CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Una de las características principales de la publicidad televisiva actual es la excelencia creativa, el humor, la inteligencia. En general –y sin entrar en detalles–, desde hace bastante tiempo nos acordamos más y comentamos con mayor entusiasmo los avisos comerciales que los programas. La mayoría son más ingeniosos y sutiles. Incluso –como sucede con los avances de las películas– los avisos de programas de televisión son mejores largamente que los programas mismos.
Pero también cabe aclarar otra de las características de la mejor publicidad televisiva actual: es la casi segura imposibilidad de enterarse o al menos de recordar de qué producto se trata, qué es lo que nos quieren de vender. Y no debe ser un fenómeno ajeno al anterior.
Probablemente las virtudes y los defectos de los mejores avisos (que en sentido estricto, entonces, acaso no lo son) deben resultar indiscernibles, ser apenas las dos caras de una misma moneda: el camino indirecto de referencia y la digresión sistemática parecen ser atributos infaltables a la hora de imaginar algo nuevo en el campo creativo de la publicidad, con el consiguiente riesgo de eludir, escamotear el objeto. O incluso la marca misma. Porque siempre –por consigna tácita– se habla de otra cosa y cuanto mayor es la distancia del discurso utilizado respecto del objeto/marca a publicitar, mayor es el desafío para la proeza final, mayor la voltereta creativa que (mal o bien) los asocia.
Lo que resulta de esto es que uno (mentalmente) compra. Pero lo que compra no es el puto coche, la bebida embebida en nada o el celular bilingüe sino el aviso mismo, acaso el actor, el intuido director creativo, la idea loca, el chiste, la minita, la breve historia tan bien contada.
Ya sé que son todas obviedades. Pero es que a veces, como ahora por ejemplo, con los Juegos Olímpicos, un momento en que “necesariamente” reaparecen las banderitas y las apelaciones nacionales con alcohol, tarjetas de crédito y zapatillas incorporadas en el mensaje vendedor desde los lugares más insólitos, recrudece la sensación de esquizofrenia, de profundo sinsentido: ¿qué carajo se vende? Quiero decir: ¿qué vende un aviso que apela a la Argentina/los argentinos/lo argentino?
Dejemos de lado los ocasionales y vayamos a los avisadores casi orgánicos que trafican banderas y colores. Una sensación es que el sponsor –categoría de supuesto privilegio o noble procerato– además de venderse a sí mismo se vende como auspiciante y comprador y consumidor consecuente, a su vez, de una marca que él mismo, el sponsor, recomienda: Argentina.
¿Qué es la Argentina que vende/compra el sponsor? ¿Una nación, un país, un mercado, un territorio de caza, una manga de boludos, un paisaje debidamente seleccionado y acondicionado? Y ese producto que compran/venden/auspician los sponsors, ¿en qué se diferencia de la patria propietaria de la derecha argentina? ¿Y de la de las banderitas que reparte Radio 10 y hacen flamear los taxistas porteños?
La sensación es que cada uno, cada sector –podemos incluir al gobierno de turno– arma un aviso creativo a su medida, una historia más o menos ingeniosa en la que cada uno se incluye para que se sepa que está ahí, que es quien pasa/inventa el aviso. Y que vende y recomienda (porque antes ha comprado) algo que se llama Argentina/los argentinos/lo argentino.
Como en el viejo chiste acerca de Dios y la publicidad, quiero que se me permita –sorprendido– reconocer el mérito de aquellos más o menos cínicos que son capaces de intentar vender un supuestamente bello y amado producto que nadie ha visto funcionando, no se sabe bien para qué sirve, ni parece que haya quien quiera comprar.
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