› Por Fernando D´addario
El primer porro fue en la colimba, de madrugada. Aunque el cuadro ambiental no podría competir con la mística inaugural de un fogón en Gesell o de un recital de los Rolling Stones, acreditaba el dudoso prestigio de lo bizarro. Eramos cuatro soldados de guardia, ligeramente fumados, a cargo de la seguridad de un regimiento porteño en tiempos de efervescencia carapintada. De los efectos de aquella primera vez sólo recuerdo la sensación de graciosa inutilidad que experimentaba al verme vestido de fajina, con un FAL al hombro y un casco que me tapaba los ojos; lo suficientemente grande, claro, para disimular que estaba escuchando no sé qué de Pink Floyd en el walkman. Alfonsín podía quedarse tranquilo: la lealtad del Ejército regular estaba, en lo que a nosotros concernía, completamente garantizada. A un quinto soldado, el único de nuestra bandita que no había fumado, se le escapó un tiro al aire por error (era bastante boludo). Nuestro superior inmediato, un sargento bastante buena onda, estaba tan borracho que no le dio importancia a la detonación y siguió durmiendo.
Varios meses después, el robo de una considerable cantidad de armas livianas conmocionó el regimiento. El Ejército inició un sumario interno que apuró una curiosa modalidad investigativa: a partir de la batida de un colimba “dealer” (que a cambio se aseguró la baja) nos juntaron en un pabellón a todos los soldados a quienes el pibe les había vendido o convidado porro. Al parecer, había sido tan buen vendedor que en pocos minutos se reunió, casi, un nuevo batallón de Patricios. Nos hicieron desnudar y formar en fila mirando a la pared. Así estuvimos un día entero, a pan y agua, sin poder hablar entre nosotros. La estrategia de los sabuesos uniformados estaba mediada por el más puro pragmatismo: pretendía quebrar a los “drogadictos” para que alguno brindara información sobre las benditas armas robadas. Recuerdo las palabras del oficial que me interrogó: “Sabemos que tenés un problema, te queremos ayudar, ¿qué sabés de las armas?”.
Estuve dos días incomunicado, hasta que la oportuna intervención de un familiar derivó en una provechosa entrevista de mis padres con el entonces jefe de operaciones del regimiento. Alertada sobre la causa de mi incomunicación, mi madre no descartó la posibilidad de que su hijo estuviese involucrado en el tráfico internacional de armas de guerra, pero negó horrorizada la insinuación de que yo, Fernandito, fuese capaz de fumarme un cigarrillo de marihuana. Finalmente, el oficial del Ejército dictaminó que “Fernandito” era un soldado correcto, tanto en la oficina como en las eventuales guardias; me convocó a su oficina y, delante de mis padres, me absolvió.
En lo sucesivo, no hubo en mi casa mayores alusiones al tema “drogas”. Una vez cada tanto, cuando yo aparecía con los ojos achinados y una breve alteración psicomotriz (atribuible, por otra parte, a mi torpeza habitual), mi madre acudía a su manual de recomendaciones domésticas, que nunca excedían el temor por un exceso en el consumo de alcohol. Pero una noche, en una reunión familiar, comentando una noticia periodística sobre un chico que había sido detenido por tenencia de marihuana, una tía arriesgó: “Está muy mal que lo detengan al chico. No es culpable”. Todavía estaba sorprendido ante semejante aggiornamento jurídico en mi familia, cuando mi tía agregó, recomponiéndose en su fe católica: “No es un delincuente, pobrecito, es un enfermo, ¡hay que internarlo!”. Y yo, que no fumaba desde hacía meses y ya me veía haciendo otra colimba, pero en el Cenareso, tuve ganas de retrucarle. Podía haberle dicho que de todos los amigos míos que fumaban la mayoría no eran adictos; que un par sí, nobleza obliga, pero en esos casos la marihuana era el menor de los problemas; que había quien mejoraba notablemente su humor y su creatividad con un porro entre los labios, pero estaban también los que se volvían más pelotudos que de costumbre, y que la tía, si miraba bien a su alrededor, podía reparar en sus primos, que se gastaban el 80 por ciento del sueldo en el casino y no eran perseguidos por nadie, siempre que tuvieran dinero para responder por sus malas jugadas.
Pero no le contesté nada a mi tía, a quien, por lo demás, siempre quise mucho. Puse cara de “sano”, pedí otro plato de ensalada, me tomé un jugo de pomelo y me fui a dormir temprano, pensando en que, tal vez, tanto mi tía como mis “superiores” en el Ejército nacional respondieran a cierta lógica: quizás había en “nosotros” (e incluyo aquí a ese rejunte universal y heterodoxo de fumones, a los inspirados y a los pelotudos, a los que no se pueden acostar sin fumarse un caño y los que eligen ocasiones especiales para el ritual sin sufrir por la abstinencia) una especie de desajuste cultural irreversible que nos separaba de “ellos” (aquí el colectivo también es amplio, pero no vale la pena nombrar a sus integrantes); una escala de valores distinta, que “ellos” percibían pero no podían encajar en su mundo, optando entonces por diagnosticarnos criminalidad o desviación patológica. Un fallo judicial despenalizador contribuirá sin dudas a aliviar la carga objetiva de culpabilidad del consumidor. Pero la enfermedad no se arregla así nomás. Tías habrá siempre.
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