› Por Sandra Russo
Repaso mi cuaderno de notas y encuentro el mapa que hizo Débora Arisi, brasileña, antropóloga, ojos bien abiertos y celestes. A un costado de la carpa donde mujeres indígenas hacían un homenaje a la tierra ofreciéndole semillas, estábamos conversando con Jorge (léase yogyi) y Waki, jefes marubo y mayoruba, respectivamente. Son dos de las comunidades más grandes de la Amazonia, donde viven casi 300 etnias distintas. Un rato antes, yo estaba sentada en una de las gradas, con un aparatinho, así decía el locutor, del que “salían las voces de las traductoras”. El mío no andaba, y es que fallan muchas veces. Una mujer joven, con la cara limpia, se paró delante de mí para leer mi credencial, que decía “Imprensa”. Mi nombre y mi medio habían estado escritos con birome roja, que se fue destiñendo lluvia tras lluvia.
–¿Prensa? –me preguntó, sin saber mi idioma.
–¿Cómo? –yo estaba distraída con el aparatinho.
La mujer rubia sonrió, me agarró la mano y la estrechó con fuerza. Una manera cordial de obligarme a acercarme, porque el sonido ambiente obligaba a gritar.
–Soy Débora Arisi, soy antropóloga. Yo vivo con los marubo, de la zona del Javarí. Están en problemas, graves problemas. ¿Puedes hacerles una nota?
Le dije que sí. Tiró de mi mano y allí fui, siguiéndola por esa enorme tienda llena de indios de atavíos o desnudeces muy bellas. Llegamos a una tribuna en la que decenas y decenas de caras pintadas de rojo y negro nos miraron. Tenían las mejillas pintadas de negro y el rojo les tapaba la frente y los contornos de los ojos, como un antifaz.
–Ella es periodista de un buen periódico argentino. Va a hacerles una nota sobre la hepatitis –les dijo en un brasileño muy cerrado.
Las decenas y decenas de caras rojas y negras dejaron ver lo sepia de los dientes. Me sonrieron. Será una escena difícil de olvidar.
–Jorge, vamos afuera para poder hablar. Y Waki, tú también.
Mientras salíamos, me susurró:
–Waki es un jefe mayoruba muy importante.
El primero en hablar fue Jorge. Débora estaba tan nerviosa que no me traducía, más bien me repetía textualmente lo que Jorge iba diciendo. Y cada tanto me arrebataba el cuaderno en el que yo tomaba notas, y hacía listas explicativas, dibujos de plantas y mapas de diferentes regiones de la Amazonia. “8.544.444 ha”, leo ahora. Eso es la Amazonia.
Los marubo y los mayoruba son las principales etnias de la terra indígena vale do javari. La integran, según anotó Débora, os povos marubo, mayoruba, matis, kanamari, kalina, korubo. En las aldeas marubo de Lameirao, en los años ’80 entró el virus de la hepatitis. Todos ellos. A, B, C y Delta. Empezaron a morir.
En las riberas del río Javarí viven cerca de 3700 personas. Según Jorge, el 80 por ciento de ellas contrajo alguno de los virus. Jorge tiene los ojos enrojecidos. Hace apenas unas horas, desde un puesto cercano a su aldea, su hermano le dijo que tres de sus parientes están vomitando sangre. Ellos saben que es el principio del fin. Morirán sus parientes, como murió el 26 de enero Edilson Kanamari, un líder de 43 años, de hepatitis Delta.
No les llevan vacunas. La infraestructura sanitaria brasileña no llega a ellos. La piden a gritos. Han pasado, en estos años, a darles una dosis. Pero no llegan para la segunda o la tercera. De modo que esas 3700 personas no están inmunizadas, como podrían estarlo, como lo está la gente en las ciudades. Y esas personas que mueren de hepatitis no sólo se llevan su vida con ellos. Se llevan lo que queda de sus pueblos. Se llevan lo que sobrevivió a la selva y a la conquista. Jorge y Waki anuncian la inevitable extinción de los marubo y los mayorubas.
¿Qué piden? ¿Qué necesitan para garantizar la continuidad de sus linajes? Heladeras. Corriente eléctrica y heladeras donde guardar las vacunas ellos mismos o el puesto sanitario que necesitan. En 1996 creyeron que todo se terminaba. Ese año murieron 39 mayorubas de hepatitis en la aldea de Lobo. El virus, dicen, entró por Perú. Todas estas etnias vivieron siglos sin conocerlo.
Débora volvió a arrastrarme de un brazo hasta un enorme mapa de la Amazonia que estaba colgado en la carpa. Me mostró la región y dónde viven unos y otros. Las distancias son bestiales. Pocos pueblos tienen barcos con motor. Los otros usan el peque peque. Tardan cuatro, ocho, diez días para llegar a alguna parte a pedir ayuda. Ella está vacunada. Pero la malaria fue imposible evitarla. La contrajo cuando hacía poco que había llegado. Nombra a otro antropólogo que Jorge y Waki conocen, un tipo que vive en la selva porque está haciendo un trabajo sobre poesía mayoruba. Ya tuvo más de veinte malarias. De modo que en esta charla al costado de la carpa donde se lleva a cabo una actividad del Foro Social Mundial, la Amazonia se me entreabre de otra manera. Como un territorio abandonado, misterioso, algo que guarda lo secreto de lo virgen. Un territorio que todavía es la casa de muchas etnias aisladas que todavía no han sido “descubiertas”. Los korubo fueron “contactados” recién en 1996.
Pero también es un territorio al que van imantadas personas como Débora o el antropólogo poeta, gente con vocaciones rotundas, gente que vive su apostolado laico viviendo en tiendas precarias en la selva, ganándose la confianza de los pintados de rojo y negro recién cuando logran hablar su lengua. En la selva se habla el idioma de la selva. Y se aprende el brasileño para poder protestar.
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