Mar 24.06.2008

CONTRATAPA

El color que no bajó del cielo

› Por Noé Jitrik

En una película de la cual tuve noticias en México, la buena Libertad Lamarque –que dicho sea de paso debutó en el cine de ese país de la mano de Luis Buñuel–, estrella principal, ha padecido dramáticamente el abandono de que ha sido objeto por parte de su adorada hija; después de diversas temporadas de llanto le avisan que dicha hija está en un hospital; corre a verla y al llegar le informan que en realidad ha debido dar a luz y que lo ha hecho con toda felicidad. Transida de emoción, y asistida por una solícita vecina, va a ver al recién nacido que, sorpresa para el público, es un morenito oscuro. Gran desconcierto que Libertad supera diciéndole a su amiga esta inolvidable frase: “¿No es cierto que el negro es un bello color?”

¿Será el negro un color? Esa pregunta se presenta desde hace siglos pero no sólo en el campo de la pintura (todos los pintores saben que usar el negro es sumamente riesgoso) sino en el espinoso tema de las razas: en general se ha considerado –y eso creo que se llama racismo– que el negro de la piel de determinados seres humanos indica que pertenecen a una raza y que, por añadidura, como el blanco o rubio es probadamente un “bello color”, es ligeramente inferior a la blanca y aun a la amarilla. Razas, superiores o inferiores o más o menos, la calificación ha dado lugar a penosas situaciones, a sufrimientos indecibles, a instituciones como la abominable esclavitud.

Hay mucho escrito sobre eso, incluso acerca de lo repulsivo que resulta una aceptación de esas categorizaciones. Ya pocos se atreven, aunque lo sigan pensando, a manejarse con esa clase de nociones o calificaciones. Y serán menos todavía si un “hombre de color”, como dicen eufemísticamente algunos sociólogos, o “afroamericano”, como lo designan algunos correctos políticos, muy respetuosos de la identidad, llega a ser presidente de los Estados Unidos. Pero eso no quiere decir que la aplicación del adjetivo no tenga variantes igualmente racistas, por ejemplo, en nuestro medio, “morocho” y, aunque “negro” aplicado a un blanco, fue el caso del nunca olvidado “Negro Mercado” o del “Negro Fontanarrosa”, puede denotar cariño, no tiene el mismo alcance cuando se dice, de alguien que está en una posición inferior, “negro de mierda”, con perdón de tan dura expresión.

Empiezo a pensar que el uso denigrativo de “negro” es injusto respecto del “bello color”. El hecho de que la noche sea oscura no quiere decir necesariamente que sea siniestra pero, tal vez por eso mismo, se ha tendido a creer que lo negro es siniestro y, de ahí, a considerar siniestro a todo lo que sea negro hay un solo paso; así, la palabra melancolía, que pese a que suena bonito supone tristeza, abandono, proviene del griego “melanos” o sea negro; menos bonita es la palabra “melanoma”, ese terrible lunar negro, que encubre un peligro supremo, el mal absoluto está refugiado en ella; corrientemente, también, se califica como “negro” un futuro ominoso, contrapuesto, desde luego, a lo luminoso, “luz más luz” decía Goethe en su lecho de muerte. No se ha tenido en cuenta que la luz puede ser enceguecedora y que objetos de terrible muerte, como las bombas, vienen acompañadas de un resplandor que no implica nada bueno.

Por esa razón me está pareciendo que calificar ciertas formas de delito de “negras” no es correcto si, como sostenía Libertad, se trata de un bello color. Dos de ellas en particular: “mercado negro” y “tener empleados en negro”.

De la primera se puede decir, por lo menos, que si es un delito no necesariamente es negro, puesto que hay delitos peores que se denominan, por ejemplo, de “guante blanco”; más aún, en ocasiones ese modo de mercadeo ha sido una forma de defensa de ciertos de-samparados frente a las demasías de productores poderosos que, amparados por normas y reglamentos, especulan, determinan precios y, astutos, evaden impuestos y trampean con impunidad. Así, los consumidores son prisioneros de lo que impone el mercado. ¿Reivindicaremos por lo tanto el llamado “mercado negro”, como presunta zona de libertad y, en ese caso, lo de negro sería inapropiado?

Así, se ha visto, en medio del conflicto con el “campo”, que reconocidos y honestos distribuidores, que se reclaman de blancos, emiten facturas a precios mucho menores que los que les cobran a indefensos minoristas. Se está viendo, igualmente, que poderosos exportadores –blanquísimos– declaran mucho menos de lo que envían –y cobran– al exterior y, hábilmente, depositan en respetables bancos de otros países los excedentes, las diferencias: sienten que no pagar los impuestos correspondientes es una operación nívea, cuyos beneficios se merecen y que les confieren, por añadidura, una resplandeciente respetabilidad. ¿Cambian de color?

Designar también como “en negro” a trabajadores que no gozan de un contrato y, correlativamente, de una obra social como tampoco de los beneficios a la larga de la jubilación me parece un exceso semántico. La situación, que no cabe duda violenta muchos derechos, es tan grave, y tan difundida, sobre todo en el campo, en el trabajo doméstico y en los talleres clandestinos que hay en las ciudades, que más bien merecería otro color, el amarillo, de prevención, el rojo de urgencia, colores convocantes, y no el apacible negro que lo traga todo (como los pozos).

Sin embargo, hay una obstinación en atribuir ese color a tal penosa práctica cuya finalidad, no hay que ser un lince para verlo, es no pagar cargas sociales o sea no contribuir a lo que para una comunidad sana sería consolidar el presente y el futuro de sus miembros.

Me imagino, acaso sea un prejuicio, que ésta puede ser –lo digo con todo el respeto del caso– una explicación de esta difundida conducta que se liga, casi inevitablemente, tal vez yo esté incurriendo en una simple derivación lógica o una asociación por semejanza, con la vocación a no pagar impuestos, sean del tipo que sean, cualquiera sea la finalidad que haya tenido la imposición.

Respeto, igualmente, otra explicación que me dan cada vez que le pregunto a un acopiador, a un psicoanalista, a un médico, a un político, a un chacarero, a un narcotraficante, a un contrabandista, a un financista, a un verdulero o a un estanciero, por qué no pagan impuestos, no todos por supuesto; se dirá que, muy separados unos de otros por diversas y comprensibles razones, en eso están de acuerdo: como habría dicho Borges “no los une el amor sino el impuesto”.

Pero no falta quien argumente, con vehemente sinceridad y visión de futuro, que por qué tiene que pagar si el gobierno se lo va a robar. Ese sí que es un argumento fuerte; la única reserva que se puede hacer a esa profecía es que no se sabe bien cómo hacen los gobiernos para robarse el dinero de los impuestos que pagan todas esas personas: en cierta ocasión estuve cerca de un gobierno y no pude ver cómo se hacía para robar pero seguramente acopiadores, psicoanalistas, médicos, políticos, financistas, narcotraficantes, contrabandistas, chacareros, verduleros y estancieros, no todos por supuesto, lo han visto y por eso pueden sostener tan firmemente esa hipótesis, más todavía porque raras veces son pescados en falta y conminados dramáticamente a pagar lo que deben. Ese presunto gobierno ladrón no logra si no muy raramente atraparlos y meter su larga, pero impotente mano, en sus bolsillos.

De este modo, no pagar los impuestos sería un acto de justiciera y poética rebeldía que deja de lado, me parece, el hecho de que al no pagar lo que la ley impone el que no paga se convierte en un ladrón. Pero no creo que nadie, en esa posición, se sienta así, el rebelde es siempre un héroe, la causa de su dinero es tan sagrada como es profana la vulgar idea de que alguien, pero no él, tiene que pagar de alguna manera los semáforos, el relleno de los baches, la policía, las escuelas, las jubilaciones, los hospitales, el agua y tantas otras cosas cuya necesidad no se discute y que deben funcionar aunque él no contribuya a sostenerlas.

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