CIENCIA › PABLO WRIGHT, ESPECIALISTA EN ANTROPOLOGíA VIAL
Los autos, el tránsito. El comportamiento de quienes conducen. Por qué lo hacen como lo hacen. Es la cultura vial, que estudia este investigador superior del Conicet. Las razones del individualismo al volante, el desapego por las normas, el machismo fierrero.
› Por Pablo Esteban
Manejar por las calles de microcentro es una actividad estresante. El enorme caudal de vehículos hace pensar en (viejos) nuevos modos de transportarse, pero ni los amables colectivos ni las saludables bicicletas resuelven el conflicto. Al caer la tarde los seres humanos exhiben sus dientes afilados y sus automóviles transpiran dosis variables de ansiedad, malhumor y tensión. Ni más ni menos que eso: bestias voraces que solo buscan conquistar su destino para sentirse a salvo mientras dure la noche. Desde la antropología, el espacio público puede definirse como un escenario donde emergen las individualidades y se personifica la ciudadanía. Signos que dirigen las coreografías de los transeúntes y de los automovilistas. Instinto, garra y superación. Quien se adapta sobrevive, pero ¿dónde están las modales? ¿Qué hay de la cortesía y de la solidaridad?
Pablo Wright es investigador superior del Conicet y director de la Sección Etnología del Instituto de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). En esta entrevista describe la cultura vial de los argentinos, propone ejemplos para imitar a fin de mejorar el sistema local y promueve la construcción de una perspectiva de género que conquiste el espacio urbano y las calles.
–Cuénteme acerca de su trayectoria. Leí que antes de estudiar antropología, le interesaba la astronomía…
–Exacto. De adolescente quería estudiar astronomía en la Universidad Nacional de La Plata. Me fascinaba la idea de observar las estrellas por telescopio. Una experiencia romántica. Recuerdo que todo marchaba muy bien hasta que revisé el programa de la carrera. Y, por supuesto, me encontré con números por todos lados y como no me gustaban debí descartar la posibilidad. Luego, otro sueño era estudiar las pirámides de Egipto, así que opté por la arqueología. Esta vez me inscribí pero hice el primer final de zoología y no me fue muy bien. Ese hecho tocó mi orgullo y, finalmente, me anoté en la Facultad de Filosofía y Letras para cursar antropología. Realmente, hasta 3° o 4° año no sabía muy bien de qué iba la carrera, pero luego me sentí muy cómodo a partir de la realización de etnografías. En ese sentido, un trabajo que hice con las poblaciones tobas en Chaco significó un verdadero punto de inflexión en mi vida.
–Y luego realizó sus estudios de posgrado en Estados Unidos.
–Sí, más tarde fui a estudiar la maestría y el doctorado en la Universidad de Temple (Filadelfia) con un profesor que era una especie de referencia internacional en el estudio de los tobas. Vivir un tiempo allí me cambió la perspectiva, tanto para lo cotidiano como para mi labor como investigador. Advertí las complejidades de la interculturalidad y comencé a ver cómo estaba organizada la sociedad en las calles, es decir, cómo las realidades del sistema productivo se percibían en la microescena de todos los días. Hallaba la presencia inmanente de un capitalismo posindustrial que enfatizaba las lógicas de lo impersonal y se diferenciaba del capitalismo periférico argentino.
–¿En qué por ejemplo?
–En décadas anteriores, ya llegaban las multas de tránsito por correo. Tuve que comenzar a objetivar mi cultura argentina de ambigüedad con las normas frente a un sistema de vigilancia impersonal totalmente distinto como era el estadounidense.
–Ahí fue cuando comenzó a analizar asuntos vinculados a la cultura vial.
–Sí, aunque todavía continuaba con mi tesis de doctorado sobre los tobas. Recuerdo que en aquel momento me apasionaba ver los carteles de tránsito e inmediatamente realizaba una antropología comparada respecto a los carteles argentinos que ya conocía. De a poco comencé a interiorizarme en asuntos más teóricos vinculados con los signos y los símbolos. Los modos de interpretación y las formas en que nos movemos como conductores o peatones.
–¿Y cómo son los argentinos en las calles?
–En principio, c. Por el contrario, aquí todo el tiempo se negocia cuerpo a cuerpo. Es decir, el que llega primero a una esquina es quien dobla. Tardé muchísimo en poder conceptualizar algunas de las prácticas que nos caracterizan cuando estamos en las calles, con el objetivo de analizar la actitud de los ciudadanos frente a los signos estatales. Somos una especie de librepensadores, muy individualistas, aunque hay un motivo histórico.
–¿Cuál?
–Existe cierta desconfianza frente al Estado y su capacidad para normativizar, de modo que preferimos actuar por nuestra cuenta. Esto genera una gran virtuosidad para realizar maniobras audaces, pero no tiene mucho sentido si en el balance general de accidentes y muertes los índices se incrementan anualmente.
–En esta línea sería correcto relativizar la premisa que indica que “manejar bien es hacerlo con velocidad”…
–Estoy de acuerdo. Si esa es la definición de virtuosidad no vale la pena ser tan virtuoso. Más vale manejar mediocre pero de forma más previsible. Nuestra cultura ciudadana no reconoce al otro, de modo que es difícil generar solidaridades más allá de los vínculos más próximos que son la familia y los amigos. Algo así como un espíritu colectivo de ciudadanía. Es necesario saber que integramos una comunidad y que cada maniobra arriesgada entorpece el juego de la calle.
–Si en Argentina la cultura vial presenta serios problemas, ¿qué país podría funcionar como un buen ejemplo para imitar?
–En Montevideo (Uruguay), por ejemplo, se respetan bastante los pasos de cebras sin semáforo. Cuando cruza un peatón los autos se frenan. Eso es el efecto de una política de Estado que genera una ciudadanía vial más responsable y solidaria.
–Desde esta perspectiva, ¿una mayor cantidad de semáforos equivale a un mejor funcionamiento del sistema?
–No, la represión como única vía no se traduce en buenos resultados. Pero sin dudas se requiere de una política integral del Estado mediante la ejecución de acciones de largo plazo.
–En concreto, ¿cómo realiza su investigación? Imagino que el trabajo de campo inherente al quehacer antropológico es central.
–Sí, por supuesto. Realizo etnografía vial. Pienso los hechos viales como hechos sociales. Esto quiere decir que si bien los actores somos individuales y tenemos agencia (capacidad de acción), el mapa, el imaginario vial y las coreografías urbanas son configuradas por un artefacto histórico. También contemplo el modo en que las representaciones sociales e históricas participan del proceso de socialización en el mundo vial. Todo comienza en la infancia.
–Es decir que las personas no se manejan como les place sino que siguen normas que aprenden a respetar desde pequeños.
–Sí, pienso que si bien existe cierto espacio para la agencia los individuos no cuentan con libertad absoluta para moverse. Existen normas interiorizadas y naturalizadas que siguen de cualquier modo. En definitiva, se trata de actores que aprenden a actuar en el escenario social.
–Por último, usted sostiene que la calle es un escenario del espacio público dominado por los hombres. Desde aquí, ¿cómo construir una perspectiva de género?
–El mundo de lo tecnológico, de las herramientas, de las maquinarias en Occidente es bien masculino como resultado de una producción y una reproducción histórica. Tanto es así que los talleres mecánicos funcionan como catedrales de la masculinidad. Existe toda una tradición cultural que enseña esos roles y la división de trabajo, por intermedio de la cual la calle y los vehículos pertenecen a los hombres. Se concibe tanto al vehículo como a la mujer como objetos de deseo. Por ello, en este marco, es muy importante que construyamos un nuevo enfoque. Existe toda una matriz de pensamiento que es necesario derribar. Lo mismo ocurre con aquella idea que postula que las mujeres manejan mal. Creo que ya es inútil sostener este tipo de premisas.
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