MARTA
DILLON
Estamos desayunando, con el lacónico paisaje del jardín
un día nublado frente a nuestros ojos, sin más sonido
que el de los gallos y las chicharras. Y sin embargo la violencia me
habita como una náusea.
Mi hija me cuenta lo que vio el día anterior, dice que entendió
algunas cosas entonces, no sé exactamente cuáles y me
da miedo preguntar. El diario está sobre la mesa y yo leo en
voz alta una nota sobre el motín en el instituto Agote, donde
se encierra a menores en conflicto con la ley. Leo para
destrabar el nudo en la garganta que dentro de la celda donde diez chicos
se encerraron y rompieron un vidrio para que se escuche su voz, y luego
se tiraron gases lacrimógenos de manera preventiva.
Que los chicos gritaban que había tres desmayados, que ya no
querían vivir hacinados, que exigían que se respete a
sus visitas. La violencia es una moneda de curso legal, lo dice una
funcionaria que desmayó a tres chicos, que seguramente fueron
violentados desde que nacieron, a quienes se violenta cada día
cuando se los obliga a dormir de a tres o cuatro en dos colchones. Quiero
vomitar. Mi hija, Naná, me dice que el día anterior vio
que venían lo que ella pensó que eran dos chicos, que
uno empujaba al otro. Después se dio cuenta que uno era policía,
y que el que venía adelante lloraba y caminaba esposado. Lo habían
levantado de esa cuadra de la calle Irala que se conoce como la villa.
Detrás de ellos venía un grupo de mujeres, una de ellas,
una chica, con un bebé en brazos, que gritaban que lo suelte,
que lo deje en paz. Estaba fumando marihuana, dijo el policía
mientras ajustaba las esposas con un tirón que hizo caer al chico
de rodillas. Las mujeres pedían por favor, la del bebé
en brazos se desesperaba, dejanos en paz, no jodemos a nadie,
yo también fumo. Naná y su amiga esperaron: Jessica
no entiende nada, me dice. Ella creía que las mujeres iban a
liberar al pibe, imaginate lo que les hubieran hecho. Naná, con
sus trece años, lo imagina, ella está segura de que sí
entiende. Entiende que la violencia es una moneda de curso legal y como
toda moneda se acumula en manos de los poderosos. Otras se gastan en
delitos desordenados, a veces como monedas que se arrojan a una fuente
de los deseos, a lo mejor esta vez es la última, a lo mejor esta
vez me salvo. En muchos casos esa vez es la última. Durante todo
el día del motín imaginé los gritos de los pibes
desde una ventana, gritos que se perdieron en el barrio de Palermo,
allí donde se reúnen los sensibles y los modernos, donde
un almohadón puede valer lo mismo que el sueldo mínimo
que seguramente los pibes del Agote nunca cobraron completo. Esas palabras
se suicidaron antes de llegar a algún oído. Esas voces
se apagaron con gases y algunos fueron llevados a otros escenarios para
que continúen las negociaciones. Nada se dice sobre lo
que van a negociar estos pibes. Qué tienen más que sus
cuerpos para entregar a cambio, cuerpos expropiados por el encierro.
La violencia me habita como una náusea, necesito vomitar.
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