Los
dos días que conmovieron a Cosquín
¡Aquíííííí!
¡Los del Palo!
En
el mismo escenario de Mahárbiz y del folklore, un festival reunió
a Divididos, Los Piojos, La Bersuit, El Otro Yo, Catupecu Machu y Kapanga,
y otras tantas bandas porteñas y del interior, con más de
20 mil personas entre sábado y domingo. Fueron 48 horas a todo
rock nacional y popular, arriba y abajo del escenario. Aquí, una
crónica viva de todo lo que pasó.
POR
PABLO PLOTKIN
FOTOS PABLO MEHANNA
1.
La transformación
Los primeros
mochileros atravesaron el puente sobre el río y acamparon entre
los árboles. Cosquín todavía no había mutado.
Alrededor de la plaza Próspero Molina, los animales posaban para
las cámaras, pero los visitantes del día no parecían
ser la clase de turistas que montan un pony o una llama vestida de coya
para ser retratados y pagar por ello. Las primeras cervezas se bebían
en las escalinatas de la iglesia Nuestra Señora de Rosario, en
los bares y quioscos de la calle San Martín, y en los campings
al borde del río que viborea lento por el valle Punilla. Una pequeña
tropa piojosa de Wilde, Bernal y Floresta colgaba banderas, armaba carpas
y encendía un grabador con una versión zumbona del You
Shook Me All Night Long de AC/DC. El cadáver de melón
con vino tinto se postulaba como la bebida favorita del fin de semana,
y el reposo fumeta a la sombra de un sauce llorón se erigió
en el pasatiempo oficial del campamento. Los ruidos, olores y colores
de Cosquín empezaban a transformarse.
2.
El mediodía
La manzana
que rodea el anfiteatro se había llenado de chicos y chicas, cartones
de vino marca Ternuva, sandwiches de oferta y cánticos ricoteros.
Un pibe con la camiseta de Instituto celebraba la tarde bailando a las
puertas de la parroquia. Los almacenes vivían sus horas de gloria
económica y los puestos de comida al paso despachaban con creciente
frecuencia vasos de un litro de sangría. Las Pelotas probaba sonido,
y los viajeros prematuramente fisurados buscaban sombras donde dormir
la siesta. A eso de las cinco de la tarde, el perímetro de la plaza
se delimitó con vallas, y para entrar a la manzana había
que pagar dos pesos. Algunos prefirieron ahorrarse la entrada, pagar los
dos pesos y mirar el festival del lado de afuera del enrejado, puesto
que no había grandes diferencias con el interior. Diseñado
para espectáculos de folklore, el Próspero Molina es un
pésimo anfiteatro para festivales de rock. Las sillas de cemento
están por todas partes, así que la gente se paraba sobre
los respaldos y el escenario quedaba por debajo de la altura media. La
pantalla ubicada metros arriba intentaba solucionar el problema, sin grandes
resultados. A las seis y media de la tarde, la banda funk cordobesa Los
Particulares inauguró Cosquín Rock. Plush, de Santa Fe -medio
darks, medio glam, bastante ochentosos, fueron los primeros en ser
abucheados. Armando Flores, crossover cordobés de protesta (versión
serrana de Las Manos de Filippi), resultó el orgullo provinciano
de la matinée. Después, el hardcore melódico de Restos
Fósiles, los también cordobeses Rastrojero Diesel, y MAM,
la banda del tormentoso Omar Mollo y la primera aparición en escena
del hermano Ricardo como invitado.
3.
El gargajo
Eran las nueve de la noche cuando Catupecu Machu salió a cagar
a trompadas al escenario. Peinado a la gomina al estilo Shemp el
tercer chiflado ocasional, Fernando Ruiz Díaz parecía
dispuesto a montar un pequeño levantamiento en la plaza. Un maestro
de ceremonia desquiciado y taquicardíaco, desgarrando a las puteadas
el velo que al principio lo separaba de la multitud. Su hermano
Gabriel corría de un extremo al otro, los rulos agitándose
al viento serrano y el bajo quemándole entre los dedos. Detrás
de ellos, Miguel castigaba aeróbicamente la batería, y juntos
parecían haber conjurado la demolición del anfiteatro y
de la noche. Buena parte del público estaba ansioso por ver a Las
Pelotas y Los Piojos, pero la energía desbocada de Catupecu obligó
a un replanteo de las cosas.
En el comienzo fue un desastre técnico. La guitarra y el bajo parecían
haberse ido de paseo por el monte, y sólo se escuchaba la batería
y la voz lejana de Fernando. Así y todo, las canciones empezaron
a funcionar, mientras la retórica desenfrenada del líder
se convertía en la extraña sensación del festival.
Ese desequilibrio permanente entre ellos y sus detractores que aprovechaban
los silencios para pedir por sus grupos favoritos generó
las condiciones ideales para un show de rock: incomodidad. Sobre el final,
cuando Catupecu se había ganado a los gritos a la mayoría
de los presentes, Fernando recibió un gargajo. A esa altura, daba
la sensación de que si le tiraban con una muñeca inflable,
la penetraría con la guitarra hasta reventarla. Al que me
escupió: te gustaría estar donde estoy yo, o divirtiéndote,
boludo. Mirá vos, diez mil personas y dos pelotudos escupiendo.
Esta canción va para vos, ¡conchudo! ¡Puto! ¡¡¡Ja
ja ja!!! El muchacho estalló en una carcajada demencial.
Mami, ¿viste mi pollo por la tele?, se mofó
el baterista, antes de arrancar con la tremenda Y lo que quiero
es que pises sin el suelo. Si fueran dibujos animados, los Catupecu
largarían vapor por las orejas y dejarían nubes de humo
a su paso.
4.
El pueblo
El consumo de Fernet, sangría y cerveza crecía sobre la
calle San Martín, donde los expendedores hacían de pulpos
para llenar vasos de un litro. Los vahos de alcohol y choripán
espesaban la cuadra. Palo Pandolfo tuvo la dura tarea de preceder a los
números más convocantes de la noche. Con su guitarra acústica,
el ex Visitantes probó la impaciencia del público cordobés,
pero enseguida revirtió la situación a fuerza de un puñado
de canciones nobles: Todos somos el enviado, Candelaria,
Te quiero llevar y El rosario en el muro, de Don
Cornelio. Sorpresivamente, la multitud terminó bailando y cantando
sobre los asientos el pequeño hit visitante Estaré.
Las Pelotas y Los Piojos protagonistas absolutos de la primera fecha
hicieron lo que tenían que hacer. Diez mil personas celebrando
el aterrizaje del rock de las masas en la apacible sede central del folklore
argentino (a 27 kilómetros, en Carlos Paz, los Fabulosos Cadillacs
cumplían con otro compromiso de su ¿agonía?). Ubicada
a 720 metros sobre el nivel del mar, Cosquín es una ciudad de 17
mil habitantes que le debe toda su trascendencia al festival que, desde
hace 41 años, se celebra cada segunda quincena de enero. Desde
hace un tiempo, si querés hacer algo ahí, tenés que
sentarte a negociar con Julio Mahárbiz, especie de terrateniente
de la plaza y sheriff de la actividad cultural del pueblo. Así
que el asalto del rock provocó una transformación total
en Cosquín: algunos locales se negaron a abrir durante el aluvión,
y los viejos lugareños se quejaban entre dientes de semejante desorden.
Cuando Los Piojos terminaron su versión del clásico de rocknroll
Zapatos de gamuza azul (de Carl Perkins) y consumaron el principio
de ese extraño romance, el centro comercial lucía asombroso.
A las cuatro de la mañana, después de la primera jornada,
Cosquín parecía un pueblo abandonado por sus fundadores
y tomado por una generación desterrada que había llegado
hasta ahí al cabo de un viaje difícil. Las nubes de humo
grasoso que generaba la inmensa parrilla de choripanes doblaban la esquina
de la calle principal y se deshacían a mitad de cuadra, donde los
mochileros menos equipados se arrinconaban para dormir. Dos borrachos
peleaban débilmente en la entrada de un boliche de cuartetos, y
las chicas hacían fila para entrar a una peña rock rigurosamente
custodiada por guardias de infantería. Algunos pasaron la noche
en los zaguanes, muchos durmieron en los campings, y los que decidieron
seguir de largo pagaron las consecuencias en la mañana del domingo,
cuando la actividad más interesante era recostarse contra una pared
y contemplar la bruma sobre el Pan de Azúcar, el cerro en cuyo
pico se muere de frío un monumento a Carlos Gardel.
5.
Las botellas
En la segunda fecha cambiaron algunas cosas. Los colados y los pequeños
disturbios etílicos del sábado habían puesto paranoicas
a las autoridades,así que se reforzó la seguridad y el maltrato
de los gorilas de la puerta. A su vez, se hacía cada vez más
difícil conseguir una cerveza. Los empleados del local patrocinado
por Pritty insigne gaseosa de la Argentina profunda sacudían
la cabeza cuando se les pedía alcohol.
3D (Cosquín), Juan Terrenal (Córdoba) y Los Navarros (Córdoba)
prendieron la mecha antes de la primera aparición porteña:
Cabezones. Después, Santos Inocentes soportó la histórica
hostilidad del público rockero cordobés. La banda estaba
haciendo un buen show, con su tecno rock adrenalínico y su lírica
de futurismo sintético, pero un grupo de fundamentalistas de las
primeras filas empezó a tirarle botellas de plástico. La
cosa empeoró cuando Mr. Pop, en lugar de intentar la conciliación,
se burló del asunto. Antes de irse, improvisó una curiosa
teoría sobre las culpas de la situación geopolítica
argentina. Gracias a estos maleducados estamos en el tercer mundo.
Todavía hay nazis en la Argentina. ¡Cuidado! Después,
agradeció a la buena gente de Córdoba y aseguró
que se llevarían un grato recuerdo del lugar. Raro, ¿no?
Pez fue la revelación de Cosquín Rock. En Córdoba
casi nadie los conocía, y luego de la breve clase de impaciencia
durante la actuación de Santos Inocentes, podía creerse
que no habría tiempo para el punk progresivo y la psicodelia de
Ariel Minimal y los suyos. Sin embargo, fueron ovacionados. En medio de
la llovizna, sólo faltaba que Minimal -afro, barba rala y una hermosa
manera de tocar se arrodillara a quemar la guitarra para registrar
el momento Woodstock del fin de semana. Pero no hizo falta. Sólo
dijo: Esto fue Pez, y agradeció los aplausos.
Kapanga arrolló con su hard-cumbia y sus citas estratégicas
a héroes del rock: fragmentos de clásicos La
Parabellum del buen psicópata de los Redondos, Smells
Like Teen Spirit de Nirvana, Enter Sandman de Metallica,
El ojo blindado de Sumo se entrelazaban con sus grandes
éxitos. King Africa... ¡La concha de tu madre!,
fue la primera declaración a coro de los músicos cuando
aparecieron en escena con el estribillo de Y salta, y salta....
¿Qué pasa por la calle?, preguntó el
Mono, parafraseando a Manu Chao. Lo que pasaba por la calle era una avalancha
sobre la entrada principal. Decenas de pibes que decidieron doblar las
rejas a patadas, hacer a un lado a los patovicas y correr en malón
dentro del anfiteatro. La guardia de infantería se mordía
los codos por actuar, pero afortunadamente retrocedió y evitó
la catástrofe.
6.
La cumbia
A las once de la noche, bajo una lluvia ligera y fría, El Otro
Yo se enfrentó a un público que no es el suyo y salió
ileso, pero la desproporción de fervor entre la banda donde
Cristian Aldana se deshacía una y otra vez al grito de ¡La
cumbia es una mierda! y el público -que, en su mayoría,
esperaba a Bersuit y Divididos no era poca cosa. La pequeña
confrontación ideológica se produjo cuando Bersuit Vergarabat
le mostró sus pijamas a las sierras cordobesas y el Pelado Cordera
pronunció: Si uno va en canoa por el Riachuelo, se puede
ver cómo en las casillas de La Boca se escucha cumbia. Por eso
yo tomé tanto cariño por la cumbia y el cuarteto. Aguante
el rocanrol y, también, aguante la cumbia. Y antes de Yo
tomo, Germán Sbarbati, una de las segundas voces de la banda,
impostó el grito de guerra de Aldana y reformuló el enunciado:
¡La cumbia es una masa!.
Divididos deslumbró con su show habitual, a los zarpazos eléctricos
en su cruzada por la conquista de todos los escenarios argentinos. Habían
salido las estrellas y los micros adicionales a Córdoba empezaban
a calentar motores en la terminal. Ojalá éste sea
un lugar ganado para el rock, dijo Mollo, antes de que todo terminara
con los enganchados de Sumo y la plaza Próspero Molina quedara
vacía. Si pasás hoy por Cosquín, probablemente no
veas más que a un par de turistas sacándoles fotos a sus
hijos sobre el lomo de algún pony moribundo.
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