CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
En pocas semanas se cumplirán, más precisamente entre el 6 y el 13 de diciembre, según el meticuloso investigador y biógrafo Richard Layman, ochenta años del asesinato de Miles Archer en las cercanías del Barrio Chino de San Francisco, California. El cadáver del investigador privado apareció en la madrugada tras la cerca rota que cerraba Burrit Street, un empinado callejón –poco más que un pasillo sin salida– ubicado justo donde Bush Street pasa por encima, hace puente sobre Stockton Street. Le habían disparado a quemarropa en la vereda de Stockton y el robusto detective había caído hacia atrás, rompiendo la verja y rodando callejón abajo. Hacía frío esa neblinosa noche del invierno de 1928 y los policías, iluminados con sus linternas, encontraron el arma, un Webley-Fosbery automático calibre 38 de ocho tiros, en el barro del mismo callejón. Faltaba sólo una bala, la que estaba alojada en el abrigado corazón de Miles Archer.
Si uno va ahora a San Francisco y pasa por ahí verá que sobre la pared revocada de la esquina del callejón, debajo del cartel con el nombre de la calle Burrit, han puesto una placa de bronce que dice textualmente en cinco líneas: Aproximadamente en este lugar, Miles Archer, socio de Sam Spade, fue muerto por Brigid O’Shaughnessy. En otro libro –no en el Layman sino en uno de William Nolan, otro biógrafo e investigador– hay una fotografía de esta placa. Es algo extraordinario y deplorable a la vez. Extraordinario, porque Miles Archer nunca existió; y deplorable porque si hay algo que no se debería decir (ni escribir) nunca respecto de un asesinato, es quién fue que lo cometió. El escritor Dashiell Hammett y su detective Sam Spade se tomaron veinte capítulos y más de doscientas páginas para revelarlo en una escena memorable que el novato John Huston supo poner en pantalla una década larga después, en el clásico de 1941, con una pareja por entonces tan improvisada y de segunda como él: el mejor Bogart como Spade y la insufrible Mary Astor jamás a la altura de su Brigid. Por suerte están –además de la novela extraordinaria y el guión ajustado– los ojos del Peter Lorre, el excesivo gordo Sydney Greenstreet y el fugaz Elisha Cook en los secundarios de lujo. Y en cuanto a Miles Archer, un personaje mediocre, desagradable, que sólo dice cuatro (4) frases reveladoras en la primera escena de la novela y muere en el primer párrafo del segundo capítulo, sólo cabe decir que pocos personajes en la historia del cine –el intrascendente Jerome Cowan le puso la cara, el cuerpo y la voz en la película– y de la literatura han tenido su suerte a la hora de trascender. Es que todos sabemos quién fue Miles Archer, porque fue el cadáver disparador de uno de los mejores relatos de la historia del género policial, El halcón maltés, una obra maestra que estaba más cerca de Hemingway que de los enigmas o tiroteos habituales. Eso era, simplemente, literatura.
Dashiell Hammett publicó ésta, su tercera novela luego de Cosecha roja y La maldición de los Dain, en 1930, tras serializarla, como las anteriores, en el pulp Black Mask. Entonces abandonó San Francisco y se fue a Nueva York. Tenía 35 años y de golpe se hizo famoso y ganó mucho dinero. Al año siguiente aparecería La llave de cristal, su otra obra maestra. Y hacia 1934 conseguiría terminar El hombre flaco, más complicada que compleja. Después, poco y nada más, literariamente hablando. Ya había dado todo lo que tenía que decir y encontrado la manera de poder decirlo como nadie. Vivió hasta 1961, quebrado y sin quebrarse.
Alguna vez el mismo Hammett dijo que El halcón maltés era, de algún modo, una trasposición de Las plumas de la paloma, una de las novelas tardías y más elaboradas técnicamente de Henry James. No necesita referencias tan canónicas para ser lo que es. Pero es lindo de pensar. La ambigüedad moral, el juego de esquivas lealtades, la tensión entre azar y necesidad y ese halcón ilusorio tras el que todos corren, hecho de la sustancia de que están hechos los sueños.
A ochenta años de la muerte del mediocre Miles Archer, los lectores agradecidos se siguen asomando a la verja derribada para ver el cadáver en el callejón.
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