› Por Leonardo Moledo
Yo, Galileo, florentino, de setenta años de edad (...) arrodillado ante vosotros, los Reverendísimos Señores Cardenales Inquisidores, luego de que me fuera intimado por el Santo Oficio...
“¿Qué tiene la ciencia con Dios?” se preguntaba José Pablo Feinmann en este mismo lugar, tal vez un poco atónito ante el costo del supercolisionador de partículas que se llevó consigo la friolera de 40 mil millones de euros y que estará dedicado a buscar el “bosón de Higgs”. La asociación de ideas se disparó por el hecho de que León Lederman (Premio Nobel de física en 1988 por haber encontrado el quark “top”) llamó al dichoso y esquivo bosón la “partícula divina” en un libro de divulgación.
En realidad, no parece que a esta altura del partido la ciencia tenga demasiados problemas con los dioses de las diversas religiones monoteístas, como no los tiene con Zeus o con Amón-Ra, aunque es posible que entre los científicos occidentales subsista cierta molestia y un, creo yo, justificado rencor asociado a las diversas persecuciones que sufrieron los científicos por parte del cristianismo, que van desde la quema de Giordano Bruno en 1600 en Campo dei Fiore, pasan por el juicio a Galileo (que tuvo, entre otros “efectos colaterales”, el que Descartes se abstuviera de publicar muchos de sus resultados) y siguen con el molesto papel de la Inquisición que hoy, con otro nombre, Congregación para la Defensa de la Fe (que el papa Ratzinger presidió durante mucho tiempo) se cansó de poner, sacar y volver a poner libros en el Index. Sin olvidar tampoco los problemas suscitados por la Teoría de la Evolución, que mueven todavía hoy a la extrema, reaccionaria y religiosa derecha norteamericana a pedir que se saque de los programas de estudio, a inventar “una ciencia cristiana” y el “diseño inteligente”.
...a efectos de que debería abandonar para siempre la falsa opinión de que el Sol se halla en el centro del mundo e inmóvil y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve...
La verdad es que, a la luz de la historia de los últimos 400 años, parecería que es dios quien tiene problemas con la ciencia, lo cual, dicho sea de paso, es bastante lógico: a pesar de que la mayoría de los científicos, por lo menos hasta el siglo XIX, fueron fieles creyentes (la gran excepción fue Darwin, que hacia el fin de su vida se proclamaba francamente ateo, aunque igualmente fue sepultado en la Abadía de Westminster), a medida que las teorías científicas avanzaban y se volvían más complejas, las habilidades divinas parecían diverger más y más del quehacer de los investigadores, por lo menos si uno se atiene a sus actividades en la Biblia: es muy difícil imaginarse a dios mezclado con neutrones, protones, quarks, chips o genes que, es de suponer, excederían por completo su capacidad. Bastante contento debería estar con que un científico se avenga a denominar “divina” a la partícula última de la naturaleza (si es que existe) del mismo modo que debería alegrarse de que la Historia del tiempo, el best seller de Hawking, termine diciendo que si tuviéramos una Teoría del Todo “podríamos leer la mente de Dios”. Esto es, de perdurar, aunque sólo sea como recuerdo, en la metáfora.
...con todo mi corazón y fe sincera abjuro, maldigo y detesto los predichos errores...
También ocurre que las teorías científicas actuales no muestran ninguna preocupación por ser coherentes con la religión, como sí lo hacían las de los siglos XVI, XVII y XVIII. Newton requería la acción divina para mantener siempre activa la fuerza de gravitación, Hutton –que sin embargo fue acusado de ateísmo– elaboró sus hipótesis geológicas justamente porque no aceptaba que un dios bondadoso pusiera en riesgo el futuro del planeta como, sostenía, lo hacían las teorías anteriores, y así. Esta honorable preocupación de coherencia religiosa desapareció hacia fines del siglo XIX, barrida en gran medida por la Teoría de la Evolución, que ofrece obstáculos insalvables al mito de la creación divina y no es raro que, por ejemplo, en los manuales que la Provincia de Buenos Aires está repartiendo en las escuelas, cuando se habla de las distintas concepciones sobre el Hombre (así, con mayúscula), no se mencione a Darwin, seguramente para no herir la fina sensibilidad de los colegios católicos. Ni se nombra a Freud, dicho sea de paso.
...y juro que en adelante no diré ni aseguraré verbalmente o por escrito nada capaz de propalar, más, sabiendo de alguna cosa herética o de persona sospechosa de herejías, lo denunciaré ante este Santo Oficio...
“La razón científica a menudo se arrogó el derecho de decidir de qué se puede estar seguro, relegando como indignas otras formas de conocimiento, y que la ciencia no ilumina”, decía el finado papa Juan Pablo II, en una carta dirigida a la reunión de la Amistad entre los Pueblos, reduciendo a la astronomía, la geología, la biología, la física, la química et caetera a la modesta función de una lamparita.
Lo cierto es que una de las derivaciones de la ya alicaída modernidad fue arrastrar a buena parte del pensamiento a posiciones anticientíficas y oscurantistas (con el viejo cuento de la multiplicidad y equivalencia de relatos). Posición peligrosa, en especial en un país “en vías de desarrollo”, para utilizar el elegante eufemismo, que necesita de la ciencia y de la técnica para salir adelante.
...Y en caso de que contravenga cualquiera de estas promesas o juramentos, me someto a todas las penas establecidas y promulgadas en los cánones sagrados y otras constituciones generales o particulares, contra tales delincuentes.
Galileo Galilei, 22 de junio de 1633.
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