Mié 20.11.2002

CONTRATAPA

Maldito tesoro

› Por Rodrigo Fresán

UNO De regreso, acá empezó el invierno, permítaseme por una vez la maniobra juvenil de que esto parezca –pero no sea– una nota para las páginas más rockeras del diario, y voy a ver a Coldplay en vivo. Pensar en Coldplay –banda joven– como parte de ese nuevo movimiento de música agonista donde se le canta al final desde el principio de la adolescencia. Música para lobos esteparios ruteros. Coldplay y Travis y David Gray son el equivalente a Herman Hesse o a J.D. Salinger o a Jack Kerouac mientras que Radiohead, supongo, bien podría musicalizar a William Burroughs y Eminem es una lograda traducción de Céline a la estética rap. La diferencia, claro, es que los escritores y los libros envejecen. La música, pareciera, se mantiene más o menos joven. Tal vez la explicación para esto sea que la música te chupa la sangre mientras que uno le chupa la sangre a los libros. Tal vez la explicación esté en que la música está hecha con plástico y los libros con árboles.

DOS Pero los músicos –como cualquiera– se arrugan. Largo reportaje al cantante y líder de Coldplay en el mensuario inglés Q donde –con sonrisa casi llorosa– confiesa su pánico por estar quedándose tan pelado tan pronto, tan joven. Mientras tanto, la modelo de 17 años Cecilia Winberg denuncia la desesperación y el asco que le produce el acoso telefónico de Mick Jagger: “Es tan viejo como mi abuelo”, gime. Esta semana salen las nuevas y póstumas canciones de George Harrison, el fantasma de Kurt Cobain recorre Europa y USA y en siete días Bob Dylan lanzará el compact doble que registra una triunfal y caótica gira que tuvo lugar hace un cuarto de siglo. Y, viendo a Coldplay, pienso una vez más en ese curioso bucle espacio-temporal que nos hace pensar, siempre, que los músicos son mayores que nosotros. Está claro que yo le llevo por lo menos una década larga al cantante de Coldplay y que –todavía, por ahora– tengo menos pelo que él; pero tal vez porque empezamos a escuchar rock durante nuestra adolescencia, los rockers siempre nos parecen por lo menos un poquito más grandecitos. Ya lo dije –y atormenté a varios amigos con esta epifanía boba– los Beatles eran unos niños cuando se separaron y, sin embargo, siguen creciendo. Es más: dos de ellos están muertos... Le comento todo esto al amigo de cuarenta y dos años con el que fui al concierto de Coldplay. Me escucha con relativa atención y sonrisa relativizadora. Me dice: “Ya se te va a pasar eso”. Me pregunta: “¿Cuándo cumples los cuarenta?”. Le respondo que el año que viene y agrega: “Disfruta los pocos meses que te quedan. A esta misma hora dentro de doce meses te juro que todos los músicos te parecerán inequívoca e inapelablemente más jóvenes que tú”. Ahora, aquí, en Barcelona, Coldplay termina su impecable set de apenas poco más de una hora. Es que –a diferencia de lo que ocurre con los Rolling Stones– todavía no tienen un repertorio demasiado amplio. Pero está bien así, corresponde, pega justo y suena bien: después de todo, la juventud es tan pero tan breve. A la salida, todos los vendedores que ofrecen remeras de Coldplay, posters de Coldplay y cervezas frías y juguetonas son –su acento los delata– jóvenes argentinos que alguna vez juraron vivir y morir coronados de gloria y sin embargo aquí están, haciendo lo que se puede. Y lo que se puede hacer es tan poco. El tiempo pasa y el espacio que hay entre el No Future! punk y esa vejez que los optimistas diagnostican como una segunda infancia es cada vez más breve y tiene algo de truco de magia: ahora lo ves, ahora no lo ves y la juventud –que alguna vez fue una novela larga– ahora es un video-clip corto. O tal vez siempre haya sido así. Tal vez la juventud no sea otra cosa que aquel espejismo que recuerdan los grandes mientras los jóvenes están muyocupados pensando en qué carajo van a ser y a hacer cuando sean grandes, ahora nomás, ya.

TRES A lo que iba y a lo que quería llegar: vivimos la paradoja mundial de un mundo marcado por un marketing juvenilista donde –sorpresa o no tanto– los jóvenes encajan cada vez menos en los pocos y contados lugares disponibles. El panorama desde mi puente que cruza el ecuador de una vida es, creo, tan desolador como inquietante y, sí, atemporal y eterno. Aria y variaciones para la más vitalista de las naturalezas muertas donde Coldplay canta letras donde se lee que “vivimos en un mundo hermoso” y “no todo está perdido” acompañadas –detalle interesante– de la música más triste y melancólica de los últimos tiempos. Una modernidad eterna apuntalada siempre en el sólido y frágil romanticismo. Ese virus que prende en todas las juventudes porque qué sentido tiene sentirse inmortal si uno no puede sentirse muerto y recordar nuestros grandes clásicos generacionales: “Canción para mi muerte” empieza con las palabras “Hubo un tiempo en que fui hermoso...” y “La balsa” aconseja construirse una embarcación cuyo destino no es navegar hacia mejores orillas sino la épica derrotada del naufragio antes de llegar a esa playa donde alguien –¿nosotros?– enterró al maldito tesoro de la juventud. Lo que ofrece Coldplay –lo que hace con tanto talento, lo que lo ha llevado a los primeros puestos de ventas– es un producto coherente y un evidente signo de los tiempos: no es música pop; es música puf. Es el sonido de la cuesta arriba y del descubrimiento de que, conquistada la lomita, se comprende que no es tan diferente al valle. Y que alguien nos ha estado tomando el pelo y que, claro, por eso, el pelo empieza a caerse. Y esto es sólo el principio del fin. Pero, después de todo, no está tan mal. Hay cosas mucho peores, incluso, que estar ofreciendo latas de cerveza y camisetas en una noche helada y tan lejos de casa. Hay pequeñas personas que no tienen ni siquiera la suerte de ponerse a pensar en la relatividad de la juventud porque, antes de llegar a ser jóvenes y comprender que el pelo se cae, acaban apenas empezados, con los huesos por encima de la piel y muertos de hambre en un país que alguna vez –cuando tenía menos años– fue el supuesto Granero del Mundo. Un país joven con todo el futuro por delante en lugar de un país obligado a masticar y tragarse ese poco nutritivo lugar común de que el pasado siempre fue mejor o, por lo menos, mejor alimentado. Y aquí vienen los bises, viejo. Vamos, todos juntos, una vez más, hasta el próximo desconcierto.

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