Vie 22.11.2002

CONTRATAPA

Carta de amor a Charly García

Por Jaime Avilés *

Maestrísimo: voces airadas me dicen que, por mi culpa, mi anónima culpa, estuviste a punto de pegarte un tiro la mañana del domingo pasado. Yo fui el autor del pie de foto que en la sección de espectáculos del diario La Jornada de México decía: “La noche del viernes en el Salón XXI, Charly García ofreció el peor concierto de su carrera en México”. En realidad no lo dicté así, pues la versión original de aquel texto poseía este preámbulo: “Por causas ajenas a su voluntad, la noche del viernes”, etcétera. Sin duda, alguien pensó que la frase era muy larga y la recortó sin consultarme. Yo no estaba en la redacción, sino en la calle, y veía del mundo sólo aquello que absorbía la pupila de mi ojo izquierdo, toda vez que el párpado y la ceja del derecho habían crecido a causa de la sangre derramada por dentro de la piel, porque, vos lo sabés, guitarra negra, nos siguen pegando abajo y también arriba. El que me apagó esa lámpara fue un pandillero de mala madre que trabaja como “agente de seguridad” en la “empresa” llamada SOS, cuyas siglas, infiero, significan: “siniestros ojetes soplapitos”.
La mañana de un día de mayo, tres años atrás, sentado en un avión que volaba en medio del Atlántico, encontré en los audífonos del servicio musical de la cabina una voz porteña que te anunciaba así: “A continuación, del célebre concierto de Miami, la versión en vivo del clásico de Charly García, ‘Rezo por vos’, interpretada por su genial creador”. Y te juro, maestrísimo, que si la escuché 10 veces fueron pocas.
Dos meses más tarde, colgado de un poste, como reportero trucho, al pie del escenario que te habían montado en el Zócalo para el maravilloso recital que diste con Mercedes Sosa, lloré cuando acariciando tus cinco teclados al mismo tiempo tocaste “Rezo por vos”, y te juro de nuevo, maestrísimo, que morí sin morir, y me abracé al dolor, y lo dejé todo por esa inmensa felicidad irrepetible.
Una noche, enero de este año aciago de 2002, en el living de la casa del Cabezón Serafini, esquina de Córdoba y Pasteur, naturalmente en Buenos Aires, apareciste en la televisión detrás de un piano, flanqueado por un vaso de whisky y un cenicero repleto de puchos, jugando, bromeando, improvisando coplas, tañendo los martinetes como un Rubinstein canchero, burlándote de Duhalde a voz en cuello, mientras los vecinos de los departamentos de arriba, de abajo, de enfrente y de atrás preparaban la comida de la noche con delicadeza excepcional, porque en aquella época, si a alguien por descuido se le hubiera caído la tapa de una cacerola, todos los hombres y las mujeres del barrio habrían salido a protestar, y el quilombo no habría parado sino a las 4 de la mañana, entre llamaradas y nubes de gas mostaza.
Por eso, maestrísimo, cuando supe que venías la semana pasada a tocar en el Salón XXI, me puse al frente de una procesión, y secundado por mis cuadernos, el Pedro y el Cravis, nuestras respectivas novias y los hijos y nietos y choznos que hemos procreado entre todos, copamos una mesa en el “palco de prensa”, justo a la izquierda de tus teclados para verte mejor, y no nos emborrachamos despacio, como recomendaba el viejo Onetti, y ni siquiera nos emborrachamos porque todo era roñosidad, y los meseros pasaban a visitarnos cada 75 años, como el cometa Halley. Casi no había gente, porque a nadie se le ocurrió promover tu espectáculo, y como no había dinero en la taquilla, alguien alquiló una plantita de luz miserable, para ahorrar y, por lo tanto, la iluminación era tétrica, no había música ambiental para entretener a los imbéciles que habíamos entrado, y los técnicos tardaron horas en colocar el equipo de La Revolución de Emiliano Zapata, el grupo que iba a antecederte, y luego perdieron aún más tiempo en retirarlo, porque el manager temió que laplantita de luz se fundiera con ellos y prefirió echarte por delante, y que se fundiera contigo.
Así que saliste, querido Charly, como telonero de ti mismo, pero nadie se tomó la precaución de ecualizar tus instrumentos y tus bocinas, y cuando atacaste los primeros arpegios de tu primera composición, yo me levanté a gritar desde la negra nicotina de mis cansados pulmones: “¡Suena horrible!” (tengo testigos: un perro, la madrugada, el frío). Los sonidos graves aplastaban toda noción de armonía y melodía, tapaban la voz y destrozaban el ritmo. Te lo juro, che: sonaba como la concha de la lora. Pero tú, cercado por los monitores que te devolvían el canto de tus pianos y de tu voz, parecías feliz, como sin duda lo estabas, entregándote en cada pieza, sudando de amor por tu música, y lo mismo le ocurría a María Eva, y la gente, la poquita gente bailaba a tus pies, y así transcurrió la noche, hasta que, de pronto, sin decir adiós ni nada, te alzaste del banco y saliste con pasos de trapo y te fuiste a morir al camerino donde más tarde nos encontramos, tú agonizando y yo recién madreado.
La mesa donde te aplaudíamos, mi tribu más que yo, estaba junto a una mampara tras la cual te habíamos visto subir a escena, y para verte salir, mi hija y mi novia, y no sé quién más, se treparon en unas sillas para asomarse al abismo y despedirse de ti. Pero entonces, un soplapitos del SOS intervino para ladrarles que se bajaran. Yo me interpuse y lo mandé a la mierda, le dije que eran reporteras y que estaban trabajando. El soplapitos se retiró para volver a los pocos minutos, y con refuerzos. ¿Profesionales de la “seguridad”? ¿Expertos en el manejo del orden público? Pura madre: venían a cobrar venganza, y un flaco, moreno, alto, de bigotito oriental, su jeta no se me olvida, se encaró con el Cravis, y yo me interpuse otra vez, aunque ahora obsequioso y conciliador, dada la nueva correlación de fuerzas, y entonces prodújose una escena que quiero regalarte: lo primero que vi fue que el flaquito oriental me hacía una lenta reverencia, después se me doblaron las piernas y me fui de lado, sin saber a dónde ni por qué, y finalmente empezó a dolerme fortísimo la ceja derecha.
Comprendí, o más bien deduje, que me habían asestado un cabezazo, y cuando me aprestaba a reclamar descubrí que el Cravis sangraba de la misma ceja. Y a la mañana siguiente...
Iba por la calle, reparado de la vista como ya te expliqué, cuando en el interior de mi ropa sonó el teléfono que me ha convertido en cabina ambulante. Llamaban del periódico para preguntar por la nota. Dije que estaba tuerto, pero que, para cubrir el espacio en blanco, pusiéramos unas fotos y el pie que estuvo a punto de orillarte al suicidio. Lo dicté y seguí de largo, recordando que en medio de la trifulca y en busca de nuestro agresor, el Cravis y yo entramos al área de camerinos, y de repente empujé una puerta creyendo que ahí estaba escondido el soplapitos, y entonces, querido Charly, te vi sentado en un banco, empapado en sudor, con el maquillaje derretido sobre la cara, jadeando en éxtasis como si acabaras de hacer el amor con Dios y al mismo tiempo con el Diablo.
Termino con una promesa: esto no se va a quedar así. Quienes te trajeron a esta gira se burlaron de ti, de mí, de nosotros; cancelaron tus presentaciones en provincia, te consiguieron el peor escenario del DF y fueron tan mierdas que por su culpa terminaste palmando la guita que ellos, como era su obligación, tenían que haber perdido por ser tan incompetentes en su oficio. Pero el agravio, querido Charly, es tan intolerable que vamos, y hablo en nombre de muchos, a organizarte un gran concierto en el Zócalo, que será a la vez un homenaje a la gloria de tu genio. Sólo te pido una cosa: aguanta, compadre, no te rindas, que lo vas a ver; tenlo por seguro...

* Periodista y escrito mexicano. Especial para Página/12 de La Jornada.

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