PLáSTICA
› EXPOSICION DE MARIO MERZ EN LA FUNDACION PROA
Los compromisos materiales
Uno de los grandes artistas contemporáneos, fundador del Arte Povera, presenta una muestra con obra “histórica” a la que se suman otras, hechas especialmente para la ocasión.
› Por Fabián Lebenglik
Las muestras de Mario Merz siempre resultan espacial y materialmente desconcertantes porque en la matriz del montaje de sus obras y de los materiales que utiliza, está el cuestionamiento a los modos tradicionales de exhibir aquello que las sociedad reconoce como obras de arte.
La muestra de la Fundación Proa, curada por el crítico italiano Danilo Eccher, está concebida para mostrar la obra de Merz por primera vez en el contexto sudamericano.
Se trata de un panorama retrospectivo breve pero muy intenso al que se suman obras mayores, producidas especialmente para la ocasión. Al visitar la muestra, dice Eccher con acierto, “la impresión inmediata no es la de estar visitando una exposición de obras de arte, sino de hallarse en medio de un paisaje”.
Merz nació en Milán en 1925. Pasó por la Facultad de Medicina y la abandonó para sumarse a la resistencia antifascista. Poco antes del fin de la guerra, fue encarcelado y allí se revela su inclinación artística. De manera precaria y sobre cualquier superficie, el incipiente artista plástico dibujó sobre todos los más diversos materiales que estuvieran a su alcance.
Para Merz, la asociación entre arte y libertad comenzó –en principio– no siendo una simple metáfora sino una verdad concreta –dibujar en la cárcel– que funcionaba sobre la base de términos idénticos.
A comienzos de la década del ‘50 comenzó a pintar óleos sobre tela y a mediados, presentó su primera exposición.
Diez años después incorporó los tubos de neón a su lenguaje artístico, utilizándolos como “sutura”, para perforar sus lonas y unir obras distintas, al tiempo que simbólicamente cargaba de energía (lumínica) sus trabajos.
Mario Merz integra la genealogía de artistas europeos que se dio a conocer en la segunda posguerra y especialmente se hizo célebre a partir del clima generado en Europa tras las revueltas parisinas de Mayo del ‘68. Su incubadora artística fue, sin embargo, la catástrofe de la guerra mundial y la consiguiente fractura social de la posguerra, que transformó a Italia violentamente, de una economía y una cultura agrarias, a una potencia industrial.
En 1968, alrededor del crítico y teórico del arte Germano Celant, se fundó el Arte Povera, con artistas como Mario Merz, Iannis Kounellis, Michelangelo Pistoletto, Mario Cerioli, Anselmo, Luciano Fabro, Marisa Merz y otros.
El núcleo fundador del Arte Povera sostiene que el arte debe estar necesariamente ligado a la vida. De modo que construyen sus respectivas obras con materiales cotidianos, introduciendo cualquier elemento ordinario porque la vida y el arte no se excluyen recíprocamente.
Germano Celant escribió que el Arte Povera “representa un enfoque del arte básicamente anticomercial, efímero, trivial y antiformal, cuya máxima preocupación son las cualidades físicas del medio y la mutabilidad de los materiales. Su importancia radica en el compromiso de los artistas con los materiales reales; con la realidad en su conjunto y en su intento de llegar a una forma de interpretación de esa realidad que, aunque sea difícil de entender, resulta sutil, cerebral, fugaz, privada, intensa”.
En sentido general, se niega a aceptar el concepto de “producto”, de “obra”, y a cambio ofrece no tanto el resultado de un proceso sino el propio proceso mientras está teniendo lugar.
Los artistas de esta tendencia se hacen preguntas muy básicas e inspiradoras: una de las primeras que se hizo Merz fue “¿Qué hacer?”, citando uno de los célebres exhortos de Lenin a sus camaradas. No es una pregunta retórica sino política. Y no solamente política sino también autorreflexiva y cuestionadora del mundo artístico y social. La obra de Merz ayudó a fundar el género de la instalación, basado en la relación poética de la obra, los materiales y el montaje, con la situación y el contexto específico de la muestra. Hoy aquella idea original generó una proliferación que en parte vació de sentido su impacto inicial, pero como se puede comprobar al visitar la muestra de la Fundación Proa, en Merz esa condición fundacional se sostiene a lo largo del tiempo.
Merz y los integrantes del Arte Povera comenzaron minando la noción de “cuadro” y en las consecuencias que el cuadro produce desde la perspectiva de la percepción, limitando –según ellos– al espectador. La obra de arte, sostienen, debe atravesar todos los géneros: dibujo, pintura, escultura, grabado y así siguiendo.
El “arte pobre”, por lo tanto usa lo cotidiano, lo vulgar y lo inesperado porque busca que los objetos dialoguen entre sí, con el espacio y con el público.
Desde fines de los años ‘60, el sello característico de Merz es el iglú: “Hice el iglú por tres motivos convergentes –explica el artista–: el primero, el abandono del plano como saliente o plano mural, por lo tanto, la idea de crear un espacio independiente del hecho de colgar cosas en la pared, o bien de descolgarlas de la pared y ponerlas sobre la mesa. Entonces surge la idea del iglú como idea de espacio absoluto en sí mismo. Porque no es modelado, es una semiesfera apoyada en el piso. A mí me interesaba que la semiesfera no fuese geométrica, a tal punto que la forma semiesférica creada por una estructura de metal estaba recubierta por bolsitas o pedazos de material informe como tierra, arcilla o vidrio... En el iglú no existen ángulos, no hay salientes, no hay líneas rectas. Es una casa pero al mismo tiempo es un lugar casi mágico que infunde un sentido de protección y que ciertamente despierta también sensaciones religiosas evocando de manera muy evidente la forma de la cúpula de las iglesias... En el iglú es como si el arte y la vida se fusionaran en una forma única. La única escultura posible es una auténtica casa”.
En la muestra hay un iglú histórico de 1969 –en la planta alta– y dos impresionantes iglúes actuales –en las salas de planta baja–: uno hecho con lajas de La Rioja y otro con recortes de vidrios. Este último es doble (un iglú dentro de otro) y está rodeado de haces de ramas secas, otro emblema de la obra de Merz. Las ramas y los vidrios juntos producen una combinación chirriante, basada en el contraste.
“En todos los trabajos de este período –dice Merz– es muy importante la idea de lo que se apoya: cada cosa está apoyada sobre otra, ésta es una continua idea mía. Para mí, un escrito se apoya en un pedazo de papel, es decir que el pedazo de papel no es intrínseco al escrito sino que el escrito se posa sobre el papel, y es por esto que ahora hago las proliferaciones de números, porque siento que el número está apoyado sobre algo, como sobre un muro continuo. Y si el número está apoyado, el muro es completamente independiente de aquello que se le coloca encima. La intersección se produce abandonando una cosa sobre otra y no atándola.”
En 1970, el artista comienza a utilizar la progresión numérica del matemático Leonardo Fibonacci (siglo XII), escrita en neón. El sabio pisano fue quien introdujo en Italia los números árabes. La progresión de Fibonacci consiste en una serie de cifras encadenadas, en donde cada número de la cadena resulta ser la suma de los dos números que lo anteceden –0, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55...–. Una matematización del arte como metáfora de otra progresión: la que dice que el futuro es el resultado del pasado más el presente.
(En la Fundación Proa, Avenida Pedro de Mendoza 1929, hasta fines de enero del 2003).