› Por Juan Forn
El 24 de julio de 1927 Ryunosuke Akutagawa inauguró una tendencia en Japón que se prolongó durante casi una década. Tres días antes, y sin saber nada de ese propósito, su compadre Kawabata lo acompañó al distrito de Asakusa en Tokio, a elegir una prostituta. A Kawabata le sorprendió un poco ver que su excéntrico amigo llevaba el rostro maquillado de blanco, pero más lo sorprendió que ninguna prostituta quisiera irse con él, a pesar de que era un cliente muy apreciado. Hasta que oyó los cuchicheos de las muchachas: creían que Akutagawa era un fantasma. Tres días después se hacía realidad aquel diagnóstico: Akutagawa había calculado cuidadosamente la dosis de veronal para que su cadáver luciera plácido, tal como en los días anteriores empezó a blanquearse la cara para que la gente se fuera acostumbrando a verlo muerto.
Pocos días después una parejita de estudiantes a quienes sus padres habían prohibido casarse fueron vistos por los pasillos de la Universidad de Ueno con los rostros maquillados de blanco. A todos los que preguntaban adónde iban así les contestaron que al volcán Oshima, situado en una de las islas frente a la Prefectura de Tokio. La pareja llevó a un testigo que hiciera saber al mundo su decisión: saltar juntos al cráter del volcán. La noticia apareció en todos los diarios, inspiró una popular canción (“Amor consumado en las alturas”) y una práctica aun más popular: en el curso de los ocho años siguientes, más de mil jóvenes víctimas de mal de amores se lanzaron al cráter humeante del volcán Oshima, con el rostro maquillado de blanco y acompañados de un testigo que diera fe de su acto postrero.
La cifra fue dada a conocer por el periódico sensacionalista Yomiuri Shinbun que, a fines de 1935, envió dos reporteros con máscaras antigás y trajes antiflama a internarse en el cráter. Uno de ellos llegó hasta los veinte metros, pero el calor lo obligó a desistir. En su descenso afirmó no haber visto ningún cadáver. Las autoridades municipales sostuvieron entonces que los suicidios del volcán eran una leyenda urbana hasta que otro periódico, el Yokohama Mainichi, envió un equipo más preparado a investigar: un reportero y un fotógrafo descendieron en una góndola unida con cables de acero a una grúa. Llegaron hasta los cuarenta metros de profundidad y volvieron con fotos de dos cadáveres aparentemente masculinos. El alcalde de Tokio ordenó entonces que se vallara el perímetro del volcán y se prohibiera el paso. Pero no fue esa medida la que interrumpió la Temporada de los Suicidios Blancos.
En mayo de 1936, una mujer llamada Abe Sada ocupó la primera plana de los diarios cuando fue atrapada por la policía en una posada cercana al volcán Oshima, luego de vagar por las calles de Tokio durante cuarenta y ocho horas con los órganos genitales de su amante envueltos en papel de diario. Abe y su amante y patrón Kichi Ishida habían sido vistos juntos por última vez registrándose en un hotel por horas de Arakawa. En su declaración a la policía, Abe Sada dijo que había estrangulado a su amante en el clímax del coito, y luego de cortarle los genitales había dejado escrito con sangre sobre el pecho del muerto las palabras Abe y Kichi unidos para siempre. Cuando se le preguntó por qué no se había librado de los genitales, Abe contestó: “No hubiera podido llevarme su cabeza y quería conservar conmigo la parte de él que me dio los mejores recuerdos”.
Todo Japón siguió el juicio por la prensa. Para sorpresa de muchos, Abe Sada recibió seis años de prisión, no la pena máxima que ella misma había pedido. De hecho, cuando fue capturada por la policía, estaba con el rostro pintado enteramente de blanco y se disponía a sortear el vallado municipal y ascender el volcán Oshima para inmolarse en su cráter. La cobertura de prensa que recibió todo el suceso fue tan grande que el volcán quedó indeleblemente unido a la mórbida figura de Abe Sada y nadie más intentó suicidarse allí (paradojas de la vida: cuarenta años después, la historia de Abe Sada se convertiría en la celebérrima película erótica El imperio de los sentidos, dirigida por Nagisa Oshima).
En cuanto a la verdadera Abe Sada, en 1947 reapareció en Tokio como camarera de un famoso bar de lúmpenes llamado Hoshikikusui. Aunque en 1952 se publicó en Japón un libro titulado Las confesiones eróticas de Abe Sada, que vendió más de cien mil ejemplares, ella no recibió ni un yen. Siguió trabajando de camarera (y atrayendo a curiosos y morbosos) hasta que murió de vieja en 1970. A lo largo de esas dos décadas, siempre atendió con un cuchillo enfundado en la cintura y cada vez que le preguntaban si era cierto el rumor que decía que el pene de Ishida era de tamaño extraordinario, ella reía con su risa sin dientes y contestaba: “No. Era más bien pequeño. El tamaño no importa. Y la técnica tampoco. Lo único que importa es las ganas de dar placer”.
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