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Jueves 22 de Marzo de 2001

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Cuatro historias de pibes de 25: vida, vida, vida...

Sebastián Cardero

Sebastián es, al menos desde que ocupa el privilegiado lugar de baterista de Los Piojos, Roger. Roger porque se parece –dicen sus nuevos compañeros– a Roger Taylor, el baterista de Queen. Sebastián nació el 24 de marzo de 1976, nada menos. “Un día jodido”, recuerda hoy. De padre contador y madre ama de casa, con dos hermanos varones (Fernando y Juan Pablo), el niño Sebastián creció entre Boedo y Caballito. Fue a la primaria en el San José de Calasanz, y dejó el secundario en tercer año porque quería dedicarse únicamente a la batería. Tenía 15 años. El amor empezó cuando descubrió a Kiss y aunque no le gustaba mucho la música de los rockeros maquillados, sí parecía subyugado por la imagen de los tipos y por la del baterista, Peter Criss, en especial. Pidió una batería. Se la compraron: era casi de juguete. “Pero con todas las partes de verdad. Al toque empecé a estudiar y no paré más.” La historia de Sebastián-baterista no es la del común de los bateristas de rock que arrancan por entusiasmo y continúan por intuición. Es un baterista académico: estudió desde los 7 años con profesores de esos que ponen avisos en los negocios del barrio y pudo completar su formación cuando entró a un colegio privado para cursar armonía y composición. En casa tocaba sobre discos de Los Beatles y Creedence, algo de los Stones. Pero de a poco iba participando en algunas bandas, la mayoría del barrio de Flores y con tipos que le llevaban varios años. Seguía estudiando, mientras. “Todo aquello fue muy interesante para mí. Me pasaba horas estudiando con la batería. Era lo que quería.” Comenzó a frecuentar a bateristas de formación y trayectoria. En ese camino conoció a Jorge Araujo, el baterista de Divididos, y el hombre que mencionó su nombre como opción segura cuando Los Piojos comenzaban a buscar el reemplazante de Daniel Buira. A través de Araujo, antes de eso, ya había conseguido trabajo: una banda de funk del Oeste con la que tocó durante dos años y de ahí –a través del saxofonista Pablo Rodríguez, actual Auténticos Decadentes– el contacto para acompañar a Horacio Fontova. Más tarde formó parte de la banda del guitarrista jazzero Luis Salinas. Hasta que surgió la posibilidad de tocar en Los Piojos. Lo cuenta él: “Me llamó Miki (Rodríguez) por teléfono. Jorge les había hablado de mí. Me acuerdo que Jorge me había dejado un mensaje en casa, yo no estaba. Fui a buscar los discos de la banda a lo de mi hermano, que es re-fana”. Eso sucedió hace exactamente un año. De ahí en más, la historia es un poco más conocida. Debutó con la banda argentina más convocante del 2000 en Santiago, Chile. De ahí el recorrido siguió por Santa Fe, Miami y Córdoba, para desembocar en la increíble seguidilla de siete Obras a pleno. Hoy, un año después de que toda esta historia hubo de comenzar, Sebastián ve cómo ha cambiado esta parte de su vida. Todo en 25 años.

Juan Pablo Sorín

Cuando se habla de amor por la pelota, hay que mirarlo a Juan Pablo Sorín: de pibe, solía llevar la suya hasta cuando se bañaba. Todavía se acuerda de la primera que tuvo, “una coloradita, con lunares” que le llegó a los dos años. Más tarde repasaba las lecciones de la escuela mientras le pegaba de zurda contra las paredes de su habitación. Alguien lo vio jugar en una plaza y lo llevó al club El Alba, que después lo canjeó ¡por catorce jugadores! a Parque, el semillero de Argentinos Juniors del cual salieron, también, Fernando Redondo y Esteban Cambiasso. En el Bicho, Juampi debutó en primera el 9 de septiembre de 1994, en un 0-0 contra San Lorenzo. “El partido fue malo, pero para mí fue espectacular. La cancha estaba hermosa, la pelota más linda que nunca y yo con unas ganas terribles de jugar”, recordó después.
Apenas sumaba algunos partidos, se consagró campeón mundial juvenil en Qatar, cuando vencieron 2-0 a Brasil en la final. En el ‘95 también se consagró en el Panamericano. Enseguida se fue a la Juventus de Italia, donde sólo jugó cinco partidos. Uno de ellos, sin embargo, fue la final de la Liga de Campeones de Europa (por eso es el único jugador argentino de la historia que ganó los máximos torneos europeos y sudamericanos). Al poco tiempo estaba de vuelta en la Argentina, reclutado para una de las campañas más memorables de la historia de River: Sorín y sus compañeros ganaron la Copa Libertadores de América del ‘96, fueron tricampeones locales durante el ‘96-’97 y se alzaron con la Supercopa del ‘97. En el ‘99, antes de irse a Brasil por diferencias con el técnico Ramón Díaz, volvió a festejar otro título con River.
Con el pelo corto, Juan Pablo fue uno de los preferidos de Passarella, pero el técnico no lo llevó al Mundial de Francia. Ahora su larga cabellera se destaca cuando pasa al ataque por sorpresa en la Selección de Bielsa y en el Cruzeiro de Belo Horizonte, donde ya festejó una Copa de Brasil y fue elegido mejor jugador extranjero del 2000. Si todo va como hasta ahora, seguro se calzará la celeste y blanca en Japón/Corea 2002.
Juampi ama la pelota, pero no es su único amor: es fanático de los Redondos desde que escuchó Oktubre por primera vez y está casado con Sol, la bella protagonista del video de “Avanti, morocha”, de los Caballeros de la Quema. Además estudió periodismo hasta que lo llamaron de la Selección Juvenil, escribió columnas en este suplemento y durante años condujo cada noche de lunes el programa “Tubo de ensayo”, por FM La Tribu. Aunque siempre detestó que lo llamaran “el intelectual del fútbol”, nunca se guardó sus opiniones sobre música, literatura o política. Y no le tembló la voz cuando dijo: “Menem perjudicó al país en sus nueve años de mandato. Además indultó a los asesinos de la dictadura”.

Paula Maroni

Paula nació en una casa sobre una calle circular, en esa zona de Caballito donde los pasajes se entreveran. Nació un mes y doce días después del golpe y vivió con su papá y su mamá en la casa de los abuelos paternos, el lugar del que fue y volvió cientos de veces como si diera vueltas a esa misma manzana sin esquinas. Su mamá es “ahora, finalmente, psicóloga”, una carrera que empezó en los 70 y terminó hace siete años. Madre e hija se veían poco y nada en los primeros años, apenas para cenar y dormir. Y Paula aprovechaba esos momentos: hasta los once durmió aferrada a la mano de su mamá. Una trabajaba todo el día, la otra pasaba el día entre la escuela y la casa de la abuela Enriqueta, una Madre de Plaza de Mayo con dos hijos desaparecidos, entre ellos el papá de Paula. “Siempre supe la historia, creo que en parte porque se lo llevaron mientras yo dormía a su lado, en mi cuna.” Los abuelos le dieron lo que ella llama “el marco normal”, algo que asociaba a tener “mamá, papá, hermanos y perro”. La abuela sostenía rutinas que le daban seguridad. Cada mañana, cerca de las diez, la abuela cruzaba la calle al mismo tiempo que Paula y sus compañeritos corrían hasta la reja que rodeaba la escuela a recibir el sanguchito que religiosamente alcanzaba Enriqueta. Una mañana “salimos todos corriendo y como siempre metimos la cara entre los barrotes”. Y sobre las paredes de la vereda de enfrente, la sorpresa: “Estaba toda la manzana pintada con leyendas tales como Enriqueta Maroni, Madre terrorista y cosas por el estilo”. No recuerda más que esa primera sensación, no sabe qué dijeron los demás. Para Paula fue natural. Tan natural como ir a la secundaria, hacer planes para cuando se recibiera de abogada y defendiera a las Madres y escuchar a los Rolling y a los Piojos y a Divididos cuando se juntaban a fumar en una plaza del barrio. Tan natural como preguntarle, a esa profesora de Literatura que dijo que los desaparecidos no existían, dónde estaba su padre, que se lo dijera, ya que sabía tanto. No hubo respuesta. Hubo sí el amor de un “negrito hermoso” con quien hizo el amor por primera vez a los 16 y soñó hasta los veinte, cuando ya llevaba dos años estudiando Derecho, aunque no le gustaba. “Es que la familia te ve peleadora y te dice que tenés que ser abogada. Y yo cumplía.” Ahora estudia Sociología, después de haber pasado la única depresión de su vida, cuando cumplió 22 y se dio cuenta de que estaba sobreviviendo a su padre. “Ya no podía ser el hombre protector que tanto había imaginado.” De algo se desprendió en esos seis meses en cama, y si bien ella considera la carrera como una herramienta de formación política, sigue buscando. No sabe bien qué, tal vez su lugar en el mundo. Algo que se parece mucho a su militancia en HIJOS y a estudiar teatro. Porque a los 25, a Paula todavía se le escapa un “cuando sea grande” del que no se avergüenza.

Guillermina Perot Mac donald

Guillermina volvió a anotarse en el Registro Civil a los 14 años. Guillermina Perot Mac donald dice ahora su documento y ella lo muestra como una bandera. “Me encanta cuando algún cana, algún funcionario me pregunta por qué tengo dos apellidos, porque puedo contar que me tuvo que inscribir mi abuela, después que secuestraran a mi papá del barrio de emergencia en el que vivíamos, cuando mi mamá era perseguida, y que me anotó, por seguridad, con su propio apellido, el de mi vieja”. Mostrando el documento Guille pone en la cara de quien pregunta una situación que hace nudos en la garganta, y si algo le gusta es provocar esa molestia. Por eso se acaba de recibir de profesora de escultura, porque quisiera “ubicar objetos en espacios públicos, para que intervengan, para que molesten, para que haya que rodearlos o acercarse”. No fue fácil optar por esa carrera. Al principio, el arte no le parecía “lo suficientemente combativo”. Eligió Filosofía, como una forma de desafiar el pensamiento dominante. Y se dio cuenta de que lo combativo no era una carrera u otra sino su actitud ante la vida. Inició el ingreso en la carrera pensando que no sabía dibujar, como un desafío. Tuvo su primera vez en el sexo para demostrarse que podía también relajarse y gozar y después festejó con sus amigas. Un día se subió a un trapecio y aprendió a volar. Una sola vez se sintió como un pollo mojado: fue cuando en la primaria le hicieron llenar una planilla; mientras le preguntaban por su mamá ya estaba sufriendo por la pregunta que seguía y cuando quisieron saber a qué se dedicaba papá, moqueando dijo que estaba desaparecido. Sus compañeras la rodearon y se enojaron, ¿cómo no lo había dicho antes? Guille se acuerda perfecto del inicio de la democracia, fue cuando sus tíos y tías recuperaron la libertad una mañana agitada en que ella miraba atónita como los ex presos políticos dejaban la cárcel con sus “baldes, perchas, televisores, sonrisas”. Cuando cumplió 25 y sintió que dejaba de ser adolescente, “es como que me sentí de alguna manera desprotegida o más cargada de responsabilidad”. Tiene un año más que su padre cuando lo desaparecieron. “Eso me dio otra distancia y también me permitió una mirada más crítica sobre él y su experiencia.” Ahora que encontró su particular lenguaje a través de la plástica se siente más segura, más “relajada”. Algo que no sentía desde la primera vez que se enamoró, a los 17. Entonces “no me cohibía, pero con los años me fui endureciendo, ahora me cuesta creer. Con el aniversario del golpe, se siente “flasheada”. Falta mucho por hacer, dice, a pesar de los años pasados. “Hay muchos vacíos que llenar y en eso estamos, creo que la lucha tiene que continuar y por eso también la fecha es importante. Pero hay que tener claro que el 24 es un día, pero a la vez, para mí, todos los días son el 24, el trabajo es cotidiano.”