› Por Sandra Russo
Los hombres tienen más fuerza física. Quizás ésta, una de las diferencias inequívocas entre hombres y mujeres, haya sido la responsable de millones de destinos humanos, el disparador del aire comprimido que nos alteró la percepción, el tuétano del hueso que no dejamos de roer, como ratitas entrenadas. La fuerza física fue la que los llevó a ellos a cazar, mientras nosotras nos quedábamos a recolectar. Hoy, los hombres siguen yéndose y nosotras quedándonos. Es un chiste.
La fuerza física fue en aquel comienzo el atributo necesario para la supervivencia de la especie. Que las hembras fueran las que gestaran y parieran a la especie pudo valerles una mitad del poder. Pero no. Si uno lo piensa, el trato habría sido justo. Pero el trato fue injusto. El varón fue el narrador de la humanidad. Los varones nos han contado cómo sucedió todo, por qué, cuáles fueron los motivos, cuáles fueron los resultados y cuáles los argumentos. Casi todas las civilizaciones han dado por válida, siempre, la narración de los varones. Las mujeres hemos ido escuchando esa voz como si no hubiera otra, porque pasamos siglos y siglos de silencio, sin reivindicar siquiera el sonido de una voz propia. Necesariamente, cuando esa voz comenzó a hacerse audible, a principios del siglo XIX, fue una voz oprimida, rabiosa. La voz femenina que hizo cuña en la cultura fue primero una voz que cargaba con el peso de las que nunca hablaron. Cuando Virginia Woolf escribió sobre el cuarto propio, no sólo estaba reclamando la intimidad física necesaria para expandirse como sujeto. Estaba reclamando esencialmente la intimidad subjetiva imprescindible para tener juicio propio.
Hay un closet femenino. Así como hay un closet heterosexual. Los gays nos han enseñado muchísimo al respecto. Su emblemática “salida del closet”, con la angustia y los conflictos que supone enfrentarla, nos hablan a los heterosexuales de nuestros propios roperos, en los que hemos dejado, colgadas y descartadas, nuestras otras partes disponibles.
Hay un closet femenino. Allí todavía están, colgadas y descartadas, para muchas mujeres, algunas de las mejores partes de la feminidad. Hace apenas un siglo que somos criaturas con dos dedos de frente. Hasta entonces éramos algo así como chimpancés hembras, o mejor, personas con capacidades diferentes: sobre todo, capacidad de abnegación y de negación.
Ahora que somos sujetos y que el dinero ha reemplazado al dinosaurio, en estos tiempos en los que la fuerza física es un atributo degradado, presumimos que somos dueñas también de abrir nuestros roperos y vestirnos con lo que se nos dé la gana. Pero no, que lleva tiempo. Y una se enreda con una misma. Ahora que la fuerza de voluntad es tanto o más valorada que la fuerza física, las mujeres tenemos oportunidades magníficas. ¿Pero queremos oportunidades magníficas en términos profesionales o económicos? Muchas mujeres, en estos tiempos, están tan agobiadas que le llamarían “oportunidad magnífica” a poder romper en llanto en el hombro de un varón. Y ellos... antes nos abrían la puerta y ahora nos quitan el hombro. No hay nada que espante más a un varón argentino mayor de cuarenta años que una mujer que “lo necesite”.
Nosotras queremos a los varones. Hubo un par de generaciones que, la verdad, no los querían. Y cómo los iban a querer. Apenas se toma conciencia de que por el hecho de ser mujer una criatura de la especie humana ha sido sistemáticamente castigada en todas las culturas, eso da rabia. Muchísimas mujeres han vivido sus vidas con absolutamente todas las oportunidades recortadas y, sin embargo, al mismo tiempo vivieron de ese modo sin que se les ocurriera que algo raro, algo siniestro, algo tremendo pasaba.
Uno de los correos electrónicos con los que los ruralistas llamaban durante el paro a cacerolear decía que había que “poner en su lugar a esa simple mujer que se cree más de lo que es”. Tal cual. Pasmaba. Me lo reenvió, también azorada, Claudia Piñeyro, la autora de Las viudas de los jueves. Una escritora cuyo mayor logro, yo creo, es la fidelidad con la que ha captado una faceta de esa noia femenina, ese vacío atroz. “Una simple mujer que se cree más de lo que es” estaba, en el correo original, escrito en rojo. Subrayado. Quien lo haya decidido, quien haya optado por pintar esas once palabras con el color del rouge, de la sangre menstrual, de la protección contra la envidia, de los labios cuando desean, no tiene cuarto propio. Esa definición probablemente autorreferencial de quien concibe a la Presidenta como “una simple mujer que se cree más de lo que es” no hace más que repetir, como un eco bobo, seco, lo que nos han dicho siempre. La suficiente cantidad de siglos como para que ahora una mujer escriba eso sobre otra mujer.
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