Siempre que
nos juntamos, hablamos de amor. O de sexo, que no es lo mismo, pero
que acerca la ilusión de ser bella para otros ojos, y de detener
el tiempo y sus circunstancias y de inventar promesas que nadie hizo.
¿Cómo evitarlo? Seguramente antes o después nos
sentimos reinas de la noche, desplegando plumas y arneses como migajas
para guiar a los peregrinos a la fuente de nuestros favores. Nos hemos
desnudado en el extranjero, hemos dado albergue a los exiliados de todo
deseo, bulímicas devoradoras de la insatisfacción permanente,
amordazamos el dolor de cada día mezclando nuestras piernas con
otras. Y ahora nos miramos con una complicidad tejida de nostalgia como
viejas arañas que recorren su red reconociendo las trazas que
dejaron caminos conocidos. No hay ningún arrepentimiento en esta
historia compartida de guerreras heridas, en cambio sí un resto
de excitación por las aventuras que faltan. A pesar de los cuerpos
marcados por el descuido, por la soberbia, por la ansiedad, por el miedo
de perder esas miradas que creíamos nuestro mayor valor. Nos
juntamos y hablamos de amor porque el amor es una presa esquiva para
los cazadores. Porque tememos más que a nada seguir perdiendo
seguridades que es imposible retener porque no eran seguridades, porque
los cuerpos cambian irremediablemente con el tiempo, con la medicación,
con los excesos. Porque desnudarse ahora es enfrentarse, más
tarde o más temprano, al miedo en otros ojos, en esos ojos que
una desea como escultores de una ilusión tan antigua como, justamente,
el amor. Siempre llevo la voz del optimismo en nuestras conversaciones,
siempre creo que es posible y se lo digo, tal vez porque me he convertido
en domadora de mis propias ansiedades. He conocido tantos rechazos como
personas dispuestas a salvarme. Y seguramente porque ese amor esquivo
que se enreda en la dificultad de los preservativos, el pánico,
lo que se dice y lo que no se dice, el momento justo para las confesiones,
la mirada de los otros, los amigos, la familia, la incertidumbre de
los proyectos, el amor me toca con su estilete. ¿Habrá
sido porque dejé de buscarlo? No es verdad, el amor no se busca,
ni antes ni ahora. No es magia tampoco. En todo caso ese resto de audacia
que desprecia las amenazas del dolor posible, ese ánimo de aventura
que encuentra su mayor desafío en hacerse un ovillo en su costado,
respirar su olor, vibrar su latido. Y también alguna percepción
forjada en la experiencia que se pierde en la boca de quien no teme
decir lo que siente. ¿Y el miedo? El miedo sí, es una
larva en sus ojos y en los míos, que se desvanece cuando hacemos
cucharita, mientras el sueño cae sobre nosotros con la promesa
de lo que todavía no conocemos.
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