CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Viendo sin querer ver, asqueado de la CNN y asociados, impotente y a punto de vomitar ante las imágenes –pero sobre todo ante las declaraciones y argumentos justificativos– de las atrocidades israelíes en Gaza, me detuve en algún detalle acaso menor (todo parece menor en estos casos) pero significativo en la apariencia de la gente –los hombres en particular– del lugar, de las capitales de la región y al final del mundo entero: el pelo y su manipulación, la distribución sobre el cráneo y en la cara y alrededores, el atavío y la disposición de trapos, sombreros, coberturas, libertades y prescripciones más o menos conscientes a la hora de dibujarse una apariencia, una identidad cultural, racial o religiosa...
Y ahora me doy cuenta de que ayer mismo, tras el noticiero, acababa de ver una película del que supongo novato Neal Slavin de comienzos de los dos mil no estrenada en cines, Focus, basada en una novela de Arthur Miller –creo que la única del dramaturgo, publicada en 1945– sobre la ola antisemita en los USA a principios de los cuarenta, incluso con los yanquis ya metidos en la guerra. Es la historia de Lawrence Newman (William Macy), un jefe de personal que alguna vez discriminó a una mujer por judía (Laura Dern, que será su pareja luego) y que, puesto él en el lugar de buscar trabajo, será “confundido” y discriminado a su vez por los anteojitos “judíos” que se supone lo revelan... La parábola es feroz y de aplicación universal, urbi et orbe. Incluso para los mismos USA de la época del estreno de la película –como recordaba Horacio Bernades en un comentario de entonces–, paranoicos ante todo sujeto con apariencia árabe, tras el atentado de las Torres Gemelas.
Quiero decir y creer que estas sensaciones se me cruzaron y mezclaron –las tuve presentes, de base– a la hora de reflexionar un poco menos trágicamente ya no sobre los signos exteriores de identidades raciales y políticas ancestrales y extremas, sino sobre el significado de las elecciones en principio más triviales que hicieron y hacen a nuestra experiencia personal/generacional con respecto a qué hacer con el pelo.
Voy a hablar de los varones, de la condición masculina. Dos cuestiones: peinarse o no y cortarse el pelo o no. Y es curioso: en castellano, el peinado se refiere a las mujeres y, en cambio, la peinada es masculina. Algo debe haber ahí. Además, tradicionalmente, para las mujeres peinarse ha sido siempre, desde chicas, una necesidad cultural debido al uso del pelo largo, que es a la vez martirio infantil, abanico de posibilidades creativas maternales y problema diario de orden y mantenimiento. Para los chicos, no tanto. Podría establecerse una regla muy amplia: para las chicas (y después, las mujeres) el acto de peinarse significa, en la sociedad tradicional, lo que para los varones implica cortarse el pelo. Así, a la hora de la rebelión puntual contra las disposiciones tradicionales, las mujeres se cortarán el pelo para no (tener que) peinarse y los hombres se dejarán el pelo largo y no se lo peinarán. En cierto momento, la decadencia afectó mucho más a la tijera que al peine.
Haciendo historia, hubo y hay un momento en la vida en que tu vieja no te lleva más a la peluquería, nadie te acompaña ni te mandan ya, ni te hacen volver –horreo referens– “para que te lo deje más cortito”. Ese momento hoy –como todo– se ha corrido, está o se produce mucho antes en la biografía personal. Pero antes, al menos para mi generación, la que cumplió quince alrededor de 1960, esa instancia de soberanía capilar (vigilada) era tan importante o más que tener tu propia plata, fumar o dar el primer beso. Y seguramente de consolidación muy posterior: indicaciones del tipo “Cortate el pelo” y “No te puedo ver así” podían llegar a escucharlas oídos universitarios. Se sabe que la madre es el único animal que jamás se rinde. Y su más o menos amistoso control del pelo era, por entonces, un último reducto de resistencia ante la influencia del Mundo en general sobre su hijo. Después, de eso se ocuparía el Estado defensor del orden y las buenas costumbres, con mayor o menor celo, durante dos décadas.
Pero se entiende a nuestras viejas –que de algún modo, como los ratones, presienten los cataclismos: y éste lo era en cierta medida– porque por entonces se producía una situación relativamente nueva: estos varones éramos, como todos los varones ancestrales, renuentes a cortarnos el pelo una vez al mes y a peinarnos cada día, pero además tendíamos a romper con una tradición anterior y más amplia, conceptual: no queríamos ir más a la peluquería, que combinaba –en el imaginario de la época– las características de la comisaría y la oficina tradicionales...
Es que en la segunda mitad de los sesenta –viniéramos del corte infantil que viniésemos: del rapado con flequillo o la media americana, a la taza– algunos o muchos jóvenes, pasado el secundario represor que sólo miraba cuello y nuca –corbata y pelo corto– nos sacamos la corbata y nos dejamos progresivamente, cuando pudimos, el pelo más o menos largo, después los bigotes y finalmente toda la barba. Todos esos elementos juntos, separados o por etapas.
Hay todo un sistema combinatorio que da una tipología fácilmente descriptible. En especial desde los códigos de desciframiento del Orden represivo: pelo muy largo lampiño daba maricón (sic), por su imagen confundible de atrás con una mujer, o lánguido cantante playero con guitarra incorporada; bigote cargado y solo con pelo “normal” tirando a largo, daba militante más o menos pesado; todo largo e hirsuto daba artista plástico, “intelectual” o proyecto de bárbaro Charles Manson. Y así.
Lo que antes había sido raro y excepcional –entre nosotros, la barba de Girondo, la tardía de Manzi, la de Cooke al final– pasó a ser, en ciertos ambientes, habitual, un gesto alevoso no necesariamente juvenil, como las barbas tardías de Cortázar o Piazzolla o del Viejo Breccia sin ir más lejos. Era, obviamente, una moda, pero no de las tantas impuestas desde los medios, el cine y la tele (como el jopo y las patillas de Elvis, por ejemplo) sino resultado de otras variables: tanto la Revolución Cubana del ’59 como el hippismo desde mediados de los sesenta usaron el pelo libre, no domesticado, elegido como señal de diferencia, de oposición, de rebeldía, de no pertenencia al orden establecido, a lo genéricamente llamado el “sistema”. Los mismos negros yanquis en armas –Black Panthers & Co– se dejan por entonces crecer y proliferar los rulos, no recortan ni podan el ligustro, dan vía libre al afro orgulloso, para no hablar del mundo rasta. Incluso Los Beatles, a partir de Sargento Pepper, dejan de ir a la peluquería (el flequillo inicial, con los trajecitos tres botones, era puro marketing) o la cambian por una más politizada y glamorosamente libre y contestataria.
Claro que son obviedades, todas obviedades. Pero acaso lo que no se ha destacado suficientemente es que lo que hicimos con nuestro pelo en esa generación –mejor no hablemos de nuestras vidas, otro tema– fue diferenciarnos puntualmente de nuestros padres. Si no de los pecados, al menos de los peinados de nuestros padres. No es un mérito sino un dato. Siempre, cuando miramos fotos de gloriosos equipos de fútbol o de orquestas de tango de los cuarenta y de los cincuenta, nos sorprende el hecho de que los jugadores “parezcan más grandes”. Tiene que ver con el pelo, el bigote y la peinada. Es que son, a los veintipico, iguales en apariencia a sus padres de veinte o treinta años más.
En los sesenta, por primera vez hubo brusca solución de continuidad en el uso y disposición significativa del pelo masculino: al despreocuparnos por él, dejarlo –ése es el verbo: dejarse el pelo largo, dejarse la barba–, asumimos en acto la crítica a la preocupación por la apariencia formal de nuestros padres, los desvelos del Ricibrill, la Glostora, los cosméticos y la impagable Carmela, dejábamos atrás una idea de la masculinidad más cercana al metrosexual de hoy de lo que uno podría suponer.
Así, la elección de qué hacer con el pelo personal fue entonces, en un tiempo, una decisión casi ideológica –si se me perdona la expresión–, sujeta a los vaivenes y variables de toda decisión históricamente situada. Algunos –no es un mérito– seguimos con el mismo corte (es un decir) de pelo, la misma barba y bigote y una pelada que entonces no estaba pero que la ideología (perdón, otra vez) nos impide embozar o disimular. No nos ponemos nada y nos dejamos todo.
Lo más lindo de esta cuestión es la saludable reacción que la generación de nuestros sufridos hijos ha tenido con respecto a esta conducta capilar sesen/setentista. Se han cagado en ella, como debe ser. Hartos de pelados de pelo largo y hippies viejos o nuevos, han optado muchas veces por un ascético y filosófico rape que los hace tan inasibles como la Ocasión, según dice el refrán. Y hacen bien.
Viendo en la Historia o por tevé lo que hacen los que hablan con el pelo, mejor su prudencia.
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