› Por Eric Nepomuceno *
El pasado fin de semana tres jóvenes moradores de la favela del Morro da Providencia, en pleno centro de Río, fueron entregados por militares del Ejército a una banda rival, del vecino morro de la Mineira. Los militares actúan en la Providencia desde el pasado mes de diciembre para asegurar la implantación de un programa del gobierno federal destinado a mejorar la calidad de vida de sus moradores. Los tres aparecieron muertos en un basural en los suburbios. Un teniente, tres sargentos y siete soldados fueron denunciados a la Justicia. Es la primera vez que militares del Ejército son sorprendidos cuando entregaban moradores de una favela para ser juzgados y muertos por narcotraficantes de un grupo de otro morro. Hasta ahora, sólo se habían detectado casos de desvíos de armas y municiones de militares a traficantes. Se trata de un caso aislado, pero que abre una nueva –y pesada– amenaza a los habitantes de las favelas de la ciudad.
Desde hace poco más de año y medio, las favelas de Río de Janeiro son blanco de disputa entre narcotraficantes y milicias, grupos de policiales que, actuando por cuenta propia, los expulsan e imponen sus leyes, transformando la región en un negocio. Explotan el transporte local, la distribución de gas, la venta clandestina de conexiones ilegales de luz y televisión por cable, ofrecen protección a comerciantes. Cuentan con el respaldo de consejales y diputados estaduales, y a cada intento de represión reaccionan con muestras de poder que se traducen en el asesinato de algún comisario o el secuestro y tortura de periodistas. Cuando eso ocurre, como hace poco, la reacción de las autoridades es inocua. Al asesinato de un comisario siguieron algunas detenciones, pero sin afectar la estructura de poder y de acción de los milicianos. El secuestro y tortura de periodistas provocó una oleada de protestas de la prensa, pero la milicia siguió como antes.
La ciudad de Río de Janeiro tiene alrededor de seis millones de habitantes. En toda la ciudad existen unas 800 favelas, que abrigan a poco más de un millón y medio de personas y están distribuidas democráticamente por el mapa. En la dorada zona sur existen barrios elegantísimos –Leblon, Ipanema, Gávea– que cuentan con dos o tres favelas cada uno. Viven, lado a lado, la opulencia y la carencia, y la violencia es permanente. De esas favelas, alrededor de cien, todas viven bajo control de las milicias. Ninguna en la zona sur. Las milicias actúan básicamente en las favelas horizontales: en las otras, que crecen por los morros, los traficantes suelen establecerse en las alturas, en posiciones estratégicamente favorables para defenderse y defender su territorio. Invadirlas sería muy trabajoso.
Las favelas son de dos tipos: las verticales, construidas morro arriba, y las horizontales, terrenos planos, y que se sitúan básicamente en las zonas norte y oeste de la ciudad. Cidade de Deus es la más poblada y conocida de las horizontales. Esa es la única diferencia. Todo lo demás es igual. La casi totalidad de los habitantes de las favelas está formada por trabajadores, muchos venidos de otros estados, y que viven bajo una doble crueldad: son sometidos a las leyes brutales del narcotráfico o a la acción de una policía igualmente brutal, e invariablemente corrupta. Ahora se consolida una tercera vía: las milicias, que expulsan a los traficantes, dominan el espacio y casi no son molestadas por la policía, ya que se trata, al fin y al cabo, de colegas.
Ambos bandos imponen reglas que van del toque de queda y el exilio, a la ley del silencio. Son constantes las invasiones realizadas por grupos rivales interesados en ocupar espacios. Cuando eso ocurre, y ocurre a menudo, son noches de balaceras y mañanas con esquinas adornadas por marcas de tiros en las paredes y uno u otro cadáver a la intemperie, para servir de lección y advertencia.
Existe la policía formal, pero eso no significa otra cosa que una amenaza más. Cuando entra en una favela, actúa de manera perversa: todos los moradores son sospechosos, cualquier puerta puede ser tumbada a patadas, cualquier rostro puede ser destino de cachetadas y humillaciones, cualquier movimiento puede justificar un disparo. Los muertos son siempre culpables.
El habitante de una favela de Río nunca sabe a quién temer más, si a un criminal de civil o a uno uniformado. Los del tráfico suelen permanecer más tiempo. Los otros, los uniformados, vienen, atropellan, humillan, matan y se van.
El actual gobernador de Río de Janeiro, Sergio Cabral, ha lanzado una política que significa enviar a las favelas efectivos policiales especialmente truculentos, cuya acción registró un aumento de casi 40 por ciento en el número de muertos a lo largo de los últimos dos años. Los muertos, en la mayoría de los casos, eran ciudadanos comunes y corrientes, pero favelados, es decir, sospechosos. Mientras tanto, la acción de las milicias se extiende y se consolida.
Un programa financiado por el gobierno del presidente Lula da Silva prevé obras de estructura y urbanización en muchas favelas de Río. Sería la primera vez en más de dos décadas que se propone algo que no se limite a la pura represión policial, es decir, un programa de rescate social de la población. Precisamente en uno de los morros donde se implanta el programa el Ejército entregó tres jóvenes a los narcotraficantes. Los mandó a la muerte, sin contemplación.
Se espera que a las tres cruces que amenazan a los favelados –narcos, la policía disfrazada de milicia y la policía formal– no se sume una cuarta, la del Ejército como cómplice de los métodos de tráfico. Sería demasiado para los habitantes de esas amplias zonas de miseria, abandono y humillación incrustadas en la ciudad, que insisten en sobrevivir.
* Escritor y periodista brasileño. Su último libro es O massacre.
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