CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Como en algún momento lo hiciera el acérrimo y tan querible fundador del humor negro moderno, Jonathan Swift, yo también quisiera hacer “una modesta proposición”. Swift, se sabe, proponía –ya en el siglo XVII: qué diría hoy– que para resolver el problema del hambre en Irlanda la mejor solución era que los irlandeses se comieran a sus propios hijos pequeños: sería un buen alimento, muy tierno y nutritivo, e implicaría la supresión inmediata de competidores a la hora de alimentarse. Aunque menos cínica y patética que la del deán, mi proposición –mucho más modesta: estúpida, incluso– propone instituir, a partir de hoy y de aquí en más, este tercer lunes de octubre, como el Día de la Madrastra. Como ven, no era para tanto. Y será un acto de justicia.
En principio, la fecha es perfecta porque se conmemorará luego del Día de la Madre. Y la madrastra es por definición la que viene después, substituto, copia infiel, versión diferida y retrato movido; caricatura malévola de aquella que –por definición popular– hay una sola. Es muy jodido estar en el banco de los suplentes y entrar en lugar del ídolo por lesión grave; definitiva, digamos.
Además, la madrastra está condenada y bajo sospecha desde el nombre. El sufijo -astro/-astra tiene connotación negativa en castellano. Un poetastro, un politicastro, un gilastro, incluso... son definiciones peyorativas, que insinúan falta de categoría, mediocridad. La madrastra debe luchar contra el diccionario. Pero eso sería lo de menos: lo peor es la leyenda negra hecha a partir de los cuentos tradicionales.
Nadie que haya leído o visto en versión Disney desde Blancanieves a Cenicienta y otras tantas heroínas menores podrá ignorar lo que significa en todos estos relatos, habitualmente medievales, la orfandad femenina (siempre es una nena / princesa la desmadrada): la reinas buenas / madres buenas se mueren como moscas y los reyes / padres buenos suelen ser ineficaces (cómodos, ciegos o pelotudos) a la hora de elegir reemplazante. La madrastra –en este contexto– suele ser el disparador de la desgracia, la entregadora a las fuerzas del Mal. Con ella empieza, para la damnificada, la era oscura de la penuria y el desamor. El adjetivo clásico para la madrastra es “malvada”. No tenemos calificativos para el padre.
En estos relatos es casi imposible deslindar dónde terminan las madrastras y empiezan las brujas, emblemas de lo más perverso en un sistema cerrado en el que todas son mujeres. Los padres ausentes con / sin aviso, últimos en enterarse de las desventuras de su hijita, y los leñadores que cumplen órdenes son habitualmente de palo. Como el príncipe providencial del beso despertador o el zapatito adecuado.
Así es cómo, con ese lastre conceptual, con esa maldición tradicional, la madrastra (mala) absoluta entra en el siglo XX y se encuentra –como toda la sociedad– con un nuevo estado de cosas: la posibilidad de ser / actuar de madrastra sin que se muera la reina / madre buena. Los usos y costumbres crean un nuevo tipo (un nuevo rol) de mujer: la madrastra relativa o de medio tiempo, la substituta parcial, resultado del eclipse parcial de madre por divorcio. Este papel –mucho menos que una condición definitiva– tiene todas las características de una mera función (ocasional, relativa) que no impide de ninguna manera el ejercicio (simultáneo o no) de otros roles que incluyen el de madre (irrenunciable en teoría) de hijos / hijas, a su vez, con madrastra.
Es decir: las madrastras de hoy suelen tener –en casi todos los casos– hijos que tienen, a su vez, madrastra. No sé a qué almuerzo habrán ido ustedes ayer, pero fíjense qué complicado era el esquema de la mesa, el dibujo, el arbolito de ramas cruzadas y entrecruzadas de las relaciones materno / madrastro filiales. Para un lado se veían hijos, para el otro hijastros. Y al revés.
Con todas estas boludeces quiero decir que hoy en día cualquiera que tenga vocación de madre (si eso existe) debe tener en cuenta que probablemente deberá tener por lo menos un poco de vocación de madrastra. Porque casi seguro que en algún momento le tocará. Y tendrá que hacerlo bien.
En ese sentido, cabe hacer justicia a las creaciones de la literatura decimonónica y del imaginario de la cultura de masas del siglo veinte, que han ido suministrando otras versiones de la madrastra menos deprimentes y dicotómicas que las medievales para niñas / princesas. En aquellos cuentos terribles y maravillosos –sin duda funcionales a los ideales de entonces–, la madrastra caía como una maldición impuesta hecha y derecha, como un rayo o una nube negra. En otras palabras: era lo indeseable, la maldición. En estos otros casos que quiero consignar acá, la madrastra –en cambio– viene a establecer un nuevo orden, restaurador, superador o conmovedor del de origen. Uno es el caso ejemplar del tema romántico de la institutriz que cae en la casa del viudo a criarle / cuidarle / educarle los hijos. Desde Jane Eyre o las novelas de Jane Austen, a The Sound of the Music (“La novicia rebelde”, si les gusta), estas lindísima vírgenes no entran en la historia como madrastras sino que se ganan el premio de serlo a través de la conquista de los niños y la seducción del macho viudo y melancólico.
Es evidente que ahí estamos en otro ejemplo de “literatura para chicas” en que la identificación no es (ahora) con la niña huérfana sino con la soltera altruista. Al final no hay príncipe joven sino viudo veterano y noble. Ser madrastra es un premio, un ascenso.
La versión menos light y más perturbadora de la madrastra moderna (de larga prosapia clásica, por demás) tiene que ver –por una vez– con la presencia y la perspectiva ya no de una hijastra, sino de un hijastro conmovido por la irrupción. El cine y la literatura contemporáneos han recreado el mito de la madre / madrastra incestuosa, esa Fedra –no puedo dejar de pensar en Melina Mercouri– en sus múltiples variantes, la mina que cae en la casa y mina, revienta (con inevitables buena o mala leche) las estructuras de afectos y lealtades. La figura tan actual y socorrida del padrastro corruptor hace juego más o menos perverso con la no menos morbosa de la madrastra iniciadora.
Sin embargo, no es necesario ir tan lejos o tan cerca para reconocer que las madrastras –víctimas de la malediciencia tradicional o heroínas de una equívoca modernidad liberadora– se merecen su día. Me gustan las madrastras. Estoy enamorado de una desde hace años, y pienso celebrarle su día a partir de hoy.
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