Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
NO

todo x 1,99

Clara de noche
Convivir con virusBoleteríaCerrado
Abierto

Fmérides Truchas 

 Bonjour x Liniers

Ediciones anteriores

KIOSCO12

Jueves 8 de Marzo 2001

tapa
tapa del No

Fernando Ruiz Díaz, ex electricista, estrella de la década del 'oo

...con el rock, es muy fácil que te pierdas”

 

El energético guitarrista de Catupecu Machu da cuenta de su vida cotidiana: autos, salidas nocturnas, entrenamiento físico, bananas, filosofía barrial global. “Todos creen que no paro de drogarme”, dice con una sonrisa el crédito de Villa Luro. Que re-presenta –tal vez a su pesar– un nuevo modelo (no apologético de los excesos) de rocker seductor. Ese es él.

POR PABLO PLOTKIN

El Jeep Gladiator modelo ‘65, un robusto monstruito pick-up, ruge por las noches bajo las órdenes de Fernando Ruiz Díaz, amo y señor del volante. Es el hombre que parece estar siempre al borde de una sobredosis vitamínica, ardiendo como bengala en las discos, bramando a bordo de su camioneta, explotando sobre los escenarios en cada show de Catupecu Machu, su banda de toda la vida. “Todos creen que no paro de drogarme”, sonríe Fernando cuando llega al patio del lugar en que se crió, una casa de Villa Luro convertida en sala de ensayo y estudio de grabación del trío que amenaza inundar la década con su power pop. Es viernes a la tarde y un rebaño de nubes perezosas sobrevuela la General Paz. Después de correr un par de kilómetros, el Sr. Adrenalina se duchó, se cambió, y ahora está listo para empezar el fin de semana: sub-jopo rockabilly, lentes ahumados y una envidiable camisa fucsia –aparentemente extrapolada del vestuario de That ‘70s Show– que parece prometer grandes cosas para esta noche. Volvamos a eso de las drogas. Aparentemente, el estado de excitación natural del cantante y guitarrista lo convierte en el sospechoso químico número uno del nuevo rock argentino. “A nosotros nos gusta mucho salir. Y cuando salimos nos juntamos en la casa de un amigo, hacemos algunos tragos previos... Nos gusta el vino. Entonces salís y estás como están todos un sábado a la noche. Pero como vos sos un personaje conocido, resaltás más y estás doblemente en pedo. Aparte la gente tiene esa fantasía del rockero.”
–Bueno, es una fantasía históricamente fundada.
–Es cierto. En la mayoría de los casos, sí. Está bien. Cada cual tiene su medio de llegar a ciertos extremos y de divertirse a su manera. En el caso nuestro, cuando tocamos sólo tomamos agua. He tocado alguna vez con un par de copas de más y no pegaba una nota. La energía se saca de adentro. Es bastante relativo, igual. Me gusta el flamenco, y los gitanos no paran de tomar cocaína y whisky, y cuando tocan tienen una energía... Cada cual tiene su camino. Tampoco hago una bandera de eso. Lo que hacemos nosotros es muy físico, y el físico hay que cuidarlo. Corro, hago gimnasia. Cuando tu físico está fuerte, tu actitud ante todas las cosas está fuerte. Todos los artistas que me gustan tienen sobre el escenario una carga física importante: el cantante de Depeche Mode, Bowie, Iggy Pop, Korn, Deftones. Al principio me quedaba sin voz en el segundo tema, porque lo que más vivo me hace sentir son las cosas bien extremas. En este tiempo aprendí a regularlo: son dos horas de show en las que yo quiero que estén Júpiter, Marte, la Patagonia argentina y que se acabe el mundo ahí. Aprendí a regular la energía para que suceda eso a lo largo de dos horas, no en una canción.
Así que la hiperenergía de Catupecu tiene una carga aeróbica fundamental. Echando un vistazo al camarín del trío antes de un show, se los puede ver precalentando como boxeadores, ejercitando bíceps en una barra y llenándose los pulmones de aire como si fueran a cruzar un río sin asomar a la superficie. “Es como cuando despega un Hércules”, metaforiza Fernando. “Acelerar a fondo, meter un rebaje en un segundo en que se para el mundo, y levantar vuelo. Es como una olimpíada. El día del show, lo único que como son bananas, nueces y un poco de miel. Es algo muy divertido.”
No es que la rutina del cantante suponga un entrenamiento y dieta del todo disciplinados. Esto es rock’n’roll, después de todo. “Soy bastante desprolijo. En general no como carne, por ejemplo, porque tengo mis cuestiones, pero por ahí, si hay un asado, como. O me como un pancho. No tengo disciplina. Soy desordenado tanto para componer, escribir, para correr, para salir. Mis fines de semana son bastante salvajes, como decían Los Brujos. Tres días de andar por todos lados, saliendo, bailando y haciendo quilombo. Y después una semana de abstinencia. Está bueno que así sea.” “Se acerca un trago/ con un amigo/ destino justo/ venir aquí”. “Eso vive”, el nuevo postulante a hit de Cuentos Decapitados –el segundo (y mejor) álbum de estudio de la banda–, cuenta la pasión bolichera del autor. El tema tiene origen en las noches de jueves del Club 69, donde Javier Zucker “agrietaba el piso” con sus vinilos y Fernando veía venir los tragos mucho más adelante que sus portadores. “Toda la vida me gustó salir”, cuenta él. “Y cada vez me gusta más. Me gusta eso de arrancar y no saber dónde voy a terminar. Desde muy chicos tenemos esa cultura, desde antes que existiera Catupecu.”
Fernando era una especie de Isidoro Cañones en la Era de la Soja mucho antes de hacerse conocido. “Ya entrábamos gratis a todos lados y tomábamos tragos de favor. Siempre digo que, en nuestro caso, lo bueno es que todo lo que vivimos por ser... estrellas o seres humanos famosos, lo vivimos antes de Catupecu. A los 22 años yo me compré un auto 0 Km, salía a todos lados, mujeres ganaba igual –o más, porque ahora estoy de novio–. No me hizo falta Catupecu para eso. Y me di cuenta que si vos estás buscando fama, droga y mujeres con el rock, es muy fácil que te pierdas. Porque no mejora la situación: sólo te invitan a más fiestas, no te cobran algunas bebidas... Y está bueno. ¿Qué te voy a decir, que no? Nosotros no somos de los que reniegan de la fama. A su vez, nunca estuvimos en esto para ser famosos. Creo que, dentro del rock, mucha gente pierde el camino por eso. Todo lo que quisieras que te pase con un grupo, a nosotros nos pasó. Nos hicieron notas desde el principio sin jamás pedirlas, tocábamos en todos lados, llevábamos gente, fuimos independientes, nos contrató una multinacional, rotamos en MTV como locos. Y nunca nos interesó figurar por figurar. Lo más importante siempre es la música. Si el arte no excede al artista, no tiene valor. En Catupecu, el arte excede al artista.”
A los 16 años, poco después de haber descubierto el rock, Fernando empezó a trabajar como electricista. “Tenía mucho trabajo y ganaba más plata que ahora. De verdad. Porque acá no funciona como en Estados Unidos. Allá, una banda como Catupecu firma contrato por 50 millones de dólares. Pero está todo bien, ¿eh? Podría haber nacido en Biafra y no tener para comer. O haber nacido en la Puna de Atacama y que nunca existiera Catupecu. Está bien que así sea. Para quejarte vas a tener tiempo siempre. Las bandas se la pasan quejando: `no hay lugares para tocar’. ¿Y qué querés? Esto es rocanrol, papi. Si no, teñite el pelo, hacé fierros, dedicate a ser un cantante melódico y quizá te vaya bien. O no. Porque si te creés que ser Ricky Martin es fácil, te equivocás.”
A principios del ‘90, mientras su hermano Gabriel (bajista de Catupecu) ensayaba con una banda en el mismo lugar en que transcurre esta entrevista, Fernando empezaba a estudiar ingeniería eléctrica. Allí se reveló como un buen alumno hasta el tercer año de la carrera, momento en que vio en vivo a la banda de su hermanito, “alucinó” y concluyó preguntandose por qué carajo no estaba dedicándose seriamente a la guitarra. Decidió dejar de lado su oficio rentable de electricista (le lastimaba los dedos), abandonar la universidad y fundar Catupecu Machu junto a Gabriel y el baterista Marcelo Baraj (luego Actitud María Marta, actualmente en To Tus Toss), quien más tarde sería reemplazado por el púber Miguel, hoy rebautizado Abril. “Soy un ingeniero frustrado”, revela Fernando. “A su vez, no me hubiera gustado recibirme de ingeniero para ser gerente. Yo soñaba con diseñar grandes redes. Para mí el arte es uno solo, y ahí entra la ciencia, la publicidad... Cuando dejé la carrera, un amigo me explicó en qué consistía Análisis 3, la materia que yo había dejado. ‘Entrás en la quinta dimensión. Imaginate que empiezan a salir bichos del cuaderno, volando con música de Laurie Anderson’. Hay gente que cree que los números son fríos. Las pelotas. La vida es matemática. Tus actos se rigen por promedios y conclusiones matemáticas. La música es matemática. Y los momentos que pasé estudiando me sirvieron para la música.” Su fanatismo por los autos no consiste en tardes de domingo dedicadas al lavado meticuloso, ni pierde la cabeza cuando alguien apoya una lata de cerveza húmeda en el capó. “Siempre odié el colectivo, desde chico. El mundo es demasiado grande como para perder el tiempo esperando el colectivo y viajando una hora. Buenos Aires es tan grande y tiene tantos lugares alucinantes y tanta gente para visitar y tantas cosas para ver... Quiero que el viaje sea para mí. A los 22 años me pude comprar un Duna, después tuve una combi Volkswagen que estaba buenísima –el Catupecumóvil, que era un quilombo muy divertido, muy satánico–, y después me compré la Gladiator. Es un Jeep, que tiene una trompa muy vieja. La tengo toda rockeada.”
–¿Y conseguís repuestos?
–Sí, se consiguen, porque se fabricó acá. Igual hay cosas que ya no se venden, pero las conseguís en desarmaderos.
–¿A quién se la compraste?
–A un tipo trastornado que era diseñador, se fue a vivir a Estados Unidos y tuvo que venderla antes de irse. Mucha gente ve el auto como un lujo. Para mí es una necesidad. Si viajo en algo que no me dé autonomía me pongo mal. Mi hermano, por ejemplo, no es así. Le gusta viajar en colectivo hasta el centro, ir leyendo. Está loco. Llega hasta Costanera Sur, camina un rato y vuelve. A mí me gusta estar solo, a pesar de que tengo muchos amigos. Manejar es algo alucinante. Si vas en coche, la salida empieza desde que saliste de tu casa. Si tenés que esperar un colectivo, en cambio...
El tránsito del puente altera los sonidos de la apacible Yerbal. Fernando dobla la esquina, llega a su casa y un perrazo mimoso le empuja el pecho con las patas delanteras. Desde aquí podría diseñarse cierto romanticismo barrial, cosa que Catupecu Machu siempre prefirió evitar. “Vivo acá desde hace 28 años, pero en todos los barrios yo me siento de ese barrio. Nunca hicimos un culto de eso, porque el barrio no es más que el lugar donde vivís. Es como si hiciera un culto de ser argentino. El barrio está bueno para salir de ahí. Yo me siento tanto de Villa Luro como de San Juan y Boedo, el centro o Palermo. Prefiero pensar que el mundo es un gran barrio y que hay casas que todavía no conozco.”
De todo ese barrio planetario –una relectura no meditada de la aldea global–, Fernando está seguro de que su lugar preferido es Buenos Aires. “No creo que haya ciudad en el mundo como ésta. Es una ciudad muy completa. No estoy de acuerdo con eso que dice Fito: ‘Buenos Aires te falta mambo’. De hecho, a veces tengo que convencerme de no salir, porque Buenos Aires tiene agite todos los días. Los sábados en La Ideal, los jueves en el Podestá, los domingos a la mañana en el K2... Hay un mambo de la puta madre. Lo importante es ser contemporáneo todo el tiempo, como Bowie. Igual, lo digo con todo el respeto que me merece Fito: con él vibré con eso de ‘ya no pasa el tiempo, al menos para mí...’. Pero Buenos Aires es increíble, y lo bueno es que muta todo el tiempo. A principios de los ‘90 se vistió de tecno y el rock estaba en hibernación. Después resurgió el rock. Y esta etapa es fantástica: la misma gente que va a ver a Catupecu me la cruzo bailando en Pachá. Eso antes no pasaba. Es un momento muy rico, en el que todas las culturas se retroalimentan.”
La Gladiator está en el taller. No falta mucho para que caiga la noche y Fernando pela la primera de las dos bananas que masticará en sesenta segundos. “Esto no es un trabajo. Hago lo que me gusta”, comenta, antes de desechar las cáscaras y rescatar de la heladera un plato de fideos con kani-kama y especias. “Eso no quiere decir que sea fácil. Como dijo Lennon: ‘a ver si la gente se cree que esto es divertido’. Al contrario: sufrís un montón, todo lleva un esfuerzo tremendo y me cuesta mantener la voz en las giras. Pero está buenísimo.”

De qué hablamos cuando hablamos

De Catupecu Machu

Cuando los ‘90 se partían al medio, el nombre de Catupecu Machu empezó a zumbar como la nueva gran aparición del hardcore independiente porteño. Pero la cosa no era tan sencilla. Se sabía que sus shows eran terremotos, que los fans se sumaban a la banda en un mosh colectivo, y que iban por la decena de escenarios rotos a lo largo de su corta carrera. Mientras sacudían Cemento y las pintadas aparecían por todas partes –con el tremebundo slogan “¡a morir!”–, varias compañías multinacionales tocaron la puerta de la sala de Villa Luro para ofrecerles contrato de edición. Ellos consideraron las “seis” ofertas, rechazaron todas y decidieron publicar Dale! por su cuenta. Quedaba claro que la decisión no tenía que ver con convicciones filopolíticas: era una sencilla cuestión de cálculos. Lo que quedó claro, además, es que Catupecu Machu era un hueso duro de roer: una banda con potencia, velocidad, sensibilidad, difícilmente clasificable. En su discografía esencial convivían Metallica, Laurie Anderson, Depeche Mode, Smashing Pumpkins y David Bowie. Eran chicos de barrio, pero jamás dijeron “¡aguante Liniers!” ni nada por el estilo. Dos hermanos al frente –Fernando y Gabriel– y un fan que quería tocar punk -Miguel– que terminó haciéndose cargo de la batería, convirtiéndose en uno de los instrumentistas revelación del rock de este tiempo, y fundando luego su propia banda, Cuentos Borgeanos, en la que canta y toca guitarra. La siguiente decisión también fue curiosa, acorde con el espíritu del grupo: grabar un show y editarlo como segundo álbum. Así fue que salió ¡A Morir! –la frase insignia– que incluía una versión de “Héroes anónimos”, clásico cult del rock nacional de los ‘80. Una vez crecidos en público -lejos de los códigos de honor del rock chabón, pero también lejos de las coqueterías de la elite indie de Buenos Aires–, Catupecu firmó contrato con EMI y grabó su mejor disco: Cuentos Decapitados, el álbum con que se consuma la promesa. Las tormentas eléctricas, que se desataban de un modo bastante caótico hasta el momento, encuentran el equilibrio para redondear pequeños power hits como “Y lo que quiero es que pises sin el suelo”, “Perfectos cromosomas” y el hard-disco “Eso vive”. Si la curva creativa sigue en ascenso, Catupecu Machu probablemente entregue el rock fuerte más vivaz de los próximos años.