía, y luego de la breve clase de impaciencia durante la actuación de Santos Inocentes, podía creerse que no habría tiempo para el punk progresivo y la psicodelia de Ariel Minimal y los suyos. Sin embargo, fueron ovacionados. En medio de la llovizna, sólo faltaba que Minimal -afro, barba rala y una hermosa manera de tocar– se arrodillara a quemar la guitarra para registrar el momento Woodstock del fin de semana. Pero no hizo falta. Sólo dijo: “Esto fue Pez”, y agradeció los aplausos.
Kapanga arrolló con su hard-cumbia y sus citas estratégicas a héroes del rock: fragmentos de clásicos –”La Parabellum del buen psicópata” de los Redondos, “Smells Like Teen Spirit” de Nirvana, “Enter Sandman” de Metallica, “El ojo blindado” de Sumo– se entrelazaban con sus grandes éxitos. “King Africa... ¡La concha de tu madre!”, fue la primera declaración a coro de los músicos cuando aparecieron en escena con el estribillo de “Y salta, y salta...”. “¿Qué pasa por la calle?”, preguntó el Mono, parafraseando a Manu Chao. Lo que pasaba por la calle era una avalancha sobre la entrada principal. Decenas de pibes que decidieron doblar las rejas a patadas, hacer a un lado a los patovicas y correr en malón dentro del anfiteatro. La guardia de infantería se mordía los codos por actuar, pero afortunadamente retrocedió y evitó la catástrofe.

6. La cumbia
A las once de la noche, bajo una lluvia ligera y fría, El Otro Yo se enfrentó a un público que no es el suyo y salió ileso, pero la desproporción de fervor entre la banda –donde Cristian Aldana se deshacía una y otra vez al grito de “¡La cumbia es una mierda!”– y el público -que, en su mayoría, esperaba a Bersuit y Divididos– no era poca cosa. La pequeña confrontación ideológica se produjo cuando Bersuit Vergarabat le mostró sus pijamas a las sierras cordobesas y el Pelado Cordera pronunció: “Si uno va en canoa por el Riachuelo, se puede ver cómo en las casillas de La Boca se escucha cumbia. Por eso yo tomé tanto cariño por la cumbia y el cuarteto. Aguante el rocanrol y, también, aguante la cumbia”. Y antes de “Yo tomo”, Germán Sbarbati, una de las segundas voces de la banda, impostó el grito de guerra de Aldana y reformuló el enunciado: “¡La cumbia es una masa!”.
Divididos deslumbró con su show habitual, a los zarpazos eléctricos en su cruzada por la conquista de todos los escenarios argentinos. Habían salido las estrellas y los micros adicionales a Córdoba empezaban a calentar motores en la terminal. “Ojalá éste sea un lugar ganado para el rock”, dijo Mollo, antes de que todo terminara con los enganchados de Sumo y la plaza Próspero Molina quedara vacía. Si pasás hoy por Cosquín, probablemente no veas más que a un par de turistas sacándoles fotos a sus hijos sobre el lomo de algún pony moribundo.