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Jueves 30 de Agosto de 2001

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convivir con virus

Pocas situaciones más incómodas, aunque incómoda no es exactamente la palabra que necesito. ¿De terror? Tampoco hay por qué exagerar, aunque el miedo me haga temblar las mandíbulas. ¿De mierda? Probablemente, aunque todo depende del resultado. Quiero decir: una persona como yo conoce a alguien en un bar. Lo conoce después de hora, después de bailar por pura voluntad de animar la fiesta, después de tomarse unos tragos, después que esos tragos te ponen audaz, te dan calor, te dan ganas de mirarlo más francamente, que se dé cuenta de que hay una promesa y que esa promesa se cumpla. Te vas a dormir con ese alguien, te dormís tan tarde como las sustancias ingeridas lo permiten –cuando te permiten la bendición del sueño. En el medio dijiste unas cuantas palabras soeces, hiciste todo tipo de acrobacias, confesaste oscuras fantasías, pediste más y más. Luchaste cuerpo a cuerpo, eso sí, para que el muchacho del bar se ponga el forro, para que entienda que no, que ni la puntita ni un rato ni nunca, que entonces mejor no cogemos y nos dedicamos a otra cosa. Accede de mala gana y en el medio pregunta ¿te cuidás mucho? Y una persona como yo, por dentro, dice, en realidad estoy tratando de cuidarte a vos. Pero no lo dice en voz alta, no es el momento. Incluso piensa que no habrá tal momento y todo quedará en un después de hora. Pero ya le diste tu teléfono, él te dio el suyo y el teléfono que diste suena antes de lo pensado y él propone, y en realidad fue lo suficientemente divertido como para querer ver más y entonces llega la situación tan temida. Hay que decirle de qué se trata ser una persona como yo. Hay que decir por ejemplo, tengo vih. Entonces pasás el día buscando las palabras, imaginando qué hacer si te devuelven el cachetazo, si te obliga a pagar la cena porque de pronto el lugar frente a vos quedó vacío, si se mueren de pánico, si te dejan en tu casa después de cenar, amablemente, con educación pero con ganas de salir corriendo hacia el centro de detección más próximo de enfermedades infecciosas. ¿Lo decís antes o después de comer? ¿antes o después del vino? ¿En cuanto abre la puerta o antes de despedirse? De un momento las palabras se caen de la boca. La bomba estalla en medio de la mesa –en cuanto llega el vino, siempre es bueno un trago para bajar lo que se atraganta–. Y mirás y te das perfecta cuenta de la onda expansiva. Y te preparás para el golpe. Y el golpe llega como una caricia, un poco de sentido común y un chiste negro para desdramatizar la situación. Y entonces las piernas se aflojan y te querés quedar a vivir en su sonrisa. O al menos un rato. Decirle qué bueno y qué difícil es encontrar gente sensible e inteligente en este mundo de mierda y contestarle todas sus preguntas y ponerle el forro con cariño y dedicarse otra vez a las acrobacias o a cualquier cosa. No es una excepción, tampoco vamos a desmerecer a nadie, pero en la mayoría de los casos habían tenido tiempo de tomar la decisión sin que lo tenga que largar así, sobre una cena romántica. Fue una situación. Por suerte, fue.

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