Vie 23.10.2009

CONTRATAPA

Esto no es un Warhol

› Por Juan Forn

No es fácil impresionar al hipercínico e hipermercantilizado mundo del arte, pero el ilustre marchand inglés Anthony D’Offay lo logró con creces el año pasado, cuando decidió cerrar su galería y entregar su colección de pintura contemporánea a la Tate Gallery por la suma “simbólica” de 28 millones de libras (su valor de mercado superaba los 150 millones de libras). El primer ministro, Gordon Brown, lo definió como “el más generoso presente artístico que ha recibido esta nación de parte de uno de sus ciudadanos”. Entre las piezas de más valor que componían la donación figuraba uno de los famosos “autorretratos en rojo” que hizo Andy Warhol en 1965. El mundillo del arte no acababa de reponerse del gesto de D’Offay cuando estalló otra bomba: la Fundación Warhol había dictaminado que el Autorretrato en rojo no era auténtico. A la Tate Gallery no le quedó más remedio que rechazar el cuadro y el donante se quedó con una tela cuyo valor había bajado de seis millones de dólares a cero en menos de una semana.

D’Offay sintió que su honor estaba en juego, decidió hacer juicio a la Fundación Warhol y sumó a su cruzada a otros coleccionistas y museos víctimas de similar situación (todos ellos habían pedido a la Fundación que les autenticara los Warhol que tenían y los recibieron de vuelta con un sello en letras catástrofe que decía RECHAZADO en el reverso de las telas). Lo que hace especialmente interesante la cuestión es que el Autorretrato en rojo es emblemático para los warholianos del mundo, porque marca un momento bisagra en su obra, que paso a relatar.

En 1965, el Museo de Filadelfia ofreció a Warhol la primera retrospectiva de su obra. Para celebrar el evento, Warhol decidió hacerse unos autorretratos con un procedimiento al que ya había apelado para hacer retratos por encargo: se tomó una foto en una de esas cabinas del metro de Nueva York en las que se ponía una moneda y se obtenía una tira de cuatro fotitos carnet. Eligió la menos expresiva de las cuatro y, usándola como molde, la mandó a estampar en dos decenas de telas. Las primeras diez fueron coloreadas a mano por él y sus asistentes (usando distintos tonos de fondo para cada tela). Para la segunda serie, de nueve copias, Warhol aceptó la sugerencia de su asistente Paul Morrisey y encargó al taller que estampaba las telas que también imprimiera los colores (“¡Qué idea genial: ahorramos tiempo, dinero y además no nos ensuciamos las manos!”). Eligió un rojo de fondo para todas ellas y agregó a último momento un mínimo toque de celeste en los ojos.

La idea era usar esas nueve copias para pagar la deuda que Warhol tenía con Richard Ekstract por el alquiler de los equipos de filmación que venía usando para realizar sus películas. Pero cuando Andy vio el acabado industrial que tenía aquella segunda serie de copias quedó tan encantado que envió una de ellas al Museo de Filadelfia para que la usaran como pieza de honor. El curador de la muestra la rechazó ofendido, a pesar de que Warhol argumentó que encarnaban a la perfección su propósito de hacer cuadros que carecieran de todo toque artesanal. Las nueve copias “industriales” terminaron usándose para pagarle a Ekstract y al taller de estampado y ahí quedó el asunto, hasta que uno de aquellos autorretratos en rojo llegó a manos de Bruno Bischofberger, representante europeo de Warhol. En una visita que Andy le hizo en 1969 a su galería en Suiza, Bischofberger le mostró la tela, le pidió que la firmara y poco después se la vendió a D’Offay. El británico había decidido la compra precisamente por la doble autenticación que tenía el retrato: la rúbrica de Warhol al pie y una dedicatoria para Bischofberger en el reverso del cuadro, con firma y fecha (“To Bruno B, Andy Warhol, 1969”).

El Bruno B terminó de alcanzar su importancia emblemática cuando el respetado crítico de arte Rainer Crone lo incluyó en el catálogo razonado que hizo de la obra de Warhol (el catalogue raisonné es una suerte de inventario oficial que establece el valor canónico de las obras incluidas). El Bruno B no sólo figuraba en aquel catálogo sino que el propio Warhol lo eligió como imagen de tapa. Desde entonces es la clase de pieza que todos los museos del mundo quieren tener: porque marca un momento de cambio decisivo en la obra de Warhol, porque es el primer cuadro en el que lo único que hizo su autor fue posar para la foto y firmarlo cuando ya estaba terminado. En otras palabras, el Bruno B es un Warhol precisamente porque Warhol no lo pintó.

Pero si la Fundación Warhol gana el juicio contra D’Offay, ningún museo del mundo hará el menor esfuerzo por tener el Bruno B. Hacerlo significaría ponerse a la Fundación en contra, ¿y qué museo del mundo se arriesgaría a que le desautentiquen los Warhol que tiene por aspirar a tener uno más? De manera que el Bruno B dejará de ser un Warhol, y los museos del mundo y el mundillo del arte lo aceptarán, porque la Fundación Warhol dice que Warhol no lo pintó, aunque sea la única pieza de toda la obra de Warhol autenticada tres veces por su autor (la firma, la dedicatoria al reverso y la inclusión en tapa del catálogo razonado).

Nada que no anticipara el Hombre de la Peluca Plateada en su casi omnímoda capacidad para predecir el futuro (y, en particular, las estupideces que nos aguardaban en el futuro). Basta recordar lo que contestó una vez que le preguntaron qué es el arte. “La pregunta está mal formulada”, dijo con su vocecita nasal y su característica cara de opa para contestar entrevistas. “La formulación correcta, y esa pregunta sí me interesa, es: ¿qué diferencia a dos cosas exactamente iguales, una de las cuales es arte y la otra no?” La respuesta, según Warhol, era: “Mi cuenta de banco”. La Fundación que lleva su nombre no podría serle más fiel.

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