Finalmente sucedió: tras
el desmadre de la hiperinflación, llegó la estabilidad. Lo que siguió
fue otra historia, pero el desinfle de la híper fue, sin duda, una buena
noticia.
Por Julio
Nudler
LLa hiperinflación
era aquel estado de cosas en que resultaba más barato viajar en
taxi que en colectivo porque se pagaba al final. Cuando los australes
eran como ínfimos pagarés de muchos ceros, librados por
un Estado fundido. Pero en 1991 llegó la buena noticia que nadie,
y menos el periodismo, creyó: la inflación desaparecería
con la Convertibilidad. Lo que en realidad ocurrió fue que, a partir
de entonces, los precios se dividieron en tres bandos: los que siguieron
subiendo, de golpe o de a poco; los que permanecieron más o menos
igual, y los que empezaron a bajar. Como resultado, el promedio de todos
los precios creció todavía por un par de años, y
luego se quedó oscilando en torno de cero.
Pero algunos economistas comenzaron a reparar en que aquel primer grupo
de precios que seguían
subiendo correspondía a los bienes no transables, así
llamados porque no se exportan ni importan. Por ejemplo, el agua potable,
un corte de pelo o la llamada telefónica a una tía. En cambio,
los transables, como un microondas o una PC, se volvían
cada vez más baratos. Y a este fenómeno lo denominaron distorsión
de precios relativos. Este concepto servía para presagiar
que quienes producían bienes transables y entre cuyos costos
figuraban diversos bienes no transables corrían peligro de
fundirse por quedar fuera de competencia, mientras que los proveedores
de no transables se forrarían, sobre todo si se trataba de servicios
monopólicos, en los que no podían aparecer más oferentes
atraídos por el brillante negocio. Este era el caso de las privatizadas
empresas estatales de servicios públicos.
Así, la buena noticia de la estabilidad empezaba a mostrar un gesto
torvo. Un dólar barato, una economía desaprensivamente abierta
y un mal diseño de las privatizaciones, todo ello sazonado con
mucha corrupción y una alevosa ineficiencia del Estado, provocaban
un veloz aumento de la desocupación. El problema no se notó
al principio porque el solo hecho de que aminorara bruscamente la carrera
de precios provocó un aumento en el poder de compra de los salarios,
acentuado por la caída nominal en las tasas de interés,
que permitía adquirir bienes durables (heladeras, autos) con cuotas
mucho más bajas. Pero una vez absorbido ese benéfico impacto
inicial, el proscenio fue ganado por otras noticias: el cierre de plantas,
el endurecimiento de las condiciones laborales, la precarización.
Aun así era grato poder olvidarse de las pizarras cambiarias y
las deprimentes devaluaciones, o empezar a poder hablar por teléfono
después de años de incomunicación, y ver que todo
se modernizaba y que proliferaba la oferta de bienes, rompiendo el cautiverio
del consumidor. Inauguraban Puerto Madero, construían shoppings,
abrían un nuevo hotel internacional cada día, agregaban
decenas de canales al cable, rutas con peaje, estallaban el packaging,
el management, el marketing, la www. Las multinacionales, los hedge funds
y los investment banks entraban en tropel, comprando empresas y bancos,
arrancando a la Argentina dormida de su aletargado aislamiento.
¿Falló algo? ¿Por qué tanta decepción,
tanta violencia, tanta deuda impagable? No importa. En medio de los escombros
se yergue, innegable, el mausoleo de la inflación, la que sigue
siendo sólo una pesadilla del pasado. De su antiguo trono la expulsó
su antagónica, la deflación, una dama que siempre promete
mayores placeres a quienes saben esperar. Dejar para mañana, postergar
cualquier impulso, porque todo será más fácil y barato
después. En esa languidez, la economía va extinguiéndose
lentamente, como envuelta en el sopor.
Si nos fuese
dado volver a 1991, ¿despreciaríamos la buena noticia, preferiríamos
quedarnos con la inflación como mal conocido? Probablemente pensemos
que había mejores maneras de derrotarla, que no es razonable pagar
cualquier precio por evitar que los precios aumenten. Pero lo cierto es
que no nos es dado volver al 91, y que es preciso reconocer que
las escépticos de aquel momento se equivocaron. Aseguraban que
el plan estallaría en pocos meses, pero no estalló. Diez
años después hay por tanto algo para festejar, aunque la
celebración tenga lugar en un recinto rodeado de rejas y guardias
de seguridad, con temores de default y un país entumecido por la
recesión más larga de la historia, pero despierto por el
estruendo de los bombos y enloquecido por los cortes de ruta.
¿Las buenas noticias serán siempre así?
Peor
es nada
El estado de cosas en el
país es el mejor índice de que, especialmente en economía, a toda buena
noticia le correspondió una desilusión posterior.
Por Alfredo
Zaiat
La ilusión era que
el Plan Austral, en 1985, sirviera para dejar la crisis atrás.
Se frenó la inflación, se parió una nueva moneda
y el horizonte de grandeza que siempre espera a la Argentina estaba al
alcance de la mano. Era una buena noticia, que esperanzó a muchos
de que el primer gobierno democrático luego de la dictadura pudiera
encontrarle un rumbo a la economía. Fue una desilusión.
Al Austral le siguieron sucesivos programas, el australito, el Primavera,
que terminaron también en fracasos. El estallido fue el 6 de febrero
del 89, días después de otro, el asalto al Regimiento
Militar de La Tablada.
La hiperinflación
fue el saldo que dejó esa experiencia. Saqueos, extensión
de la pobreza a niveles inéditos para la Argentina y destrucción
masiva de puestos de trabajo. Quiebra del Estado, concentración
del ingreso y el poder financiero, marcando el compás de los movimientos
de los ministros. La híper, en definitiva, fue el mejor aliado
para el banco de pruebas del Plan B & B y de la Convertibilidad. Fue
el disciplinador social por excelencia para acompañar sin resistencia
la profunda reestructuración económicosocial de la
década menemista.
La ilusión era que la Revolución Productiva, en 1989, permitiera
superar la crisis dejada por la administración de Alfonsín.
Era una buena noticia. Salariazo y aliento a las actividades productivas
abrieron las puertas a expectativas. Duró poco. Más bien,
esa esperanza duró un suspiro. El Palacio de Hacienda fue concesionado
a Bunge & Born. La apuesta era entregar el manejo de la economía
al poder, al verdadero poder. El resultado fue desastroso. La segunda
hiperinflación barrió con ese programa, dejando el camino
despejado para el desembarco de Domingo Cavallo.
La ilusión era que la Convertibilidad, en 1991, fuera la herramienta
que pudiera sacar a la economía del pozo. Era una buena noticia.
Para muchos lo fue, en realidad, durante mucho más tiempo que los
anteriores planes. El espejismo del 1=1, que ciertamente todavía
continúa, provocó en su primera etapa un boom de consumo.
Esa fiesta, financiada con el ingreso de dinero fácil para comprar
empresas públicas y privadas, y para especular en la Bolsa, dejó
libre el escenario para la mayor liquidación de activos públicos
de la historia argentina. La apertura económica que provocó
la avalancha de importados, barriendo con gran parte de la industria local,
resultaba irrelevante durante el festín consumista. El votocuota
fue símbolo de esa etapa y parecía que la Argentina ingresaba,
por fin, a un ciclo de prosperidad.
Fue otra
desilusión. El saldo de esos diez años es llamativamente
similar al que dejaron los fallidos intentos de la década del 80.
Concentración, marginación social, desempleo creciente.
Un Estado hipotecado, pérdida de autonomía ante la insólita
extranjerización de la economía y el poder financiero no
ya sólo marcando el ritmo sino también el baile de los ministros.
La fantasía de mantener congelada la paridad cambiaria fue el compromiso
asumido por el Gobierno de la Alianza, en 1999, para no ahuyentar electores.
Para muchos, endeudados al fin, era una buena noticia. Pero ahora también
se sabe cuáles son los costos del experimento de la década
del 90, que se proyecta a estos días. La coexistencia de
dos países en uno, Belindia, mitad Bélgica, mitad India,
resume hoy a la Argentina cuando antes era una caracterización
de otros países de la región. Y un proceso recesivo que
ya se extiende a tres largos años y la economía al borde
de la bancarrota.
Ahora, Domingo Cavallo vino a ocupar el papel de salvador. La esperanza,
en el 2001, quedó en manos, paradójicamente, de uno de los
responsables de que todavía se aguarde una buena noticia, y que
sea duradera, en economía. De todos modos, nuevamente para muchos,
pero especialmente para un Gobierno desorientado, fue una buena noticia.
Sin embargo, pese a las sucesivas pálidas de estos años
vale aferrarse a la sabiduría de la bobe, que suele decir que siempre
se puede estar peor. Si es así, todo lo pasado en los últimos
14 años en la economía ha sido una buena noticia.
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