CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Debe ser por influencia de una última y jubilosa relectura de las novelas de James Cain –el de El cartero llama dos veces, Serenata, Pacto de sangre y otras sangrientas desmesuras con inevitable mujer fatal– que volví a una definición que tiene sus años, mantiene vigencia de apotegma, como diría el General. Es la que dice que, ante una mujer cigarrillo en mano que te encare, hay dos posibilidades: que busque fuego para encender o cenicero para descargar. Todas las historias negras que valen la pena de ser contadas o escritas calzan en las generales literales o metafóricas de alguna de esas dos variantes.
Por ejemplo y por lo común, las minas de Cain, al menos en el cine –que no siempre respeta ni debe respetar la letra–, desde Lana Turner a la perversísima Stanwick, modelo acabado por Billy Wilder, todas iban de salida al frente con el faso sin filtro de los años treinta por delante de los ojos fijos, pequeña lanza en ristre al corazón del lancero encendedor que las encendiera, las ayudara a enviudar sin culpa y con seguro.
Si ésa es la mina de ida, que va hacia el fuego como una equívoca polilla con aguijón, también está la otra, la mina de vuelta, quemada, que vacila portadora de cenizas incolocables, empardadas a sus ojos tristes, necesita dónde poner los restos de una pasión mal consumida, las pruebas, lo que le quedó del festín o los errores; sólo busca un cenicero, un gil, un depósito para la pena o el cadáver en el sótano.
Basta con recorrer la lista de los vulnerables personajes de Goodis, sometidos a la fatal rubia esquinera, las minas pesadísimas de Jim Thompson o el repertorio de regaladas por interés compuesto que se cruzan en el camino y se estiran en el espinoso lecho de Spade o Marlowe buscando primer fuego o tardío cenicero –con poca o ninguna suerte ulterior– para ratificar la tipología con sutiles variantes. Y ni hablar de Spillane y trogloditas ulteriores. Quiero decir: cierta novela policial suministra el esquema, con variantes recurrentes, de la metáfora del faso revelador de cierta condición femenina. Y no debe ser casual que si bien hay y habido grandes autoras de narrativa criminal dentro del esquema clásico de detection a la inglesa, no hay mujeres cultoras de la novela hard boiled o negra durante su período de nacimiento y apogeo. No contamos a la notable Patricia Higsmith, claro, pero la creadora del Ripley no nos sirve de excepción a la regla precisamente.
Por eso, lo perturbador o indecente sería bajar el modelo ficcional a su versión soft, cotidiana, sin puñaladas traperas ni alevosas manipulaciones criminales ostensibles. La vida diaria en el amor, digo, la esgrima convencional del arrime y la seducción, ¿podrían definirse en términos de intercambio de fuegos y cenizas?
Para cierto machismo menos impresentable que políticamente incorrecto, sería fácil reconocer al hombre requerido, supuesto portador de la soberbia llama que se quema, se funde en el encendido del convite femenino; o al santo varón que se ofrece equívoco contenedor, se abre como depósito de lágrimas, cenicero de últimas, y queda ahogado o marcado por la herida gris, la furia oscura de la brasa apagada de prepo.
El del cigarrillo mediador y revelador de actitudes es sólo un modelo ficcional masculino, fechado y poderoso, como los reconocibles desde hace décadas en las tiras televisivas de la tarde de los canales de aire, o las sitcoms más aggiornadas al paladar femenino bienpensante que mira el cable.
Lo más triste y sintomático para nosotros, lectores impenitentes de novelas llenas de humo y de disparos en la noche, espectadores de películas en blanco y negro con tipos de sombrero y mujeres sin filtro, es que ya no se fuma, que ya no se puede fumar, que no se debe incluso, y que pronto no se sabrá –como pasa con los diez mandamientos o las veinte verdades– de qué estamos hablando al pedir fuego o mencionar el ominoso cenicero.
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