› Por Noé Jitrik
El problema con los pensadores políticamente impecables de izquierda es que suelen contribuir a ratificar a los no pensadores groseros de derecha. Mientras éstos gritan lo concreto, “¿qué harías vos si en tu presencia un cabrón te mata a un hijo o a tu pareja o a tu santa madre para quitarles dos mangos?”, el correcto se va por la tangente y dice, si es cristiano, “perdónalo que no sabe lo que hace”; si es de gauche, enuncia “la crisis global que genera desempleo y falta de confianza en el porvenir crea las condiciones de la inseguridad” y si es opositor al gobierno proclama “aquí nadie hace nada para cuidar a las víctimas”. En cambio, si no es correcto, o sea si es alguien de derecha, un poco estúpido y además personaje de la TV, confunde todo y abomina: “Que la acaben esos de los derechos humanos, el que mata debe morir”. Ignoran, con esta frase, que están parafraseando un famoso título de Nicholas Blake, La bestia debe morir, que Borges dio a conocer en la colección El Séptimo Círculo. Hacer literatura sin saberlo es verdaderamente un don.
Todo esto a propósito de las geniales intervenciones acerca de la pena de muerte que tuvieron esos ejemplares modeladores, del cuerpo y del pensamiento, como la protuberante Giménez o el carrasposo Tinelli. Profundísimo pensamiento: Spinoza no lo habría encarado mejor. Lo único es que no tenía mofletes en la cara ni bailaba al ritmo de las estrellas fugitivas de la madrugada acompañado por ramilletes de talentosas señoritas. ¡Qué nivel, Dios mío! Pero, ¿cómo responder sin hacer el ridículo?
El tema es, por supuesto, antiguo. Los judíos lo resolvieron con la fórmula “ojo por ojo”, también llamada Ley del Talión. La verdad es que de mucho no les sirvió; tuvieron que admitir que una fórmula gentil, cuasi poética, encaraba mejor la cuestión: “Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios protege a los malos cuando son más que los buenos”. De modo que algunos empezaron a pensar que era mejor aumentar la cantidad de buenos para que los malos dejaran de pensar que era fácil atacar a los buenos. ¿Cómo hacerlo? Solución: darle fuerza al conjunto de todos los buenos, o sea al Estado. Sólo que a veces los Estados padecían de súbitas distracciones y dejaban que los sarracenos hicieran de las suyas.
Yo diría que hay por lo menos tres enfoques del asunto. El primero es pragmático: ya se ha visto que, como remedio, la pena de muerte, que sería un nivel superior de la venganza, ha sido peor que la enfermedad. El cretino que mata deliberadamente sabe lo que hace y lo tiene todo estudiado, casi siempre es irrecuperable: el ladronzuelo al que le cortaron una mano en Saudiarabia por hurtar una billetera roba con la otra hasta que se la cortan y cuando ya le faltan las dos adiestra a sus pies para seguir por el recto camino de la vida. El problema se presenta cuando alguien no lo hizo de ese modo y no es del todo cretino aunque se le fue la mano: ahí se puede hablar de emoción violenta, de atenuantes, de pasiones, de odios y amores, etcétera, de modo que mandar al actor principal a la silla eléctrica crea algún problema filosófico, como el que asedia a la buena de Susan Sarandon, que hace de monja, cuando se le ocurre que el seudotarado de Edward Norton podría no ser culpable de haber asesinado y resulta que sí, que la engañó.
Otro nivel es el inmediato, o sea cómo reacciona cada cual frente a la violencia de que es objeto. Es innegable que la bronca sube y obnubila, a quién le gusta, por más progre que sea, que un imbécil, de cuatro neuronas, venga a robarlo o a matarlo. Algunos se echan p’atrás, otros se van al humo. Otros, los menos, están tecnificados y replican con contundencia. Otros casualmente tenían un arma y empiezan a los tiros. La multiplicidad de situaciones da lugar a infinitos relatos e imposibilita extraer una conclusión de orden general, algo así como al que mata, muerte. Yo diría, resignado, “se hace lo que se puede”, y hay que ver después las consecuencias. La medida la da un conjunto de factores: la historia personal, la fuerza, el orgullo, la rapidez de reacción, la inteligencia de la situación, la simpatía de la policía... No me parece que haya fórmulas satisfactorias pero, en cambio, me parece que la situación es tan desagradable que simplificarla hace todavía más ingrato el asunto y, lo más peligroso todavía, puede llevar a creer que el mundo entero está contaminado de inseguridad y que sabe Dios cómo saldremos de esto.
Pero más importante es la forma que fue tomando el concepto a lo largo de la historia. Cuando a algunos seres pensantes se les ocurrió, por ahí al final de la Edad Media, que uno de los sentidos de la vida –además de hacer que dure lo más posible– era mejorarla para el conjunto, la idea de la muerte como solución para los desajustes sociales se fue alejando. Poco a poco, se fue admitiendo que rechazar la pena de muerte suponía autorrespetarse y que el autorrespeto de una sociedad mejoraba las relaciones y, sobre todo, daba lugar a mejores conversaciones acerca de los males sociales. Descartada la brutalidad, se puede empezar a ver mejor lo que ocurre en una sociedad. Inclusive lo que puede ser la muerte digna para un enfermo incurable.
De manera que distinguir esos planos es importante y, desde luego, el último es el superior. Y no es que no se sepa lo que hay que hacer: se sabe. A la larga, levantando el nivel cultural de “toda” la población, quitando de la cabeza ideas estúpidas, prejuicios, tratando a la gente como uno quisiera ser tratado, reclamando mejor y más rápida justicia, quitando arrogancia a la fuerza pública y aumentando su eficacia concreta, ocupándose de los otros, respetar y respetarse. A la corta, tratando de que las leyes que existen sean aplicadas y que el que hizo una idiotez sepa que eso se paga, más que con el corte de la vida, con una vida miserable que le espera como recompensa por la idiotez que cometió. Se paga con que no más cervezas en el bar, ni madrugadas, ni bailongos, ni fútbol ni nada de lo que vale la pena en esta vida que podía haberle tocado vivir. No digamos buenos libros, buenas películas, buenos paisajes y las once mil vírgenes que nos esperan a cada uno de nosotros en un lugar lejano y desconocido pero al que nos dirigimos con fervor.
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