PLáSTICA
› PANORAMA ECONOMICO
Quién licua a quién
› Por Alfredo Zaiat
“Cuando yo era joven, la gente me llamaba jugador. Cuando aumentó la escala de mis operaciones, me llamaron especulador. Ahora me llaman banquero. Pero siempre me he dedicado a lo mismo.” Sir Ernest Cassell, autor de esa confesión, era el banquero del rey de Gran Bretaña y de Irlanda entre 1901 y 1910.
@Los principales bancos del sistema reclamaron, a fines de noviembre, poner fin a una sangría de depósitos, que a la vez alentaban, dando a luz el corralito. Fueron entidades extranjeras, acompañadas por nacionales, las que lideraron esa presión. Basta con elaborar el ranking de fuga de depósitos a noviembre, último dato disponible compilado por el Banco Central, para descubrir quiénes estaban sufriendo. De los ocho primeros de esa tabla de desesperación, seis eran del exterior, mientras que salvo uno, el resto de los nacionales privados registraban caídas promedio del sistema (20 por ciento) y los bancos públicos, por debajo de la media. A partir del cerco, dispuesto con celeridad por Domingo Cavallo, se precipitó una guerra de rumores en la city, impulsada por ciertos bancos extranjeros con el objetivo de recuperar depósitos de manos de los nacionales, públicos y privados. Para detener esa batalla se estrechó aún más el corralito impidiendo el traspaso de certificados de plazos fijos entre entidades. De esa forma, una vez más, el Estado bobo salió a cubrir los desaguisados de los banqueros, con las consecuencias que están a la vista. Primero el Banco Central financió la fuga de depósitos (19.846 millones) con reservas, otorgando redescuentos y pases a cambio de activos que ahora se han desvalorizado. Y luego estableció un dique a la fuga que los mismos bancos animaban. La banca extranjera fue abandonada por sus casas matrices, que no sólo cerraron sus líneas de asistencia, sino que a lo largo del año fueron rescatando fondos provistos a sus filiales. La nacional privada fue preservada por el Banco Central al riesgo de crear una crisis sistémica y la pública se enfrentó con sus históricas ineficiencias y manejos políticos, pero con una cierta mayor fidelidad de su clientela. Este proceso irresponsable y descontrolado deja como saldo que por varios años no habrá un sistema financiero que actúe fluidamente de intermediario entre ahorros del público y necesidades de créditos de empresas y particulares.
Han empezado a surgir diversas propuestas para salir del corralito, pero no deja de llamar la atención que no haya surgido una de carácter técnico, no política, desde lo que se denomina progresismo. El plan presentado por el ARI (armar un fiduciario con asistencia financiera de organismos internacionales y de los créditos de los principales deudores del sistema y con el recupero de esos préstamos ir devolviendo los depósitos) no da respuesta al caso de declaración de insolvencia de las empresas ante la imposibilidad de pagar los compromisos en dólares después de la devaluación. Esa historia terminaría con el Estado asumiendo los clavos empresarios y los costos de honrar los depósitos.
Especialistas del sistema financiero reconocen que a esta altura no se trata de encontrar soluciones generales para un sistema desquiciado, sino de pensar uno nuevo que permita a la economía salir de la ciénaga. En esa búsqueda no estaría mal dejar fuera del corralito a los extranjeros, cuyos voceros locales y del exterior han estado provocando en sentido que si se les permitiera ellos devolverían los depósitos. Sería interesante ver cómo responderían a ese desafío. Pero en ese juego deberían tener una limitación: tendrían prohibido transformar los certificados de plazos fijos en otros constituidos en filiales del exterior. Esa restricción sería para poner un freno a la fuga de capitales y, además, para que ese compromiso se verifique en billetes y no en meros asientos contables entre subsidiarias. Su obligación debería ser entregar el dinero o, si el ahorrista confía, renovar el depósito. Así, pocas aceptarían el convite. Para el resto de la banca privada, proponen que las soluciones deberían ser particulares. Algunos tendrían que cerrar; otros podrían mantenerse porque tienen espaldas financieras y unos pocos deberían ser auxiliados dependiendo de su situación patrimonial. La banca pública, evalúan expertos independientes, que no padeció en forma dramática la fuga, tiene la oportunidad de reestructurarse para ganar eficiencia y transformarse en proveedor de crédito, que será escaso, para recomponer la estructura económica.
Mientras no se defina las características de ese nuevo sistema, la plaza uruguaya se transformará en la receptora del ahorro argentino. Y en medio de esa confusión, avanza la pesificación, que libera a los bancos de devolver dólares a los depositantes y abre las puertas a una licuación de pasivos de las empresas. Licuación que tiene como actor nuevamente a Héctor Massuh, actual titular de la UIA, quien también tuvo su rol relevante en el ‘89, con el Plan Bonex, que siempre cerca de Domingo Cavallo, también alivió las finanzas de las empresas. La clase media será quien pagará los costos de esa pesificación, puesto que la inflación y la suba del dólar, pese al índice de actualización que se aplique, reducirá su capital. La banca, por su capacidad de lobby, rechaza hacerse cargo del costo. Los empresarios también ejercen presión para tener privilegios de licuación de pasivos, en detrimento de la clase media. La discusión debería pasar por la apropiación del excedente de la economía y la distribución de riqueza.
El economista Claudio Lozano apunta, en ese sentido, que se optó por poner el eje en una salida devaluatoria cuando la necesaria recuperación de la política cambiaria requería de un conjunto de pasos previos que permitieran retomar el control del proceso económico para luego estar en condiciones de gobernar el tipo de cambio. “La estrategia adoptada implica no discutir ya cómo se recomponen los ingresos de la población a efectos de inducir una estrategia reactivante, sino que la tarea es cómo evitar que los precios deterioren aún más los magros ingresos”. En otras palabras, la política económica pierde objetivos sociales de intervención en el ciclo económico para verse sometida al regresivo papel de un instrumento que busca un equilibrio entre ofertantes y demandantes de divisas.