De cómo Fidel
Castro fue a ver a los Manic Street Preachers
Im
your fan, chico
La
estadía de los galeses Manic Street Preachers en La Habana
fue, como podía suponerse, una sucesión de escenas
alucinantes. James Dean Bradfield (guitarra y voz), Nicky Wire
(bajo) y Sean Moore (batería) se pasaron buena parte
del tiempo reposando en el patio del majestuoso Hotel Nacional,
fumando habanos y contemplando el mar desde el acantilado que
domina el famoso Malecón. James Dean, el más fiestero
de los tres, salía por las noches, se emborrachaba de
ron y le agradecía al cielo por estar en la isla. El
cerebral y fóbico Nicky Wire, en cambio, prefirió
encerrarse en la habitación del hotel, mirar tele y entregar
algo de su filosa lucidez en la conferencia de prensa que dieron
el viernes, un día antes del show. Alguien quiso saber
si eran conscientes de que su paso por Cuba podía traerles
problemas en los Estados Unidos. Ojalá así
sea, replicó Nicky. Mientras tanto, el nuevo acontecimiento
rockero marxista no se hará esperar: los Die Toten Hosen
planean tocar aquí en junio.
El sábado, antes del show, el comandante Fidel Castro
se acercó de improviso al backstage, secundado por sus
guardaespaldas. Les habló durante cinco minutos. Ellos
sólo escucharon. A las ocho y media de la noche, salieron
al escenario del teatro Carlos Marx, decorado con una tremenda
bandera cubana de fondo, mientras los estudiantes que llenaban
las 5 mil butacas (todos los presentes eran invitados) agitaban
las banderitas rojas de plástico con la leyenda Manic
Street Preachers Cuba. Después de una versión
acústica del fresco antiyanqui Baby Elián,
la banda presentó su inminente Know Your Enemy, tal vez
el mejor álbum de su carrera. Estrenaron Ocean
Spray (que iba a ser usada por una homónima marca
de jugo británica, pero finalmente fue considerada mórbida)
con el joven trompetista cubano Yasser Manzano, mientras los
peluces (así llaman aquí a los fans de rock) bailaban
tranquilamente en sus lugares. Fidel, que veía todo desde
las alturas del recinto, se fue antes de los bises, a dos horas
del comienzo. Así que cuando sonaron Australia
y la versión de Rocknroll music
(incluida como lado B del single The masses against the classes,
cuya tapa era una bandera cubana), con el Viejo ausente, el
público se desató.
La fiesta after show fue en el Hotel Nacional, donde tocaba
una banda típica. Nicky se fue a su habitación
a medianoche. James Dean, ebrio, se quedó hasta las 7
de la mañana, abrazando a todo aquel que se le cruzara
por el camino y diciendo ¡vino Fidel, vino Fidel!,
mientras los periodistas europeos vomitaban ron por los rincones.
Al día siguiente, Castro y los Preachers fueron a la
inauguración de una escuela de instructores de arte en
Santa Clara, y los galeses visitaron el monumento a John Lennon
en el Parque Vedado. Así pasaron los Manics por Cuba,
como extraños visitantes ilustres a una tierra que no
conoce su status de estrellas del rock británico (para
la mayoría de la población, pasaron inadvertidos).
Sólo se quedaron con ganas de conocer a Diego. Cuando
se enteraron de que estaba en la Argentina, maldijeron y levantaron
los hombros. Será la próxima, se resignaron.
MARIANA
ENRIQUEZ
Desde La Habana
¡Divina
TV!
Somos
el rock. La frase no es proclamada por ninguna banda de
riffs fieros y dientes apretados sino por el programa El megáfono,
conducido por Bebe Contemponi y la modelo Andrea Burstein, y
producido por Daniel Hadad (lo que se dice un referente rockero).
Ser el rock, para los que hacen el ciclo, es tener
un concurso de preguntas y respuestas sobre rock argentino,
en el que modelitos de ambos sexos pagan por su ignorancia sacándose
prendas de vestir. Pero no es todo: en el afán de levantar
el rating, hasta hace dos semanas el programa tenía una
competencia llamada Buscando el mejor culo del rock nacional,
en la que cinco chicas (que seguramente escucharían rock
nacional, porque otra conexión no había) en colaless
mostraban sus atributos. La injustificada exhibición
de carne, al parecer, fue demasiado para algunos productores,
que presentaron su renuncia en medio de una batahola. Como resultado,
se reemplazó (aunque no del todo) el perfil culos
y rock por el de fútbol y rock: tocó
La Portuaria, organizaron un picadito con ex jugadores (relatado
por Burstein, imagínense) y mandaron a otra modelito
a la cancha de River, para una crónica colorida
del RiverColón del sábado. ¡Guau!
Si ellos son el rock, te pueden dar ganas de hacerte bailantero.
Eramos
pocos y llegó el Rodrigo...
Unos
meses atrás, cuando el Fernando irrumpió en escena,
estas páginas se encargaron de registrar las dos posturas
frente a tan dudoso y novel reemplazante de la tradicional combinación
fernet-cola. El aquí firmante celebró la aparición.
Más allá de algunas objeciones de paladar y procedencia,
era hora de que alguien llamara a las cosas por su nombre, tal
era la conclusión. Semanas después de aquello,
con el Fernando incómodamente instalado en la góndola
de los tónicos baratos (ahí, al lado del ascendente
Dr. G, en todas sus coloridas y peligrosas variedades),
se da a conocer una insolente tercera fuerza: Rodrigo, un fernet-cola
de aspecto casi idéntico al de su hermano mayor, con
la imagen de un potro iracundo ilustrando su apócrifa
etiqueta. Además de que el lanzamiento hiede a un necrofílico
oportunismo (la obvia alusión al astro de Córdoba,
la Capital del fernet), el producto consigue ubicarse por debajo
de la línea de sabor que había impuesto su predecesor.
No es poco. Especie de jarabe para la tos, el Rodrigo sabe a
una versión diet y desgasificada de la federal Caribe
Cola. Los efectos secundarios todavía no han sido investigados
ni percibidos.
P.P.
AGUANTE