› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Me llaman por teléfono y me piden mi opinión sobre “el asunto de la manzanita”. Pasados unos segundos de desconcierto –¿la manzanita de Adán y Eva?, ¿la helénica manzanita de la discordia?, ¿la manzanita de Blancanieves?– me explicaron de qué se trataba. El asunto tenía que ver con la polémica provocada por la aparición de una nueva memoria ficticia, de otra novela queriendo desesperadamente pasar por realidad, de la cada vez más recurrente maniobra de hacer que una historia crezca a Historia.
Y “el asunto de la manzanita” había surgido a partir de las inminentes “memorias” de un tal Herman Rosenblat publicadas con el título de Angel at the Fence: The True Story of a Love That Survived. Allí, Rosenblat contaba el conmovedor episodio de su “ángel al otro lado de la cerca”. Su futura esposa, a quien primero conoció sin ver porque era ella quien –sin verlo– le había arrojado manzanas, en Alemania, desde el otro lado de la cerca de un campo de concentración. Rosenblat –entonces un niño– nunca supo quién era hasta que, muchos años después, acudió a una cita a ciegas y se enamoró de una mujer llamada Roma, le contó el episodio y ella, entre lágrimas, le reveló que había sido ella la arrojadora de manzanas. Y vivieron felices y comieron manzanas. Pero el libro –que ya estaba listo para trepar por las listas de best-sellers ayudado por una formidable campaña de promoción que incluía el decisivo respaldo del programa de televisión y Book Club de Oprah Winfrey– fue postergado y relanzado con la advertencia de que lo que allí se contaba, bueno, no era del todo cierto. Sobre todo, el asunto de la manzanita.
DOS Y, supongo, la pobre Oprah Winfrey debe estar replanteándose todo eso de andar buscando libros de “gran interés humano” para conmover a sus espectadores. Porque Rosenblat no fue el primer mentiroso atraído por su poderoso influjo. Ya le había sucedido con A Million Little Pieces de James Frey: supuesta memoir drogadicta notablemente embellecida (o, en este caso, brutalizada) para despertar mayor espanto y piedad en el público adicto a las true-stories. Cuando se supo que Frey no había contado la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, Winfrey –quien había recomendado su libro entre lágrimas– lo obligó a volver a su programa de televisión para dar explicaciones y lo lapidó frente a un público que abucheaba al mentiroso, y volvemos luego de unos mensajes de nuestro patrocinador.
TRES Pero el caso de Rosenblat es –si se quiere– mucho más desagradable porque se vale del Holocausto para apuntalar su delirio romántico. Rosenblat cobró notoriedad cuando, en 1995, envió un bosquejo de su patraña al concurso del periódico The New York Post, que buscaba “la mejor historia de amor enviada por uno de nuestros lectores”. Rosenblat ganó (el premio consistía en una cena romántica con vistas al Central Park), se publicó su historia, Oprah la leyó, lo invitó a su show, lágrimas y aplausos, y allí regresaron once años después. Allí, Rosenblat se puso de rodillas, entregó a su esposa un anillo como símbolo de la eternidad de su amor, anunció la salida del libro y Oprah aseguró a los cielos que lo que se estaba viendo en vivo y en directo no era otra cosa que “la más grande historia de amor en los veintidós años de mi programa” y nos vemos luego de los comerciales.
CUATRO Pero no. O sí. Es decir: sí era una gran historia de amor sólo que no era cierta. Como Anna Karenina o El gran Gatsby o tantas otras grandes historias de amor que andan por ahí pero que tienen el gran “defecto” de que sus protagonistas no pueden ir a programas de televisión. En cualquier caso, el productor de cine Harris Solomon considera toda la discusión irrelevante y afirmó: “Si los datos sobre el Holocausto y la vida en un campo de concentración no fueran ciertos estaríamos en problemas; pero lo que aquí se está debatiendo es una manzana arrojada por encima de una cerca”. Y agregó: “Cuando el que habla es un sobreviviente del Holocausto, de algún modo todos bajamos nuestras defensas”.
Por su parte Morgan Entrekin –legendario editor y presidente de Grove/Atlantic– advirtió en declaraciones a The New York Times: “Es un poco inquietante que cada vez tengamos que ocuparnos de este tipo de cuestión”. Y alguien no dudó en comparar a Rosenblat con el embajador planetario Bernard L. Madoff: “No hay nada más fácil que creer en aquello que queremos creer”, dijo.
CINCO Este tipo de cuestión es, sí, cada vez más frecuente y trasciende la fascinación conspirativa/paronoide de engendros histórico/alternativos tipo El código Da Vinci: el ya mencionado James Frey; el escritor inventado T. J. Leroy; las memorias falsas de una chica metida en la violencia gang-urbana (Margaret Seltzer, quien publicó Love and Consequences bajo el seudónimo de Margaret B. Jones para no sufrir ataques por lo que allí “revelaba”); Benjamín Wilkomslirski, quien en 1996 (en Fragments) mintió otra supervivencia en otro campo de concentración; Misha Defonseca, quien hizo más o menos lo mismo en 1997 (Misha: A Mémoire of the Holocaust Years); Nasdijj (en realidad un tal Tim Barrus, reconocido autor de pornografía gay), quien firmó tres libros contando su terrible infancia en la India; Emily Davies, quien prometió un falso exposé de la industria de la moda y sus alrededores; y en España, hace unos años, tuvimos a un tal Enric Marco, memorista y falso prisionero de Matthausen que, descubierto luego de tantos años, justificó su engaño con un “lo hice para convertirme en la voz de todos aquellos que no podían hablar”. Y entonces lo escribió para que lo leyeran todos aquellos que necesitan creer en todo lo que leen.
SEIS Esto es cierto, esto me lo dijo alguien –a quemarropa, sin anestesia– en la presentación de un libro autobiográfico: “Yo no leo novelas porque no me gusta que me cuenten mentiras”.
Parece mentira, pero les juro que es verdad.
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