Vie 18.10.2002

CONTRATAPA

La guerra como excusa

Por Jack Fuchs

Leo la prensa de este tiempo y encuentro en el debate ideas que sólo refieren síntomas de la enfermedad, pero escasamente la enfermedad. Que George Bush quiera el petróleo de Medio Oriente, con toda la contundencia material que implica esta interpretación, no termina de satisfacerme. Quizá sea verdad: Bush quiere el petróleo, quiere dominar injustificadamente la región para controlar durante veinte o treinta años más ese negocio tan apreciado. Pero, pregunto, ¿el petróleo es todo el problema? ¿Nos quedamos tranquilos así?
Necesitamos explicarnos de un modo apaciguador los acontecimientos. Y si encontramos un motivo que explique la violencia podemos cerrar el diario en paz. No leo nada, en cambio, acerca de la irracionalidad general, de los usos del terror y la violencia de Estado. Buscar una lógica al conflicto, encontrar sus causas, situarlas en el orden histórico-social, económico, cultural o religioso está muy bien para el analista político, es una tarea muy valiosa de historiadores, de expertos en el tema; seguramente hay muchas razones, y todas atendibles. Y a la vez, todas relativizables. Dar explicaciones lógicas a la dimensión del instinto irracional está muy cerca de justificarlo. No pienso que el problema entre Arafat y Sharon se resuelva en la disputa por una mínima porción de tierra. Antes de que se desatara la Segunda Guerra Mundial, se pensaba que el problema era la expansión hitleriana en Polonia, en Austria. Llevó mucho tiempo comprender que en realidad se trataba de otra cosa: hacer la guerra a cualquier precio. Entender que ése era el motivo central, el motor de lo hechos.
Los intelectuales pro-palestinos construyen explicaciones que tienden a mostrar el carácter –en esa perspectiva, inaceptable– del Estado israelí. Pondrán el acento en la condición de énclave aliado con los intereses de Estados Unidos en la zona, querrán hacer aparecer al pueblo palestino en tanto víctima de los excesos y del dominio occidental, imperial, etcétera. De otra parte, algunos intelectuales judíos se niegan a considerar toda posibilidad de convivencia pacífica y denuncian el sentido fanático y antidemocrático de la política árabe.
Naturalmente, entre estos extremos de interpretación hay todo tipo de matices. Hay corrientes que, más alejadas de los poderes en juego, tanto del lado israelí como del lado palestino entienden que la paz es la única garantía para ambos pueblos, y que no puede ni debe ser tan imposible recuperar una vía de diálogo y entendimiento. Tengo la sensación de que otra vez el mundo se ha dividido en bandos, que la construcción de “aliados” y “enemigos” es el paso previo al desastre. Y sé, también, que el callejón sin salida que parece plantearse en Medio Oriente no tiene por ahora solución eficaz. Supongamos por un momento que Israel entrega su territorio y desarma el Estado. ¿Solucionaría esto el conflicto general en la región? Entiendo que no, como tampoco entrañaría ninguna solución que los palestinos abandonaran sus expectativas, sobre todo si se piensa que el mundo árabe está también dividido y desgarrado en conflictos internos e intereses contrapuestos.
Quiero desdramatizar este conflicto particular, y ponerlo en un contexto que muestre, a mi modo de ver, la tragedia verdadera que está en curso, que siempre estuvo y probablemente esté en curso. La guerra entre Israel y Palestina no es muy diferente de los conflictos que actualmente tienen lugar en Irlanda, en las dos Coreas, en Vietnam y Camboya, en Colombia, no es tan distinto a la confrontación de los nacionalistas vascos con el Estado central en España.
En medio de la violencia que hoy recorre el mundo no me parece impertinente interrogar por la esencia de la guerra. Auschwitz e Hiroshima no impusieron ninguna limitación a la guerra durante el siglo XX. Le siguieron Corea, Argelia, los Seis Días, Vietnam, la amenaza sistemáticade catástrofe nuclear, entre nosotros el horror de la última dictadura, la guerra de Malvinas; la guerra entre Irán e Irak, el Golfo, Bosnia; y este nuevo siglo se abre, desgraciadamente, con nuevas formas de guerra: el atentado a las Torres, la segunda Intifada, la extensión y el descontrol terrorista, las tensiones entre India y Pakistán, los conflictos en Africa y la posibilidad de un segundo ataque sobre Irak.
¿Qué es la guerra? ¿Un medio de purificación y sacrificio? ¿Un instrumento de compensación y distribución de bienes? ¿Un lazo con las formas más antiguas de disputa alrededor de la necesidad? ¿Un mecanismo de prolongación de las contradicciones sociales, políticas? ¿El modo que tienen los hombres de justificar y dar sentido a su más ciego impulso criminal?
A mi edad, y con la experiencia de haber sobrevivido el infierno de Auschwitz, desentrañar estas preguntas es una de mis mayores obsesiones. He leído todo lo que pude a propósito del tema, hablé y pensé con amigos. Sólo llego a una conclusión modesta, modestísima: mientras sigamos atribuyendo causas superficiales, coyunturales; mientras sigamos sin entender el fondo del conflicto humano; mientras permanezca oculto y secreto, como una roca inamovible, el fundamento de la guerra, vamos a errar, irremediablemente, en el proyecto que nos permita controlar, limitar o sofocar la violencia constitutiva de nuestras sociedades. Hay tantas razones para la guerra como para la paz, pero me pregunto entonces ¿por qué los hombres elegimos siempre la violencia antes que el diálogo?

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