Jue 07.11.2002

CONTRATAPA

Pieles

› Por Juan Gelman

Mientras los estrategas del Pentágono planifican el Irak post-Hussein, no se apagan sus desacuerdos con la CIA en materia de inteligencia. Los cerebros del Misterio de Defensa estadounidense confían sobre todo en los datos que le proporciona el Congreso Nacional Iraquí (CNI), grupo mayoritario dentro de la muy dividida oposición a Saddam. La CIA evalúa esa información con escepticismo. Los espías yanquis cortaron sus relaciones con el CNI por la desaparición no contabilizada de varios millones de dólares que le entregaron para operaciones encubiertas. La Revista de Noticias Aeroespaciales y de Defensa del 1º de noviembre señala que muchos funcionarios del Departamento de Estado creen que Ahmed Chalabi, líder del CNI y autopostulante al cargo de Hussein, es un mero charlatán y piensan que el Pentágono acomoda sus informes en el molde del deseo de invadir a Irak.
La discrepancia es pública. Richard Perle, jefe de la Dirección de Políticas de Defensa de la Casa Blanca, calificó duramente los análisis de la CIA: “No valen ni el papel en que están escritos”. Los informantes del CNI aseguran que el ejército de Hussein, incluido el cuerpo de elite de la Guardia Republicana, no combatirá contra las tropas estadounidenses. Cabe dudar de tal afirmación. Es probable que muchos militares iraquíes recuerden cómo la 24ª división de infantería de EE.UU. se dedicó a masacrarlos cuando se retiraban en orden. El periodista Seymour Hersh entrevistó a más de 200 oficiales que pelearon contra Irak cuando invadió Kuwait, y concluyó que esa operación “más que un contraataque provocado por el fuego enemigo, fue una aniquilación sistemática de iraquíes que en general se atenían a las normas de una retirada”.
Para evitar mayores pérdidas propias, la Casa Blanca explora y alienta la posibilidad de repetir en Irak el esquema que aplicó en Afganistán: apoyar militarmente a una oposición al régimen armada. Aparte de que EE.UU. termina involucrándose mucho más allá de lo previsto –así ocurrió en Vietnam–, la situación con Bagdad es diferente. Unos 70 representantes de diversos grupos de ex militares iraquíes se reunieron en Londres en julio pasado a fin de delinear el método conducente al derrocamiento de Hussein. El encuentro fue “una herramienta útil” para el Departamento de Estado, pero es improbable que esos militares puedan desde el exilio cumplir sus propósitos. No parece que tengan influencia entre mandos y tropa de las fuerzas armadas de Saddam y están divididos. El general Nizar al-Kkazraji, ex comandante de la Guardia Republicana que participó en la reunión de Londres, es cuestionado por sus camaradas: fue uno de los jefes de la guerra contra Irán, vive en Dinamarca y el gobierno de Copenhague lo investiga por la comisión de crímenes de guerra contra los kurdos en 1988. Sus conmilitones temen el contagio. Ellos también están expuestos a una investigación por su responsabilidad en el uso de armas químicas contra Irán y el pueblo kurdo iraquí. Claro que en esa época contaban con el respaldo pleno de Washington.
Ronald Reagan no tardó mucho en acercarse a Saddam Hussein cuando éste se entronizó en el poder. En marzo de 1984 Donald Rumsfeld, entonces director ejecutivo de la Oficina Oval, se reunió con el ministro de Relaciones Exteriores iraquí Tariq Aziz, hoy viceprimer ministro. El encuentro tuvo lugar el 24 de ese mes, el mismo día en que se publicó un informe de las Naciones Unidas revelador de que Irak empleaba armasquímicas contra Irán. Rumsfeld no las quiso ver ni oler: es que era neoyorquina la empresa Pfaulder Corporation que ya en 1975 había proporcionado a Irak los planos para construir su primera planta productora de armas químicas. En 1983 EE.UU. seguía abasteciendo a Bagdad de los misiles Harpoon que padecieron iraníes, kurdos y kuwaitíes. Como dijera el escritor bostoniano William Rivers Pitt: “Saddam Hussein es una creación tan estadounidense como la coca-cola y el Oldsmobile”.
En tanto, más allá de discrepancias y de planes para invadir a Irak, la verdadera cuestión, su petróleo, despierta anhelos y hermosea esperanzas. “Hay una verdadera estampida, con los rusos, los franceses y los italianos formando fila”, registró Lawrence Goldstein, presidente de la Fundación de Investigaciones sobre la Industria Petrolera con sede en Nueva York y criatura de los gigantes del ramo. Los expertos estiman que dos años después del eventual derrocamiento de Hussein la producción de oro negro iraquí será robusta, desde luego para beneficio de las “Siete hermanas”; la entrada en el mercado mundial de las enormes reservas del país, las segundas en el mundo después de las saudíes, permitiría –dicen– debilitar el dominio de la OPEP y bajar considerablemente el precio internacional del barril. “La OPEP ya está muy fracturada”, se felicitó no hace mucho Reuel Marc Gerecht, del Instituto Empresarial Estadounidense. Este ex diplomático y hombre de la CIA en Medio Oriente confía en que de ese modo cambiará el equilibrio de poder entre las grandes potencias petroleras, se debilitará la influencia saudí en las políticas que Washington impone en la región y causará “una serie de problemas al régimen iraní”. Cunde en círculos de EE.UU. la idea de vestir pieles de animal antes de cazarlo.

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