CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Para esta época del año son frecuentes –al menos en el mundo anglosajón y en las publicaciones periódicas– los “Cuentos de Navidad”, un subgénero narrativo edificante cuyo cultor ejemplar y paradigmático fue el alevoso Charles Dickens. El encuentro del amargado avaro Scrooge con los sucesivos y terroríficos espíritus navideños que le muestran –en pasado, presente y porvenir– las consecuencias de su mezquindad, es absolutamente inolvidable. Las ilustraciones a pluma estilo Doré que acompañaban aquella primera versión que leí de pibe, también. Pero como sucedía con las producciones del universo Disney, el final feliz, breve y sin desarrollo al estilo Dumbo, no compensaba el peso muerto de los miedos previos, las angustias del camino. No es casual que el gran Carl Barks haya encontrado en Scrooge un arquetipo para construir el memorable Tío Patilludo –un avaro más o menos converso– y escribir a partir de sus delirios algunas de las mejores historias que recuerdo haber leído, por aquellos años también.
Cuentos de Navidad, por encargo o no, han escrito toda clase de autores, muchos malos y algunos buenos –Capote y Auster, por ejemplo–; pero al que le salían redondos y sin esfuerzo era a Frank Capra, el director de la insuperable Qué bello es vivir. Ahí Capra podía contarte la más descarada fábula moral con los mejores golpes bajos de Hollywood, incluido el arbolito nevado del final, sin que se le moviera un pelo porque así era él –el mejor– y porque además siempre estaba James Stewart para que uno le creyera y lagrimeara entonces en el cine y siguiera lagrimeando hoy por cable, cualquiera de estas tardes al pedo y con la guardia baja.
Y al respecto me acuerdo ahora de un episodio de Ernie Pike –la historieta de guerra de Oesterheld y Pratt– que estaba ambientado en Corea y que era un cuento de Navidad: en la Nochebuena, los soldados yanquis no podían brindar mientras oían quejarse a un malherido –probablemente un enemigo– abandonado en tierra de nadie y en la noche, y decidían ir a buscarlo. Creo que terminaba así, en el gesto de salir de la trinchera y perderse en la noche con algo bueno que hacer. Por ahí no me acuerdo bien de los detalles, pero el espíritu era ése.
Todo esto del espíritu navideño en la narrativa viene al caso porque estoy releyendo los relatos de la temible Flannery O’Connor (1925-1964), una chica que se sacó pronto el “Mary” inicial y quedó firmando sus cuentos así, tan fuerte como Carson McCullers, otra talentosa colega sin nombre de chica.
Si algo no tienen los relatos de la desgraciada Flannery –ella no soportaría el adjetivo– es el toque sensiblero de las habituales parábolas moralizantes de fin de año; lo que les sobra, en cambio, es un verdadero, poderosísimo espíritu religioso. Por eso me parece que sus historias terribles son –sin paradoja– el más adecuado acompañamiento que se puede pedir o desear en estas horas de elección de lecturas ejemplares. Los Cuentos completos de O’Connor pueden ser tu libro de cabecera, lector de verano: más de ochocientas páginas con tapa blanda para apoyar en el esternón hasta tarde en la noche, para poner bajo la cabeza a la hora de dormirte. El problema (o no) es que vas a soñar con alguna de sus historias, vas a seguir ahí, en ese mundo cerrado del cual ella tiene la llave.
A esta notable Flannery O’Connor, una/uno de las/los mejores narradoras/res norteamericanas/nos del siglo XX y del que sigue, la conocimos como lectores castellanos un poco más tarde que a otros grandes de su generación –Capote, Styron, McCullers, por ejemplo, y para no salir de los escritores del Sur– porque las excelentes traducciones de fines de los ’60 y comienzos de los ’70, vía Lumen de Barcelona, llegaron tarde y en cuentagotas. No hubo por entonces ediciones argentinas de la obra breve (dos novelas y algo más de treinta cuentos) de una escritora que, además, se había muerto antes de cumplir los cuarenta. Yo recuerdo haber leído en una antología con varios autores Un hombre bueno es difícil de encontrar –acaso su texto más famoso y reproducido– y quedé tan impresionado como la primera vez que leí a Onetti o a Hemingway. Y enseguida quise más. No era fácil.
Hoy cualquiera puede ir a Internet a buscar los datos más vistosos/morbosos sobre Flannery O’Connor: sureña de Georgia, de familia irlandesa y ferviente católica, era una brillante promesa literaria a fines de los años ’40 cuando se le diagnosticó el lupus, una enfermedad degenerativa, la misma que había matado a su padre cuando era ella adolescente, y que afectaría sobre todo los huesos de sus piernas, obligándola a andar con muletas. Así, los últimos trece años de su vida se recluyó en la granja familiar de Georgia, donde se dedicó penosamente a escribir (le costaba, físicamente) y a la crianza de pavos reales. Ganó fama y premios con Wise Blood (Sangre sabia), su novela de 1952, que filmaría Huston en los ’70, y con un extraordinario libro de cuentos, sólo comparable, en esos años, a las Nine Stories de Salinger: A Good Man is Hard to Find (Un hombre bueno es difícil de encontrar), de 1955. Posteriormente publicó su segunda novela, The Violent Bear it Away (1960) y recién tras su muerte apareció la segunda colección de cuentos, Everything that Rises Must Converge (Todo lo que asciende tiene que converger), de 1965. Eso es todo.
El mundo de Flannery O’Connor es el de los blancos pobres y de los negros de los pequeños pueblos y las plantaciones de los estados del Sur –Tennessee, Georgia sobre todo–; un mundo atravesado por un fanatismo racial y religioso protestante que encarna en las diferentes y más patológicas formas del Mal. Ese mundo primitivo y violento, lleno de personajes grotescos –falsos predicadores, adolescentes perdidos en tránsito, mutilados y ciegos, negros viejos, ancianos nostálgicos desterrados en la gran ciudad ajena, presuntos veteranos de la Guerra de Secesión, antiguas damas presumidas y huecas–, es el mismo de Faulkner, incluso el de Erskine Caldwell, pero visto desde otra perspectiva, en otra sintonía espiritual, si cabe: Flannery O’Connor cree en la Caída y en la Redención y en la presencia de la Gracia, sin que por eso sus historias necesiten de la ostensible moraleja o el remate supuestamente esclarecedor. Prefiere o no puede hacer otra cosa que contarlo de otra manera.
No estamos en el mundo ordenado del Dante –diría ella– sino en el imperio del Desorden, donde el Mal campea precisamente porque ya nadie cree en él. Estamos en manos del Desequilibrado, el asesino de Un hombre bueno (somos el desequilibrado) al que nunca le cierran las cuentas morales, no tiene parámetros para compensar lo que ha hecho con lo que le dicen que debe pagar.
Lo dicho: si siempre una buena escritora es difícil de encontrar, cualquiera que lea El escalofrío interminable, La espalda de Parker, El día del Juicio Final o Todo lo que asciende tiene que converger sentirá que conocer a Flannery O’Connor es una suerte o un acto de Gracia, según crea o espere.
Buen año y suerte.
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