› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO La palabra medley –según la Wikipedia– significa “una serie de canciones o trozos de canciones unidas en una sola interpretación larga”. La enciclopedia on-line aclara que la maniobra medley suele ponerse en marcha cuando se trata de rendir tributo a otro artista. Una manera de contarlo y cantarlo todo en poco pero sustancioso tiempo. Un resumen de lo ejecutado a cargo de un segundo o tercero que, por lo general, no suele hacerle justicia al primero. Pero, dicen, lo que importa es el gesto.
DOS Mi primera percepción de la palabra medley –señorita, yo, yo, yo.. ¿no ve que levanté la mano primero?; señoras y señores, ¿dejaremos alguna vez de hablar de ellos?– tiene que ver y oír y sentir con Los Beatles. Ya saben: el Lado B de Abbey Road, despedida que la semana pasada –26 de septiembre– cumplió cuarenta años y que, originalmente, iba a ser el Lado A. Lo que, claro, habría cambiado toda la historia: porque entonces la leyenda terminaría no con el epifánico “The End” y la bromita accidental de “Her Majesty” (que quedó allí gracias al descuido del junior de estudio John Kurlander) sino con ese brutal y ominoso coito interrumpido para siempre de “I Want You (She’s So Heavy)”. Me entero de todo esto que no sabía sobre el medley de Abbey Road –al que Los Beatles siempre llamaron “The Big One” o “A Huge Melody”– en el último número de la revista inglesa Mojo, que dedica su portada a la efemérides y viene con un cd-regalo de Abbey Road radicalmente reinterpretado in toto por nombres como Robyn Hitchcock, Cornershop, Glenn Tilbrook. Y lo más curioso –o no– de todo: en esta versión conmemorativa y 2009, el medley aparece de-sarticulado, suelto, como si a los de ahora les resultara imposible pegar lo que entonces reunieron con tanta gracia y elegancia aquellos que se estaban separando.
TRES ¿Y alguna vez terminaremos de saberlo todo sobre Los Beatles? Supongo que no. Y está bien que así sea. Supongo, también, que olvidamos muchas de las cosas que sabemos sobre ellos para experimentar el infantil y maduro placer de que nos las vuelvan a contar de otra manera. Los Beatles –la leyenda cierta de Los Beatles– funciona un poco como los cuentos de hadas de ya varias generaciones. La inolvidable historia siempre es la misma pero –para algunos la bruja es Yoko, para otros el ogro es Paul, John es en ocasiones el más feroz de los lobos, George es el mago melancólico y Ringo el bufoncillo más valiente que todos los demás– no deja de estar sujeta a variaciones y a nuevos hallazgos en el bosque de su trama. Leyendo Mojo me entero también de que las sesiones de grabación no fueron tan amigables como se las contó hasta ahora (una tregua después de la batalla de Let It Be que todos intuían como el final de esa aburrida guerra pero, también, de tanta divertida paz a lo largo de los años); que en principio Lennon insistió en que todas sus canciones estuvieran juntas en un solo lado y separadas de las de McCartney, y que el título que primero se pensó para el disco fue el de Everest. Everest era la marca de cigarrillos mentolados que fumaba el sufrido Geoff Emerick, mano derecha de George Martin. La idea fue de McCartney y así ligar todo el asunto a la idea de pináculo, de lo más alto, de imposible subir más. Y hasta se pensó en despachar a la banda a los Himalayas y fotografiarlos allí. Pero enseguida todos se miraron, lo pensaron mejor y se dijeron: “Saben qué, hagámoslo aquí mismo, salgamos a la calle, una foto rápida, cruzando de una vereda a otro, llamémoslo Abbey Road”. Y así fue, así sigue siendo, todavía están allí, en fila, para siempre, camino a ninguna parte y a todos los lugares del universo.
CUATRO Y el medley, claro. Lo del principio de esta contratapa y lo del final de ese disco. Lo para mí intrigante del medley son dos cosas. La primera de ellas es que son pedazos de canciones que nunca fueron más que pedazos. Al menos, no he oído en ningún pirata ni en la correspondiente Anthology los restos inmortales de alguna de ellas. Lo que nos llegan –luego de “Here Comes the Sun” advirtiéndonos que aquí viene la luz de lo más luminoso aunque aparezca teñido de cierta tristeza– son partículas, piezas de rompecabezas, palabras de crucigrama difícil que sin dificultad acaban componiendo la discusión apenas codificada de una ruptura. Se habla de que “nunca me das tu dinero”, del fin de un “sentimiento mágico”, de “no tener dónde ir”, de saber que se llevará “esa carga por un largo tiempo”. Y, al final –luego del único solo de batería de Ringo (quien odiaba los solos de batería), del trío de guitarras eléctricas en llamas y del mantra insistente de un love you, love you– se acaba en el amor y en cierta forma de justicia: te llevarás la misma cantidad que hayas dado. “Una línea muy cósmica y filosófica”, según Lennon. La segunda de esas cosas es que –conscientes de que la fiesta se acaba– Los Beatles arman su propio medley en base a greatest hits fantasmales a la vez que futuristas y se autohomenajean a sí mismos. Como diciéndonos que les queda tanto adentro, que aquí va una muestra de lo que yace en cajones que nunca serán ataúdes, pero que –es una pena– se terminó el tiempo disponible. Así que esto es algo así como los títulos al final de la película aunque, oh yeah, all right, vas a estar en mis dorados sueños esta noche.
CINCO Esta mañana escribo todo esto sobre el medley de Abbey Road –ahora que lo pienso, estas contratapas tienen, por lo general, iguales modales pero tanta peor educación– y me digo que toda vida es un poco medley: fragmentaria, saltarina, espasmódica e imprevisible. El problema es que rara vez se alcanza un final –uno de esos finales que nos permiten mirar atrás con la certeza de haberlo hecho– como “The End”. Quizá todo se deba a que las vidas de nosotros son –gracias otra vez, Wikipedia– más popurrí o poupurrí o poupurrit o pot-pourri: sinónimos bastardos de medley que, también, sirven para designar un popular platillo ibérico de tufo planetario también conocido como olla podrida. Nombre este último que, me parece, se ajusta perfectamente cuando se trata de definir numerosas existencias de seres que jamás deberían existir o haber existido. Es decir: si hiciste las cosas bien, te toca incorruptible medley; si no, a la olla y a pudrirte.
En cualquier caso –subida de impuestos en España y en plena recesión que no ha sido explicada como se debe a los contribuyentes (¿se aumenta para hacer frente al creciente gasto social o para salir de la crisis o porque el gobierno tiene deudas?), escandalillo por una foto de las hijas de Zapatero de viaje por EE.UU., protestas evangélicas por la venta libre de la píldora del día siguiente, informaciones contradictorias por lo de la gripe A, nuevas porquerías del PP saliendo a flote, ese Maxwell en Irán, ese Mean Mr. Mustard en el Vaticano”– Los Beatles han vuelto a salvarme, por un rato, de pensar en cosas desagradables para después tener que ponerlas por escrito. Para esto estaban, están y seguirán estando, también, Los Beatles.
De verdad –de nuevo, no será la última, siempre habrá un Había otra vez... para estos cuatro masters remasterizados– nunca suficientes muchas gracias por todo lo que nos dieron y nos siguen y seguirán dando y, come together, todos y todo junto ahora.
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