Hay
días en que me cuesta enfrentar el espejo, ando arrastrando la
noche como a una piedra que llevo engrillada. Tengo la sensación
de haber perdido la rienda de mis miserias, de haber sido la bestia
que se devora en las sombras, demasiado ansiosa para esperar. Ahora
tengo que hacer un esfuerzo para desenredar la mata de mis pelos, quitarme
los restos, ponerme de pie. Como una adicta puede oler el perfume del
desborde, así reconozco haber transitado otra vez una vieja huella,
una cicatriz ahora más honda, la prueba de hasta dónde
he llegado. Es duro mirarse al espejo y no gustarse. No hablo de las
formas, hablo de esas marcas que imprimen ciertos actos, como destellos
que desearía que la memoria olvide. Y no lo hace. Y está
bien así. Al menos ahora no quiero arder ni desvanecerme, no
quiero estrellarme contra las paredes ni morir de amor. Quiero darme
un baño, limpiarme la cara, quitarme las esquirlas, ponerme a
trabajar. Por alguna razón, a veces desgasto los hilos de mis
redes, pero ya no estoy dispuesta a soltarlos. Tendré que ponerme
a tejer como una araña obrera, con saliva y con paciencia, enhebrar
el camino de vuelta con la conciencia de tener un destino, una trama
que conservar y recrear, un diseño que en definitiva construyo
todos los días. Un lugar donde instalar mi nido y que resista
a las tormentas. No soy una mala persona, pero quiero ser una buena.
No soy una mala persona pero arrastro a una niña caprichosa que
cada tanto reclama castigo, incapaz de hacerse cargo de todas sus decisiones.
Y sin embargo las tomo; y aun cuando dé manotazos en la oscuridad
y me ande tropezando con los obstáculos que yo misma dejé
en el piso, sigo caminando. Ya no quiero lamentarme, afronto las consecuencias.
Aunque no sé del todo de qué se trata, aunque me tome
más tiempo desenredar las razones que la maraña de mis
pelos. No tengo que ir más lejos esta vez, puedo escuchar las
señales de alerta, ponerle un bocado a la bestia de mis miserias,
darme un baño, limpiarme la cara y ponerme a trabajar.
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