› Por Juan Forn
Desde los años ‘50, Ray Johnson dedicó todos los días de su vida a hacer unos collages que, acto seguido, procedía a fotocopiar y enviar a cientos de personas, cuyos nombres sacaba del Registro de Artistas Plásticos de Nueva York. A veces incluía en esos envíos instrucciones a seguir, generalmente eran invitaciones a muestras inexistentes en galerías inexistentes. Johnson idolatraba a todos los conceptuales que habían sido sus compañeros de ruta en algún momento, de John Cage a Yoko Ono, de Andy Warhol a Christo (pero todos se hacían famosos y él no), dedicaba doce horas diarias a preparar sus envíos, decía que había inventado el arte postal, además del nouveau-collage, un anti-happening llamado nothing (“nada”) y muchas cosas más, pero en realidad todo lo que se le ocurrió en su vida, artísticamente hablando, ya se le había ocurrido a otro antes y lo había hecho mejor que él. Aun así, este Pierre Menard del arte conceptual no se rindió y siguió participando: decidió que su obra sería él mismo y el 13 de enero de 1995 se subió a un puente de Long Island y se tiró al mar.
El número 13 era clave en el asunto, porque era el favorito del legendario poeta Hart Crane, quien se había suicidado a los veintidós años tirándose al mar desde un barco frente a la costa de Long Island, luego de que los marineros de a bordo “lo rechazaran de mala manera, como me rechaza el resto del mundo” (a Tennessee Williams le fascinaba tanto la historia que pidió que a su muerte arrojaran su cuerpo al mar en donde se había ahogado Crane, pero su parentela prefirió ignorar el pedido porque está prosaicamente enterrado en un cementerio de Missouri). El cadáver de Johnson fue descubierto por la guardia costera. Asombrosamente, flotaba boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho. Dos adolescentes confirmaron haber visto la tarde anterior a un hombre que se tiraba al mar desde un puente y daba unas brazadas de espaldas antes de dejarse llevar por la corriente. Estaban tan drogadas que no avisaron a nadie, pero recordaban el hecho porque una de ellas dijo a la otra: “¿Qué clase de idiota puede ponerse a nadar a estas horas con este frío?”. Según ellas, eran exactamente las siete y cuarto de la tarde (7+1+5=13). Johnson tenía sesenta y siete años al morir (6+7=13), la policía encontró 1642 dólares en sus bolsillos (1+6+4+2=13), la tarde anterior se había registrado en un hotelito de la localidad de Sag Harbor Cove (trece letras) llamado Barons Cove Inn (trece letras), donde pidió el cuarto 247 (2+4+7=13). Hizo sólo una llamada desde la habitación, a un amigovio llamado Willard Wilson (trece letras), a quien le anunció que preparaba un evento. Qué evento, preguntó Wilson. Mi evento, contestó Johnson. Luego de cortar, partió en su VW hasta el puente más cercano, saltó la valla protectora y se tiró al mar.
Johnson vivía desde 1968 en una prefabricada en Locust Valley, a hora y pico de Nueva York (según sus amigos, había determinado que “ya no se podía vivir en la ciudad” el día en que a él le robaron la billetera y, a unas cuadras de distancia, Valerie Solanas le disparó a Warhol). Sin embargo, ninguna de las amistades de Johnson conocía aquella casa. Cuando la policía entró después del suicidio, el lugar carecía de muebles, salvo archivos y cómodas y cuadros en las paredes. La obra de Johnson estaba guardada en cajas, cajones y cajoncitos, rotulada al milímetro, y en las paredes de las dos habitaciones todos los cuadros colgaban vueltos contra la pared, salvo una foto de Johnson que miraba a los visitantes, pero no desde la altura de los demás cuadros, sino a la altura del zócalo.
En los días posteriores se supo que Johnson no estaba enfermo, que no se había suicidado por falta de reconocimiento, ni por artista maldito, ni por penas de amor: lo hizo porque su muerte era la pieza indispensable para completar su obra. Incluso aquella foto que miraba a los policías desde el zócalo de la casa del suicida tenía su historia: el retratista Chuck Close estaba preparando en esos meses una muestra para el MoMA, y Johnson (que a esa altura ya era un chiste bastante extendido en la escena artística neoyorquina) se enteró y le pidió estar. A Close le divirtió la idea, pero Johnson no quería arriesgarse a que su foto quedase fuera de la muestra, así que fotocopió el retrato que le había hecho Close y lo mandó por correo al bibliotecario del museo (sabiendo que el tipo conservaba toda correspondencia de artista que llegaba a su escritorio): así se garantizó que el MoMA tuviera una foto de él a su muerte.
Cosa que resultó providencial porque, a partir de ese momento, comenzaron a aparecer en las revistas de arte, primero tímidamente y después con progresivo descaro, las palabras que Johnson había anhelado en vano leer toda su vida sobre su persona y su obra. La crítica Roberta Smith escribió en el New York Times: “Que la Historia haga lugar para Ray Johnson y su exquisita intensidad emocional”. Billy Name, uno de los habitués de la Factory de Warhol, declaró en Art News: “Roy Lichtenstein era una persona que hacía arte, Andy también. Ray Johnson no era una persona: era arte... Por eso es un artista de artistas”. Sus amigos hacen todos los años un homenaje al occiso en aquel puente de Long Island, y lo anuncian así: “Su entrega a las proporciones oceánicas que licúan todas las diferencias es un mensaje de que debía entregar su conciencia para hacerse por fin uno con aquello a lo que siempre perteneció” (¿sic?). En vida, Johnson había conseguido que unos estudiantes de cine que vivían en su cuadra lo filmaran. Ante la fama post-mortem de su vecino, los muchachos montaron un documental titulado How to Draw a Bunny (A Pop Art Mystery Movie), que por supuesto hoy es una película de culto. En ella se ve a Johnson dibujando sobre sus collages una y otra vez el conejo (dos orejas y una pija dibujadas como por una criatura de cinco años) que se convertiría en su marca de fábrica.
Gertrude Stein decía: “Ser un genio lleva un montón de tiempo de estar sentado esperando que te descubran y planeando cómo habrá de ocurrir”. Le faltó definir cuál es la delgada línea que separa al artista conceptual del pelotudo ilustre. Afortunadamente, Ray Johnson se encargó de hacerlo por ella, y hoy todos podemos diferenciar a los unos de los otros.
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