Lun 23.06.2008

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

La doctrina Mendieta

› Por Juan Sasturain

En diversos momentos de su azaroso devenir a lo largo del “poema telúrico” que por más de treinta años narró sus aventuras y registró sus (sobre todo verbales) entreveros, el indoblegable Inodoro Pereyra nos dejó algunos luminosos apotegmas, joyas del saber campero que testimonian la irónica sabiduría de su creador y ventrílocuo, el omnipresente Roberto Fontanarrosa.

Al respecto, suelen recordarse algunas de sus ejemplares definiciones para explicar nuestro por lo menos curioso, sin duda tragicómico, destino en el concierto de las naciones. Primero, aquella referencia a que “mientras otros hacen la historia a nosotros nos dejan la historieta” y, luego, más específicamente, y ya en plena especulación geopolítica, aquella otra memorable reflexión que culminó el habitual intercambio dialéctico con su insobornable ladero: “¿Usté ha oído hablar de la división internacional del trabajo, Mendieta? Bueno: a nosotros nos tocó hacer reír”. Recuerdo que alguna vez Horacio Verbitsky en este mismo diario utilizó la definición del Renegau como punto de partida para uno de sus devastadores análisis políticos a doble página. Extraordinario, Inodoro.

Pero hoy no quiero reiterar una vez más lo consabido, no voy a llamar la atención sobre la proverbial sabiduría del último avatar de la secuencia gaucha: Fierro-Vega-Moreira-Sombra-Covas-Pereyra. Quisiera que bajáramos la mirada al pie del héroe de calzoncillo cribao y pata al suelo, para reparar en Mendieta. Ese criollo definitivamente emperrao que al hacer uso de la palabra se convirtió ya en los años setenta en cómplice necesario y suficiente para tirar las paredes con que se construyó ese diálogo presocrático entablado en soledad de dos con Inodoro, ante la inmensidad de una pampa ancha y ajena.

En general, de todas las intervenciones verbales de Mendieta, toques impresionistas y devoluciones de primera para el remate del personaje estrella, la que ha recogido con unánime consenso la tradición y el fervor popular es una exclamación levemente transgresora: ¡Qué lo parió! Marca de fábrica y en el orillo de una asombrosa secuencia anterior o remate de una apreciación rotunda de Pereyra, el ¡Qué lo parió!, junto al casi franciscano ¡Animalito’e Dios! –con que suele comentar los más extraños despropósitos de sus más o menos congéneres– muestran a un Mendieta instalado en el sentido común menos soberbio, dispuesto siempre al asombro y con la mirada y el juicio abiertos y sin prejuicios.

Consecuente con las posturas de su compañero, Mendieta aparece sin embargo distante y diferenciado del jactancioso y escombrero Inodoro, siempre listo para la equívoca bravuconada y el desplante de gaucho malo que termina lindando con la chantada. Ya sea ante las lanzas erizadas de los bravos de Lloriqueo, la Autoridad en cualquiera de sus formas, las plagas reales o metafóricas o la atrevida bandada de loros, pesadilla de su bucólico retiro espiritual. El solidario Mendieta siempre conserva –y es la voz de– la cordura y el buen sentido.

Por eso, acaso no haya una exclamación o consejo que grafique mejor el papel de Mendieta en la economía (perdonando la palabra) del relato de Fontanarrosa que aquel ruego que formuló una vez hace tres décadas en circunstancias casi trágicas para la pareja heroica en territorio enemigo y que ha ido repitiendo en diferentes, risibles, grotescas, estúpidas, terribles ocasiones a lo largo de los años y de las aventuras o desventuras del Renagau: “Negociemos, don Inodoro” ha dicho. Sin temor al ridículo ni soberbia alguna, sin proponerle jamás a su compañero que se baje los lienzos ni suponer que sólo el otro se los bajará, la sabiduría de Mendieta –tan cerca del suelo– no propone otra cosa que una alternativa para salir de lo insostenible: negociar en el mejor (y único) sentido de la palabra. Es decir: estar dispuesto a ceder algo para poder acordar.

Supongamos que si este perro querido, único y extraordinario tomó una vez la palabra no fue para hablar al pedo. Digo yo.

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