› Por José Pablo Feinmann
Nunca pude decidir si Bongo era judío o católico. Tenía que decidirlo yo, porque él, si lo tenía decidido, difícil que pudiera comunicármelo. Además, seamos francos: ¿cómo iba a decidir Bongo que, al fin de cuentas, aunque fuera el Bongo, era un perro, si era judío o no, si era católico o no, si yo, que no era un perro (aunque tampoco ocupara entre los humanos un lugar tan excepcional como el que Bongo ocupaba entre los perros), aún no lo había resuelto y ya tenía nueve o diez años. Sucede que la cosa era compleja. Bongo y yo vivíamos en medio de una confusión aceptada por toda nuestra familia como normal. Bastará narrar una Navidad en Belgrano R, en nuestra casa de Echeverría y Estomba, para que se entienda qué busco tornar claro. La cena de Navidad era hermosa, una noche de plenitud, de regalos, de visitas, de familiares que veíamos de tanto en tanto pero que hoy estaban aquí, con nosotros, una noche de amor y de paz y de cohetes, rompeportones y cañitas voladoras. Una noche de Misa de Gallo. Una noche de mucha comida. De puertas abiertas. Abiertas para los vecinos. Todos abrían sus puertas. Si uno quería visitar a otro podía hacerlo casi sin golpearla. ¿Cómo iba a golpearla si estaba abierta de par en par? Hasta la Sra. Gerlach, que era la villana del barrio, la que vivía justo frente a nosotros, de la vereda paralela, también en Echeverría y Estomba, en un chalet que siempre me pregunté si era o no más lindo que el nuestro, abría esa noche, la de Nochebuena, sus puertas. Y eso que, lo juro, no era buena. La Sra. Gerlach jamás devolvió una pelota que hubiera caído en su jardín, que era muy grande y ella, de egoísta y de engrupida que era, lo tenía protegido por verjas altas, puntiagudas, de madera verde o marrón o bordó oscuro, porque siempre andaba pintándolas de nuevo, como si ningún color le gustara. ¿Qué color iba a gustarle a esa bruja si no habría cosa en el mundo que le gustara? En Nochebuena, no. Hasta ella exhibía a los demás sus puertas abiertas. Si uno miraba hacia adentro podía verlo al Sr. Gerlach sentado en un sillón y leyendo un diario, seguro que en alemán. A nadie, jamás, se le ocurrió decir que el Sr. Gerlach había sido nazi. ¿Qué era eso, cómo iba a ser nazi alguien tan agradable como el Sr. Gerlach? ¿O no era él, nunca ella, el que si estaba en la casa y no en el trabajo, nos devolvía cualquier pelota que cayera en su jardín, con una sonrisa y dándole con ganas, como si supiera, hasta las manos de alguno de nosotros? ¿Un nazi iba a ser eso? Vamos, ¿qué se piensan, que nos chupábamos el dedo?
Nuestra cena de Navidad la presidía –por supuesto– papá. Que se llamaba Abraham y era hijo de Boris Feinmann y Raquel Aranovich. “Yo nunca tuve un problema en este país por ser judío”, decía papá. Una frase que, con el paso de los años, cada vez me resultó más extraña, increíble. Pero, ¿por qué no creerle? No por el país sino por él. Se había recibido de médico en 1917 y siempre había sido un dandy y había ganado buena guita desde el inicio. ¿Quién se habría atrevido a decirle “judío de mierda” al doctor Feinmann? Era tan suntuoso el viejo, tan seguro de sí y, sobre todo, se sentía tan argentino, tan merecedor de este país, tan dueño de él como, por ejemplo, cualquier cajetilla del Jockey Club, que debía imponer respeto hasta al cura Menvielle. Ahí estaba, entonces. En la cabecera de la mesa. A su derecha, mamá. Mamá era católica: Elena de Albuquerque. Siempre estaba muy linda en Navidad. Preparaba todo. La comida, el árbol (que lo hacíamos en un pino que había en el jardín), el lugar para poner los regalos, la lista de invitados, todo. Pero le era fácil: tenía dos sirvientas. Mi vieja siempre dijo “sirvientas”. En los cincuenta todos decían “la sirvienta”. Los judíos decían la “jikse”. Seguro que lo escribí mal. Pero así suena, cualquiera lo sabe. Las sirvientas eran Rosario, siempre joven y linda, visitada por el calentón de mi hermano si ella le abría la puerta de su cuarto, e Isabel, una gallega gordota, medio torpe pero muy trabajadora. En esta Navidad se agrega una chica que olvidé de dónde venía. Era muy simpática y solía disfrazarse de Papá Noel. (Santa Claus no existía en los ’50. Papá Noel y se acabó.) Le decían Cachirula. Por la historieta Pelopincho y Cachirula, de Fola, que salía en el Billiken. El resto era el batallón semita. Un primo al que llamaban el petiso. Y sobre todo las dos hermanas de papá. Eran infaltables. Eran maravillosas. Menores que el viejo, se llamaba Sonia la mayor, la más seria o, mejor dicho, la menos loca, y la otra era Rosa, que era un regalo de la vida. Sonia, inteligente, se ganaba la vida jugando al póquer. Y Rosa, que era fea, para qué negarlo, fea sin apelación posible, era una atorranta irresistible. No sé cuánto, no sé qué habré heredado de Rosa, pero si hubo algo de polenta en mi vida, de ganas de vivir, de atorrantear, de aceptar la locura como parte esencial de la existencia, o de la razón, eso vino de ella, de Rosa, la gloriosa tía puta de la familia. No había Navidad en que no trajera un tío nuevo. En esta que hoy evoco se lo trajo al tío Angel, un buen tipo, tranquilo, resignado, feliz por tenerla a Rosa. Cuando Rosa le mostró a su sobrinito, cuando le dijo: “Vení, Angel, éste es el Josecito, el hijito menor de Abraham”, el Josecito dijo: “¡Cómo la quiero a la tía Rosa! Todas las Navidades me trae un tío nuevo”. Rosa me pateó un tobillo y (sé que no me van a creer) aún recuerdo su frase dura, dicha entre dientes: “No seas pelotudo, nene. No me arruinés la Navidad”. Angel ni se mosqueó. Al contrario, ahí nomás me dio su regalo: ¡una gruesa de cañitas voladoras! En seguida estaban mi hermano y sus amigos sobre mí y me las sacaban y buscaban botellas para arrojarlas sobre la casa de la Sra. Gerlach. Algo que ocurrió después de la cena.
¿Qué busco decir? Que nuestra mesa de Navidad era tan judía como católica y hasta, si se descuidan, ganaban los judíos. Si no lo hacían es porque solían venir Doña Carmen y sus dos hijos, amigos de mi hermano, dos boludos en estado de coma. Uno, creo, terminó como abogado de De la Rúa. El otro hizo el Liceo Militar. Una vez fuimos todos a verlo cómo saltaba vallas en una contienda entre milicos. Montaba un caballo marrón con manchas blancas, seguro más inteligente que él. Pero ahí estaban: engrosando la mesa navideña. Doña Carmen era la presidenta de la Acción Católica. No sé si necesito agregar algo más. Judío o católico, era papá el que decía su ya tradicional discurso. Nada del otro mundo, creo. O sí: todo del otro mundo. Porque hablaba de Dios como si se lo hubiera cruzado esa tarde al bajar del colectivo 76, en Echeverría y avenida Forest. Y después de la amistad entre las razas, los pueblos y sus creencias. Mamá no decía nada. Bongo tampoco. Estaba muy cómodo en un sillón, cerca de la mesa y miraba todo. No era de esos perros que abordan la mesa y andan mendigueando un cacho de comida. No, Bongo no solía comer mucho. Lo suyo era el sexo. No había perra o perrita en 20 cuadras a la redonda que desconociera sus artes de perro cogedor. Porque eso era. Uno podía ir a Melián a caminar y ver los árboles en lo alto o al puente de Superí a cortar cañas y solía encontrárselo al Bongo atracándose a una perrita. Era un campeón. Yo era un pibe y no sabía casi nada de esas cosas. Pero por el modo en que aullaban las damas que el sexópata penetraba era claro que ellas no estaban pasando un mal momento. El, mucho menos. Pero no era de expresarlo. Se concentraba en lo suyo. Serio, como si buscara, ante todo, complacer a la dama.
A medianoche, todas las damas iban a “misa de gallo”. Mi mamá, católica; Doña Rosa, católica; las dos sirvientas, católicas; Cachirula, católica, y las dos maravillosas tías recontrajudías, la tía Sonia y la tía Rosa.
También íbamos Bongo y yo. Pero nos sentábamos atrás. Cerca de la pila bautismal. A mí no me gustaba verlo de cerca al pobre Jesús, tan estropeado, con todos esos clavos, la sangre, con esa cara de dolor, de derrota. No me gustaba. A Bongo, creo, tampoco. Después la gente salía y nosotros los dejábamos salir. Nos íbamos al final. A quien más quería Bongo era a papá. Pero después a mí. Eramos buenos amigos. “Vamos, Bongo”, dije sin mirarlo. “Es tarde.” Me di vuelta y lo vi, con su pata levantada, con enorme convicción, echándole una meada a la pila bautismal. No tuve, entonces, ninguna duda: era judío el Bongo. Como papá.
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