Mié 06.11.2002

CONTRATAPA

Dilema

› Por Antonio Dal Masetto

Estoy a punto de pegarle el manotazo a un éxito sobre el cual por una cuestión de cábala evito dar detalles. El problema es que desde hace días me acosa el fantasma de que cada vez que he logrado algún triunfo, luego, tarde o temprano, trajo aparejado una derrota. La frase que me martillea en la cabeza es: el que gana pierde. Me meto en Internet donde están todas las verdades y me encuentro con 25.476 sitios sobre el asunto. Empiezo a revisarlos uno a uno hasta que doy con el sitio Triunfadores Derrotados Anónimos. Se reúnen cerca de mi casa, los miércoles a las 18.30. Hoy es miércoles. Voy corriendo. Un señor me recibe, pregunta si es mi primera vez y me señala una silla. Los presentes empiezan a exponer sus problemas. –Yo desde siempre quise ser rico. Mi primer recuerdo es de los seis años, cuando vi unos pibes andando en bicicleta y tuve el fortísimo deseo de tener mucho dinero para comprar todas las bicicletas. La vida no me dio ninguna chance, siempre fui un poligriyo, un hombre gris y solitario torturado por la vocación de ser rico. Un día recibí una carta de un abogado de Rumania informándome que acababa de heredar una fortuna incalculable. Fue un caso muy sonado que salió en los diarios. Me convertí en un triunfador. Se me vino al humo una horda de parientes y amigos, novias de la juventud, compañeros de escuela, del jardín de infantes, e incluso Rosita, una compañerita de banco del primer grado B, quien me confesó que jamás me había olvidado y que finalmente había tomado la decisión de abandonar al marido y a los seis hijos para estar conmigo para siempre. En la puerta de la casona que me compré había cola día y noche. Apenas abría la puerta se metía alguno y se quedaba. Ahora la casona está llena de gente. Todos me aman entrañablemente. Me traen el desayuno a la cama, se me meten en el baño y me enjabonan la espalda. Yo tengo buen corazón, a los parientes de verdad me gustaría tirarles unas chirolas, pero para estar seguro voy a tener que exigir que todo el mundo presente el ADN. De cualquier manera tanto cariño me ahoga, presiento que terminará por estrangularme. Por la mañana me despierto angustiado pensando: ¿Finalmente yo qué soy, un ganador o un derrotado?
–Yo soy un poeta. Pero con la poesía no se va a ningún lado, la poesía no se vende, me decían los editores mientras me palmeaban la espalda. Así que un día me dije: necesito renombre, ser conocido, tengo que escribir una novela que sea un best seller y después veremos. Y me mandé un novelón de caballería: Archibaldo de Aquitania, amante fogoso y caballero temerario. El libro se vendió como pan caliente. Me llamaban de todos lados, entrevistas, premios. Tuve que escribir la segunda parte. Otro éxito descomunal. La editorial no para de pedirme más Archibaldo. El portero me trae bolsas con cartas de admiradores y me dice: “¿Para cuando el próximo Archibaldo?”. Lo mismo el mozo del bar, el quiosquero, el farmacéutico, los mormones que tocan timbre los domingos. Los muchachos de la basura me gritan desde arriba del camión: “No le afloje a Archibaldo, maestro”. Si inicio una relación amorosa me asalta la duda de si me quieren a mí o a Archibaldo. En los pocos momentos libres logré terminar un libro de poemas. Me dio trabajo porque se me infiltraban torneos de caballería, lanzazos, espadas invencibles, cabezas cortadas, doncellas raptadas, hechiceros, conjuros y dragones. Cuando se lo presenté, el editor me dijo: “Muy linda su poesía, muy sentida, por qué no le mete un poco de Archibaldo en los versos y en el título?”. La mía es una poesía metafísica, ¿cómo me dicen eso? Por las mañanas al despertar me pregunto: “¿Soy un triunfador o el más infeliz de los perdedores?”.
–En mi barrio había una piba que a los doce años ya era un bombón. Con el tiempo se convirtió en una diosa. Todos estábamos enamorados de ella y ella se dejaba amar por todos, salía un rato con uno y un rato con otro. Nadie la podía retener. Y en el barrio éramos muchos los muchachos. Un día me dije: Esa diosa tiene que ser mía, solamente mía. Me preparé como un samurai, la invité a cenar, le abrí mi corazón, se enterneció y a la semana nos casamos. Me sentí el triunfador más grande del universo. Entraba orgulloso en la confitería y siempre había por lo menos una docena que yo sabía que habían salido con ella. Advertí que ellos le enviaban sonrisitas, inclusive a través de los espejos, y ella, un poco a escondidas, les contestaba a todos. El orgullo se me fue transformando en una cosa rara. Llegó un momento en que si alguno se acercaba a saludarnos y le daba un beso en la mejilla, sentía que el otro era más marido que yo. Dejé de llevarla a la confitería. ¿Cómo es posible que siendo el afortunado esposo de la mina más linda del barrio no la pueda mostrar? Todas las mañanas mientras desayuno me digo: “¿Yo qué vengo siendo, un triunfador o un derrotado?”.
A esta altura me preguntan si quiero exponer mi caso. Les digo que la próxima vez. La verdad que mi dilema, comparado con los de estos muchachos, es un poco menor. Me retiro pensando que volveré a este lugar cuando tenga un drama de triunfador perdedor bien grosso. No me voy a dejar ganar por estos tipos.

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