MARTA
DILLON
Reiterada tendencia hacia la autodestrucción, palabras
más, palabras menos, eso fue lo que dijo un psicólogo,
en una mesa, en un congreso sobre Sida y Derecho. Estaba describiendo
las características típicas de un paciente con vih. En
la primera fila un grupo de ellos nos reímos entre dientes. No
es patrimonio nuestro en todo caso, es una tendencia bastante compartida
en la sociedad contemporánea; basta ver la lista de los accidentes
de tránsito. Sin embargo hay algo que me habla al oído
en esas afirmaciones. ¿Será la culpa? ¿Esa culpa
insistente que aparece como una vieja espina cada vez que me permito
olvidar algunas cosas? ¿Culpa por qué? ¿Será
esta sensación permanente de andar por la vida haciendo malabares
sobre una cuerda floja? Siempre caigo parada, pero sé perfectamente
que quien insiste en saltar al vacío termina rompiéndose
las piernas. Lo sé tan bien que me avergüenza repetírmelo,
¿cuánto tiempo más voy a caminar por la misma huella?
Ya no es lo mismo, me digo, ya sé que no me quiero morir. Pero
eso también es falso, nunca quise morirme, apenas jugar con el
límite, besar el hielo y sentir después cuánto
me arde la boca. Pero a veces el hielo está seco y la piel se
desgarra. A veces del límite no se puede volver. Yo no puedo
volver, es cierto, las pastillas habitarán mi cartera o mis bolsillos.
Siempre. Entonces, digo, le digo a Florencia, hay que encontrar el límite,
no soy de las que piensan que saltearse una toma es la muerte. Ni una
ni dos ni tres, esas son las veces que me salteo. ¿Será
la muerte? ¿Será que me estoy quitando años? No,
digo, yo ya sé que no me quiero morir. Pero últimamente
tampoco tengo ganas de mirar tan hondo. Mi médico me manda una
nota, me recuerda que de tanto en tanto debería ir a verlo, me
pregunta por la medicación. Lo estoy tratando en terapia, le
digo y se ríe. La vida es una negociación permanente.
yo no me quiero morir, pero tampoco quiero vivir mil años. Ni
cien, ni ochenta, ¿hasta cuándo seguiría la cuenta
regresiva?
Hay días en que me parece posible, incluso, dejar de tomar las
benditas pastillas. Quiero decir, no me gusta cómo me quedan
los pantalones y mucho menos me gusta mancharme la ropa interior porque
los intestinos no me responden. Y es fácil pensar que eso se
soluciona dejando las pastillas. Es fácil visualizar un enemigo
y apuntar, algún enemigo distinto de mí. Pero no hay enemigo,
sólo contradicciones y todas me habitan y llevan mi nombre. Ya
sé que no me quiero morir, pero eso es apenas el comienzo.
marta dillon
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