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Jueves 22 de Febrerode 2001

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CUATRO OFICIOS QUE NO SE ENSEÑAN EN LA UNIVERSIDAD

Mamá, papá...
conseguí laburo

Se sabe: no sólo de oficinas está hecho el mundo. He aquí cuatro casos de extraña supervivencia urbana: gente que trabaja subida a los techos, posando sin ropa para estudiantes de arte, dándole de comer en la boca a protagonistas de comerciales o permaneciendo estáticos en medio de calles atestadas de gente. Pasen, vean y aprendan.

POR SONIA SANTORO

¿Qué tienen en común un antenista, una modelo vivo, una estatua y un doble de manos? A simple vista, nada. Son atípicos por sus horarios: nunca un de lunes a viernes de 9 a 18. Diferentes en sus actividades: viven con el riesgo de caer desde las alturas o el de exponer su desnudez. Distintos hasta en el modo de medir el tiempo: se guían por cuánto se tarda en cambiar de pose o en hacer sonreír a alguien. Habituados a la incertidumbre laboral: tienen que lograr que los recomienden o esperar que el teléfono suene para poder trabajar. Son todos laburantes con una particularidad: tienen oficios raros. Y si bien dedicarse a ellos puede que no sea lo que más les guste hacer en la vida, seguro es lo que les da de comer.

DANIEL, ANTENISTA
“Veo cosas que no ve cualquiera”
“¿Voy más arriba? No hay problema”, dice el hombre, ante los temores de la fotógrafa, mientras trepa por una torre recién montada en la Facultad de Psicología de la UBA. Daniel Gómez tiene un nombre común pero un oficio que no lo es tanto. Tiene 39 años pero un cuerpo que parece de 30. Y un look entre el joven John Travolta de Fiebre de sábado por la noche y el Richard Gere de Mr. Jones, que se movía con absoluta tranquilidad en las cornisas de las terrazas y los andariveles de los edificios, con cientos de metros de vacío bajo sus pies. Lo que no tiene Daniel, evidentemente, es miedo a codearse con las nubes. Es antenista.
Lejos de aquellos personajes de película, para él su trabajo no tiene nada de aventurero ni irracional; como si hiciera falta, sus tres seguros de vida lo confirman. “En esto no te podés poner nervioso –explica–. No hay ninguna técnica más que subir y estar concentrado en lo que hacés, en cada movimiento. No podés cometer un error, como en otro trabajo. Tenés que estar seguro de lo que hacés, de donde pisás, de cómo te atás.” Y dice que ni siquiera la primera vez tuvo miedo, simplemente se sentía seguro. Es que de chiquito siempre le gustó andar arriba de los árboles. De todos modos, los troncos de metal por los que se trepa todos los días –con la empresa R&G Comunicaciones– pueden llegar a medir 150 metros de altura, lo que equivale, más o menos, a un edificio de 50 pisos. Ahí puede llegar a estar seis horas seguidas, sin bajar.
Ante la insistencia de la cronista, después de un rato de hurgar en su memoria, encuentra un accidente que contar –aunque sea como actor secundario–. Estaba montando una torre de 60 metros y se le cayó una tuerca. “Era un día en que no había nada de viento, o sea que, cuando caen, las cosas no se desvían de su trayecto. Y ahí abajo estaba el muchacho que estaba trabajando conmigo. En ese segundo pensé: ‘si le grito va a mirar para arriba y le va a caer en la cara’, entonces me callé la boca y, por suerte, le pegó en el casco. Si le llegaba a pegar en la cara te aseguro que lo lastimaba feo.”
Hay pocas reglas en el oficio. No se sube en días tormentosos, ni de noche, ni en las tardes muy calurosas. Al frío y al viento se los soporta. Aunque las veces que trabajó en la Patagonia la convivencia fue atroz. “El viento allá es terrible, los trabajos cuestan el doble o el triple. Con el frío se te congelan las manos por más que tengas guantes. Inclusive, a veces hay que trabajar con mamelucos térmicos porque hace 20 grados bajo cero”, comenta.
Daniel no necesita elementos exóticos para trabajar. Un par de zapatos de punta de acero, como en todo trabajo de riesgo. La ropa con la que se siente cómodo, un jean y una remera. Un handy para comunicarse con quien queda abajo y le pasa los materiales o le da indicaciones. Y un arnés con el que se va enganchando de la torre a medida que sube. La tarea consiste en ir superponiendo y enganchando bloques de torre, de tres o seis metros, hasta llegar a la cima, donde se coloca la antena.
Recién después del final Daniel se relaja y se permite ver el mundo, literalmente, desde otra perspectiva. “Cuando termino me quedo un rato más porque, por ejemplo, hay lugares en Capital desde donde se ve la costa de Uruguay como si estuviera ahí nomás, ves cosas que no se ven todos los días, o por lo menos que no las ve cualquiera”, dice. Tal vez por eso le cuesta bajar. Porque si bien no es lo peor, está cerca. A pesar de ser uno de los dueños de R&G dice que no logra encontrar la persona adecuada para reemplazarlo. No está seguro de lo que puedan hacer los otros, dice. Sin embargo, también confiesa que, por lo pronto, no tiene intenciones de cambiar las torres por el escritorio. “Hasta que me dé el cuerpo lo voy a hacer. Más que nada porque me gusta. Se me pasa rápido el tiempo.”

JORGE, DOBLE DE MANOS
“Fui los dedos de Cacho Fontana”
“He lavado cabezas, he dado de comer, he cocinado para otros”, dice Jorge Varas, sin ninguna solemnidad. No se dedica a la caridad ni atiende a los desamparados: pone sus manos al servicio de actores que no tienen piedad en comerse las uñas o que simplemente no nacieron con la gracia de tener las manos perfectas que la publicidad requiere. Jorge se apura a aclarar que ser doble de manos no depende sólo de una cuestión estética, “más importante es la actuación”. Como prueba están sus composiciones de las manos de Pancho Ibáñez, Cacho Fontana o el mismísimo Karlos Arguiñano, en distintas publicidades.
Debutó armando un rompecabezas, en reemplazo de un actor para el que encastrar las distintas partes era una tarea titánica. En principio, actuar con las manos no era tomado como un oficio, pero después se profesionalizó y se estableció un cachet (que se niega a revelar). Gracias a eso hoy subsiste con sus trabajos como actor de manos –como él prefiere decir–, en el que está representado por la agencia Elencos, y como actor para televisión.
En este primer rol, desenrosca tapas de perfumes, abre paquetes de cigarrillos, paga con tarjetas de crédito, da de comer a actores en la boca (como si se tratara de la suya) y lava sus cabezas, entre otras cosas. “La gente te dice ¡pero eso lo hace cualquiera! Pero no lo puede hacer cualquiera –se defiende–. Primero, trabajás en espacios muy chiquitos. Por ahí tenés una mesa de vidrio sin ninguna referencia y te dicen ‘la mano tiene que entrar y dejar el paquete de cigarrillo en tal grado, para que se vea la marca, y justo en el centro’. Es un trabajo de mucha precisión y en planos muy cortos. El menor temblor en la pantalla es un terremoto.”
Para sostener semejante perfección Jorge toma ciertos recaudos en cuanto a sus manos. Aunque se ríe cuando le proponen asegurarlas, les dedica cuidados especiales. “Trato de no hacer cosas en las que me pueda lastimar. Me hubiera gustado patinar y no lo hago, por si me caigo. Si se rompe una canilla, llamo al portero. Hago pesas con guantes, no lavo los platos, uso jabón con crema”, enumera. Además, cada cuatro o cinco días se lima las uñas (nunca se las corta con alicate) y se pone crema el día antes de grabar. Ya en el set de filmación, se las maquilla y en las uñas se pone un brillo que trajo especialmente de Estados Unidos.
Además de su costado redituable, a Jorge le gusta este trabajo. “Me divierte”, dice, porque pasa por situaciones y posiciones de trabajo de las más insólitas: “Una vez hice una publicidad para Alemania en la que el protagonista iba en tren, sentado en la ventanilla y, supuestamente, caía un celular del cielo. Entonces, yo estaba colgado arriba del techo del tren, me tenían los pies y cuando el director decía ‘acción’ aparecía mi mano entregándole el teléfono al tipo. Todo a las tres de la mañana, enConstitución, con tres grados bajo cero”. También se acuerda de esa vez que tuvo que emular a Dedos (la mascota de los Adams) y pasó 10 horas arrodillado bajo una mesa, sacando la mano por una cajita y discando un número de teléfono, mientras miraba por un monitor dónde iba la mano porque no veía. Y aquellas en que compartió cartel con un gallo y con un par de pies, en una publicidad de un talco; o en la que fue compañero de un par de manos, enfundadas en sendos delantales –para imitar a dos lindas chicas–, a las cuales él seguía con las propias.

MARIA, MODELO VIVO
“Que te vean cual botella”
“Es increíble, pero a la media hora te transformaste en una manzana para mí, no podía tener en cuenta que eras una mujer. Disculpame.” Se confesó el pibe de 17 años, que tiempo atrás había entrado nervioso a su primera clase de pintura con una modelo desnuda. María no hizo más que sonreírse: “Que te vean cual botella, de eso se trata”, explica. María es modelo vivo pero también es actriz del Grupo Teatro Libre, centrado en una particular visión de la comunicación. Por eso tal vez encuentra cierto paralelismo entre uno y otro oficio. “Cuando yo me paro ahí para modelar frente a uno o a cuantos sean, me siento un poco en el escenario. Y, en ese sentido, pasa algo similar a lo que sucede en el teatro con la transferencia. Se dan momentos mágicos, donde por ejemplo tengo que cambiar de pose y no hace falta que me digan nada”, dice.
María es salteña, tiene 24 años y hace siete que está en Buenos Aires. Con una voz gruesa y una parsimonia más cercana a la sabiduría que a la afición siestera, relata los pormenores del oficio con el que vive desde hace unos seis años. “En general, las posturas las elige uno. Lo que se pregunta es si van a trabajar con una pose fija (de 20 a 45 minutos) o con poses cortas (de uno a diez minutos)”, explica eso que aprendió después de soportar sesiones enteras con un dolor mortal y llevarse a casa grandes contracturas. “Cuando no tenés experiencia, te dicen 20 minutos y te parece poco y te ponés en una posición que a los 10 minutos no aguantás más; entonces, parás, todo bien, descansás, pero cuando volvés, a los dos minutos ya no podés más. Es terrible”, dice.
En las sesiones, que pueden durar de dos a cuatro horas, María suele aburrirse, pero también tiene mucho tiempo para pensar en sus cosas. Cobra 15 pesos la hora y trabaja casi todos los días en escuelas de arte o posando para pintores particulares. Además, los viernes, sábados y domingos trabaja como actriz en la obra de teatro Cinco Puertas.
A pesar de que su trabajo como actriz le permite tener una relación más libre con su cuerpo, desnudarse para María no es un acto rutinario y simple como puede ser sentarse a ver televisión. Desde el momento que tiene que desvestirse frente a un pintor a quien vio apenas 15 minutos en una entrevista previa, su oficio tiene también mucho de riesgo. “Uno apuesta en la entrevista, le podés errar... hay gente que necesita muchas confirmaciones para tomar una decisión. Yo me juego a lo que presiento”, dice. Por lo cual, no pudo eludir malas experiencias, tanto desde el lado sexual como en cuanto a agresiones de cualquier tipo. “Si voy a una entrevista y el tipo me provoca desconfianza o resulta que es un milico facho, no voy a trabajar con él. Sobran experiencias desagradables. Porque además tenés una sensación de desprotección porque estás en bolas... Pero en ese sentido soy fuerte, y rápidamente monto en cólera e invierto la situación aunque pierda el laburo”, dice.
María no existe para el Estado. No factura, no tiene obra social, no trabaja de nada. La incertidumbre, aclara, es lo que le permite hacer este trabajo desde hace seis años. “Todos los días es distinto, siempre estás en lugares diferentes, conociendo gente diferente, aunque no tenga asegurado nada. No tengo nada, soy absolutamente independiente, como el teatro que hago”, dice. Y si bien considera este oficio como un medio para lograr su objetivo, que es vivir de la actuación, María disfruta de lo que hace. Un dato a tener en cuenta: modelando conoció a su actual pareja que, obviamente, es artista plástico.

MIGUEL ANGEL, ESTATUA
“Una tipa me agarró los huevos para que me moviera”
Miguel Angel Barrionuevo tiene 25 años. Hace tres dejó Ecuador y una carrera de sociología y se vino a la Argentina, por consejo de un mago porteño, para plantarse en el paisaje de Recoleta y en las concurridas Florida y Lavalle. Durante seis horas por día, Miguel Angel es la estatua de Charles Chaplin. Más alto y morrudo que el mítico actor de cine mudo, aunque con rasgos parecidos, se decidió por él simplemente porque “cuando yo vi las estatuas me imaginé una de Chaplin”. Y como “a una estatua siempre se la hace un poco más gruesa que lo normal para que la gente la mire”, él se subió a una tarima, dejó crecer sus rulos, se mandó hacer zapatos y traje de época, y fue Chaplin. Pero no sólo mudo, sino quieto.
La caracterización le lleva de 45 minutos a una hora. Llega con su tarima y se cambia la ropa en la calle. “La gente ya me mira, me pongo a maquillarme y voy recordando imágenes de Chaplin, de las películas, para tener su presencia”, cuenta. El maquillaje es teatral, hecho a base de rosas blancas y manteca de cacao. Se pone un bigote, agranda sus cejas pintándolas y ya está.
Ser estatua no es sólo cuestión de quedarse quieto. Para ser bueno, dice, hay que tener armonía corporal, como la música. El se basa en una técnica que se llama “mimo estatuario”, donde la respiración es muy importante. Se trata de hacer “un doble dibujo” y armonizar, por ejemplo, la posición de la cabeza con la de las manos. Gracias a esto, Miguel Angel nunca tiene dolores por malas posturas. De todas formas, dice, hay “gente que no es del ámbito, que dice ‘me paro y listo’”. “Y uno se da cuenta.”
Por lo general, confiesa, es un oficio bastante ingrato. “No escuchás el aplauso. Igual yo siempre imagino, me subo a la tarima y saludo al público. Y cuando termino, lo mismo. En la calle pones mucha más energía que la que pones en el escenario. Tienes que convocar a la gente. El público tiene que darse cuenta, acercarse, y tienes que lograr que te ponga la moneda”, explica. De todas formas, no se queja. Añora la calle, ahora que no trabaja tanto como cuando recién llegó. En el ‘98, su momento de más trabajo, hacía unos 150 pesos por sábado; hoy hace 80. Y de lunes a viernes, en Florida y Lavalle, entre 20 y 30 por día.
En la calle, Miguel Angel es Carlitos, sobre todo para el quiosquero, el lustra zapatos, sus vecinos. Un día Carlitos pasó una prueba profesional muy dura. Estaba parado, como siempre, con las rodillas semiabiertas y los talones unidos. “Entonces, vino una tipa por atrás y me agarró los huevos porque quería que me moviera. En el momento en que yo sentí la mano, hice un gesto de naturalidad, eh... –levanta las cejas y abre la boca, alargándola, sin pronunciar palabra– y la gente que estaba mirando se rió. Le seguí el juego, era una chica que siempre pasaba por ahí.” Su estatua tiene algo particular dentro de lo que es el estatuismo. “Estar quieto sin nada es malo, pero si estás quieto y pones algo de adentro la gente te va a dar más y te va a recordar más. Ser estatua es una forma de progresar, de seguir avanzando”, dice, pensando en su próximo espectáculo, también en la calle, también con Chaplin como protagonista, pero esta vez con movimiento.