Dom 22.09.2002

CONTRATAPA

Olores

› Por Juan Gelman

Un intenso olor a petróleo estará recorriendo la Primera Avenida de Manhattan entre las calles 45 y 46: provendrá de los pasillos del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que discute el tema Irak. Ninguno de los oradores lo menciona en sesión, todos pretenden que se trata de derrocar a Saddam Hussein o no, de quitarle las armas de destrucción masiva que tendría dejándolo en el puesto o no, de emitir o no una nueva resolución sobre Irak imponiéndole duras condiciones para el retorno de los inspectores de la ONU o no. Por debajo de esos discursos fluyen las reservas de oro negro iraquíes, las mayores del mundo después de las sauditas: 112 mil millones comprobados de barriles de crudo.
¿Qué le sucede a Rusia, tan comprometida con la “cruzada antiterrorista” de Bush hijo, que opina ahora que la aceptación por Irak de inspecciones de su territorio no condicionadas basta para evitarle la guerra a Hussein? ¿Y qué a Francia, otro de los cinco miembros del Consejo de Seguridad con derecho a veto, que subraya que la cuestión es desarmar a Hussein y no derribarlo? La respuesta surge nítida de las declaraciones que el ex director de la CIA James Woolsey formulara al Washington Post: “Francia y Rusia –dijo– tienen empresas e intereses petroleros en Irak. Habría que decirles que si prestan su ayuda para que Irak tenga un gobierno aceptable, haremos todo lo que podamos para garantizar que ese nuevo gobierno y las empresas estadounidenses trabajen de manera muy cercana con ellos. Si apuestan a Saddam, será difícil, en realidad imposible, convencer al nuevo gobierno iraquí de que trabaje con ellos”. Más claro, petróleo.
Hussein autorizó el retorno “sin restricciones” de los inspectores de la ONU y esta jugada descolocó a la Casa Blanca, que manejaba la disyuntiva inspecciones o guerra convencida de que Irak rechazaría el primer término. Especialmente después de haberse comprobado que eran ciertas las acusaciones del autócrata iraquí acerca de que EE.UU. había introducido agentes de la CIA en la misión internacional de inspectores que dejó Bagdad en l999. Ahora, por un lado, Bush hijo exige al Congreso que le otorgue sin dilación un cheque en blanco para lanzar fuerzas armadas contra Irak, y aumenta los bombardeos casi diarios sobre el país árabe desde la llamada zona libre de su espacio aéreo. Por el otro, presiona al Consejo de Seguridad a fin de que imponga a Hussein un elenco de condiciones prácticamente inaceptables para que los inspectores regresen. El periodista norteamericano Sheldon Richman ha propuesto que esa lista incluya, entre otras, las siguientes exigencias: que el pueblo iraquí coma cerdo, aunque sea a la fuerza; que los hombres se afeiten el bigote; que la lengua nacional sea el hebreo; que Hussein permita la secesión del norte kurdo y del sur shiita de Irak. Se podrían agregar otras obligaciones: que las mujeres iraquíes usen minifalda en la calle y practiquen el topless en la playa.
Bush hijo marcha a la guerra con inspectores o sin ellos, y crece el número de jefes militares –dentro y fuera del Pentágono– que predican la cautela ante las ideas de un ataque “preventivo” a Irak. Se ha instalado, al parecer, un cierto abismo entre quienes son veteranos de guerra y quienes “nunca dispararon un tiro con rabia (y) están corriendo resueltamente a la guerra”, señaló no hace mucho en Florida el general de “marines” Anthony Zinni, multicondecorado en Vietnam. El senador republicano Chuck Hagel, que sirvió en Vietnam y es miembro del Comité de Relaciones Exteriores de ese cuerpo legislativo, fue más tajante: “Muchos de los que quieren arrastrar a este país a una guerra y piensan que será rápida y fácil... nunca vieron cómo a los amigos les volaban la cabeza”.
Es cierto. El presidente Bush cumplió su pacífico servicio militar en la Guardia Nacional de Texas. El vicepresidente Dick Cheney recurrió a todo truco disponible para no vestir el uniforme y llegó a decir: “En los ‘60 tenía otras prioridades que el servicio militar”. El secretario de Defensa Donald Rumsfeld nunca fue al frente: se la pasó en las aulas de Princeton mientras sus coetáneos luchaban y morían en Vietnam. Ni los superhalcones Paul Wolfowitz y Douglas Feith, subsecretarios de Defensa, ni el influyente jefe de asesores de Cheney, Lewis Libby, participaron en guerra alguna que les tocara por edad.
El general Colin Powell, hoy secretario de Estado, expresó en su autobiografía My American Journey, publicada en 1995, el sentimiento que invade a estos veteranos ante estadistas que nunca olieron la pólvora y están empujando a Estados Unidos a un conflicto bélico de incalculables consecuencias: “Me enoja –dice– que tantos hijos de poderosos y bien colocados se las arreglaran con engaños para servir en las unidades de la Guardia Nacional y la reserva. De las muchas tragedias causadas por Vietnam, esta cruda discriminación de clase me golpea como la más dañina para el ideal de que todos los estadounidenses nacen iguales y deben la misma lealtad a su país”.
Esas son razones que el apetito de petróleo no escucha. En unos 100 años la industrialización agotó la mitad de las reservas conocidas de oro negro del mundo y EE.UU. no se caracteriza por tener muchas. Desde 1973 a la fecha, cada alza de los precios del crudo correspondió o precedió inmediatamente a una guerra. Se observa hoy por la amenaza de atacar a Irak. Esta vez el costo lo pagarán también los países desarrollados, EE.UU. incluido. Carlos Marx habló de la proletarización de las masas bajo el capitalismo. Bajo el neoliberalismo se asiste en muchos casos a su lumpenización.

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