› Por Sandra Russo
Hubo una vez un matrimonio que formaron los escritores Sara Gallardo y Héctor A. Murena. Se encontraron y se quedaron juntos allá por el ’70, mutuamente deslumbrados por la sintonía del dolor existencial que padecían.
Ella no era solamente Gallardo; era además Drago y Mitre. La generación del ’80, que dibujó la forma ingrata de este país, corría por sus venas. El era un poeta y ensayista que no tenía raíces oligárquicas, pero era sobre todo un melancólico protagonista y testigo de la escena americana. “Ese es nuestro secreto de americanos, la herida que gotea lenta y dolorosamente, por la que se nos va nuestra vida: no tenemos historia, no tenemos padre.” Es una frase de El pecado original de América, acaso la obra por la que más se lo recuerda, escrita hace más de medio siglo.
Esa obra tuvo una base y un disparador, que fue el Sarmiento, de Ezequiel Martínez Estrada. Murena reconocía en Martínez Estrada a su maestro, pero al mismo tiempo, escribió, en tanto buen discípulo, se dedicó a desarmar los argumentos del maestro. Más allá de esos argumentos puntuales, que sería largo exponer, tal vez sea más eficaz, al servicio de esta nota, advertir que Martínez Estrada portaba un apellido que falseaba un linaje, como el de todas las oligarquías latinoamericanas.
Murena, que para un oligarca era un cualquiera, lo percibía. Los Estrada, los Gallardo, los Drago, los Mitre y tantos otros falseaban linajes inventados en episodios sangrientos, en descomunales atropellos a la condición humana. No había pasado el tiempo suficiente como para que los rastros de esos crímenes fueran borrados. América era un territorio, según Murena, acosado por un segundo pecado original. Aquí no habían venido, de otro lado, de Europa, los mejores. Aquí habían llegado los codiciosos, los inescrupulosos, los aventureros en busca de tierra y oro. Esa fue la materia prima moral de las clases dirigentes americanas. Antepasados sin freno para detenerse ante la canallada. Sólo a través de operaciones mentales complejas y del abuso del poder, sus descendientes convirtieron a aquellos originarios acumuladores de territorio y riqueza en próceres no sólo para ellos: los elevaron al podio de los próceres nacionales.
“El pecado original de los países americanos radica en el hecho de que fueron formados por seres que entregaban el alma a cambio del oro, y por seres sin alma a quienes sólo movía la voracidad. Todas las superestructuras que han surgido naturalmente sobre él, y las que hemos implementado para taparlo, llevan su impronta. Ese mal de formación, perpetuado por las superestructuras que rigen nuestras vidas, y actualizado constantemente –porque cada inmigrante que llega es un alma que compramos con nuestro trigo– representa la mácula originaria”, escribió Murena en sus Apéndices.
Sara Gallardo, antes de casarse con Murena, había estado casada con Luis Pico Estrada. Los apellidos de la oligarquía suelen tejer esas redes concéntricas que garantizan que los de afuera quedan afuera. ¿Pero qué hay adentro?
Al menos en el interior de esa mujer que recién ahora comienza a ser releída como una de las grandes escritoras de su tiempo, lo que había era horror. Extrañamiento y horror. Una mirada virgen sobre su propio entorno social y familiar la hizo capaz de escribir no sólo Los galgos, los galgos sino también la Historia de los galgos (una versión abreviada y furiosa), en la que el protagonista es un hombre, Julián. Un heredero. Un hombre que hereda tierra. El hijo de un terrateniente.
La prosa de Gallardo surge desde esa herida, la que describe quién fue su segundo esposo. Gallardo no entra en la trampa de su tremenda estirpe. No tiene estirpe. Julián, su personaje, tampoco. Lo que tiene es tierra. Lo que tiene es título de propiedad. Y tiene fobia. Quiere escapar. Hereda quinientas hectáreas que valen poco y va a conocer su reino. ¿En qué otro lugar del planeta, si no en este continente tan extenso y vacío, puede alguien recibir por herencia un reino sobre el que no tiene más derecho que el de una escritura arrancada dos o tres generaciones antes a fuerza de sangre y fuego?
Cuando Julián le cuenta a su mujer, Lisa, una pintora tan ajena a la danza de los apellidos selectos como el propio Murena, que han heredado el campo, ella grita:
–¡Somos dueños de un pedazo del planeta!
Julián se inquieta y no sabe por qué, pero está en lo correcto al inquietarse, porque no cualquiera está preparado para ser estanciero en un país como la Argentina. Después de varias horas de viaje en tren, Julián y Lisa llegan al campo.
–Pisamos tu tierra –dice Lisa.
Y Julián, en la voz del narrador, admite: “Y así descubrí que yo, el que llegaba, era el patrón”. Una frase genial, pasible de ser arrancada de la boca de un personaje de ficción escrito por una mujer con muchos apellidos y con una aplastante conciencia de que no es posible descubrir sin horror que el patrón es el que llega, y no el que vive en ella. Esa frase podría haber sido repetida infinidad de veces en América. “Yo, el que llega, soy el patrón.”
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Gallardo y Murena ya murieron. Pero me pregunto qué verían, qué escribirían, qué opinarían de este país en estos días, cuando después de un período de producción extraordinaria los autazos fenomenales cruzan las rutas, y la negativa a ceder algo de lo suyo hace a los dueños de la tierra, oligarcas o no, reinventar la vigencia de aquel segundo pecado original. El de la avaricia, el de la codicia, el de la ambición sin el tope ni la racionalidad que en otros continentes es de rigor si, además de la tierra y la riqueza, un sector privilegiado quiere también tener nación.
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