La hilera
de luces nos arrastra en la noche como rastros de piedras brillantes
que algún gigante dejó para señalar el camino de
vuelta. Y nosotras somos un poco como Hansel y Gretel, algo perdidas,
pero sujetas del brazo como única certeza. Está desierta
la noche en la costanera sur, está desierto el paseo, si le damos
la espalda, apenas sentimos la mordida de la ciudad sobre ese lugar
que alguna vez fue verde, y fue nuestro. Pero están ahí
todos esos edificios nuevos y un resplandor rojo, como de atardecer,
tiñe la capota de nubes. El desafío es caminar hasta el
principio de las luces. Y volver. Subir y bajar las escaleras hacia
la orilla de un agua que arrastra basura, restos de picnics, botellas
echadas sin ningún mensaje, sin destinatario. Nosotras llevamos
nuestra botella bajo la campera, un vino tinto que se deja besar y que
va de mano en mano. Tenemos también nuestras nostalgias y toda
una arquitectura de deseos que se levantan y se destruyen en pocas palabras.
Como fantasmas acuden a la escollera la imagen de mujeres de largas
polleras que alguna vez mojaron sus tobillos en el Río de la
Plata. El río que desde aquí ya no vemos. Es una noche
de duelos imprecisos, la noche del ningún lugar. Estamos en tránsito,
algo va a estar bueno, nos decimos, va a estar bueno. Algo estamos dejando
atrás, de diversos modos, por distintas razones. Y allá
vamos. Lanzamos el eco de nuestros pasos como ondas de radar, rebotan
lejos, entre la copa de árboles ahora iluminadas desde abajo,
una evolución de formas que se oscurecen en los bordes, como
el hongo de una explosión verde. Hay un intenso placer en esta
manera de estar a solas, de hurgar en las heridas, de resistir despiertas
a las pesadillas, que entiendo que de estas cosas se trata. No es el
vino, ni el lugar, nada de lo que fumamos, no hay nada fuera de lo que
pueda tomar que me conmueva tanto como para pensar que la vida es bella.
Es, en todo caso, cierta posibilidad de comunión, un enhebrarse
de ideas y palabras que unen las luces como a un collar de perlas, el
tiempo perdido, una carrera sobre las baldosas lisas como una mala parodia
de la libertad. A esto me refiero, pienso, mientras en mi cabeza insiste
alguna banda de sonido entre la tristeza y el abismo sentimental de
las almas, cuando hablo de gozar de lo que tenemos, de la voluntad de
seguir en el mundo, del destello del instante. Hablo de, por ejemplo,
seguir el rastro de las luces en una noche desierta, un par de amigas
que trajeron el vino escondido entre la ropa y el lugar del insomnio
aplazando las pesadillas.
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