› Por Eduardo Febbro
Desde París
El invierno los había ahuyentado de los parques. La piel helada de la nieve que cubrió el pasto y los senderos del jardín de Luxemburgo les cerró el acceso a esa zona apacible en donde, desde el fin del invierno hasta ya avanzado el siguiente otoño, se sientan en las sillas de metal durante largas horas al día. Este año resistieron más que los anteriores. Enfundados en gruesos pullóveres y gabardinas soportaron el frío de los primeros abrazos del otoño hasta que llegaron los duros días invernales y la invasión romántica de la nieve. Ya no estaban allí, pero no habían desaparecido de la ciudad. París es su morada, su territorio, su espacio, su reino irrepetible, su mundo persistente. Sólo aquí circula, múltiple y masiva, una silueta que ha logrado preservarse intacta a pesar de todas las tentaciones de la híper modernidad. Las pantallas que lo invaden todo, los teléfonos móviles con 3G+, wifi y televisión incluida, la prensa gratuita, los Mp3, Internet o los dvd no lograron desterrar a esa figura y a esa práctica cuya desaparición fue tantas veces anunciada por los voraces portavoces de las nuevas tecnologías: el libro y el lector.
Anónimo, plural, visible, siempre está ahí, cruzando la calle, sentado en un bar, abandonado a la lectura en los parques de París o en los bancos de madera que aún se encuentran a lo largo de avenidas y boulevares. No hay otra ciudad en el mundo con tantos lectores en la calle. No son un puñado entre miles, sino miles entre otros miles. A ciertas horas, en el Métro de París hay tanta gente con un libro en la mano como personas con un diario abierto. Seguido, uno se los cruza en la calle mientras leen. Absortos en el impacto revelador de las palabras, ajenos al tráfico, a los llamados del mundo que sigue su curso en las fronteras del libro, esos lectores desafían la oferta espectacular de la modernidad. El lector de París resistió a todos los oráculos y a los cambios que, en los últimos 20 años, fueron trastornando la fisonomía de París y la cultura del mundo. Las boutiques de ropa y la burbuja fashion se comieron primero decenas de restaurantes, de librerías y cafés. Con ellos se esfumaron los legendarios mostradores de zinc y las mesas donde posaron sus manos pintores, músicos y escritores que forjaron la cultura de los últimos dos siglos. En su lugar, como una plaga de termitas, surgieron las marcas internacionales. En los opulentos estómagos de Armani, Hugo Boss, Ralph Laurent o Kenzo yacen los restos de reliquias parisinas. Luego, a finales de los años ’80, la especulación inmobiliaria barrió los negocios de proximidad: queserías, fiambrerías y carnicerías de barrio, librerías pequeñas, verdulerías y mercerías fueron desplazadas por agencias inmobiliarias. Después le llegó el turno a los negocios de telefonía móvil, que aspiraron en sus ondas algo más de los rincones autóctonos de los barrios populares. Los supermercados y los fast-food vinieron más tarde para instalar sus imperios y hacer de París una repetida figurita de neones.
Se esfumó casi todo, menos un par de cosas: el mal humor de los parisinos, su recurrente hábito metafísico a no estar nunca contentos con nada, a ofrecer como primera respuesta ante una demanda una frase que bien hubiese podido decir Bartleby, el personaje de Melville: “Lo siento, no puedo hacer nada por usted” (Bartleby decía “preferiría no hacerlo”). Quedaron en pie las panaderías y, deambulando por la ciudad a todas las horas posibles, el lector. Es una multitud de expresión beata, de todas las edades y las condiciones sociales que desafía con su constancia y su lealtad las leyes y las modas. París los protege en su seno. Al final de un célebre poema de Las flores del mal, Charles Baudelaire escribió: “hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”. Habría que cambiar hoy el adjetivo y, en vez de “hipócrita”, poner “insólito lector”. Insólito, único y muchos, dueño de ese placer casi clandestino que es la lectura, liberado de todo para concentrarse en esa voz que le habla desde una página mientras circula en la ciudad. París es la capital de la lectura pública, la morada a cielo abierto de ese “monstruo delicado” que evocaba Baudelaire. A la irrealidad del ocio electrónico en los espacios virtuales, al mundo persistente de los juegos en línea, el lector de París le opone el viaje a través de las líneas de un libro en los espacios reales de la ciudad. Sin teclas, ni píxeles, ni guerreros temerarios, los lectores animan los infinitos mutantes de las palabras, los canales de la imaginación y el sentido original de la mayor invención humana: el lenguaje.
Allí están ellos atravesando la ciudad, auténticos y a salvo de todas las revoluciones, moradores recónditos de los mundos persistentes porque han persistido en un contexto que hace todo lo posible para que la lectura y el libro no existan más. El lector de París consume los objetos de la modernidad pero parece haber desplazado el espacio de la lectura a las regiones públicas. La ciudad y el viaje entre un punto y otro son sus franjas de lectura. Las imágenes de los lectores en los escenarios urbanos de París se suceden sin interrupción. Uno de ellos iba a las diez de la mañana por el Boulevard de Port Royal, vestido con impecable traje claro y un portafolio de cuero en una mano, caminando en zigzag con un libro abierto, devorando las páginas de un libro de Thomas Harris. Un joven de 20 años leía apoyado en un árbol de la Rue de Navarre las Confesiones de San Agustín. Una mujer minúscula, con gorro de marinero y anteojos de monja, se disolvía de placer mientras leía en el Métro un libro de la serie de Harry Po-tter y una joven con un jean roto en la rodilla se ahogaba de risa leyendo un libro de tapas negras en un banco del Square des Explorateurs.
Esta ciudad ha consumido muchas vidas, engrandecido otras, dejado en el olvido o el desencanto a muchos de quienes, a lo largo de los siglos, vinieron a París a realizar una ilusión. Esta ciudad ha atraído a sus orillas un flujo constante de escritores y soñadores para vivir una bohemia creativa. En sus cinco letras, París escondía un código, una promesa. París era una condición para acceder a la forma final de arte, una etapa iniciática, un viaje al corazón de la palabra y de la forma. El flujo y el embrujo han mermado. París se normalizó, se encareció, perdió su imán atractor de artistas. París se tornó una vitrina de sí misma, bella y única, pero demasiado cara, demasiado policial, demasiado hostil y oficial como para volver a suscitar un sueño colectivo de artistas. El París de Cortázar o de Hemingway es ya una leyenda de la que, a veces, surgen reminiscencias reales. Se pueden recorrer las calles y los hoteles donde se escribió buena parte de la literatura de los siglos XIX y XX. El vagabundeo histórico deslumbra por la cantidad, la calidad de los autores y las obras escritas en buhardillas u hoteles para economías estrechas. París permitía vivir con poca plata y muchos sueños. Pero la romántica buhardilla se llama hoy “petit studio”, es un espacio escueto de 9 metros cuadrados, sin ducha, con baño en el pasillo, por el que se pagan 700 dólares y cuyos propietarios exigen garantías dignas de un ejecutivo. Los bohemios de aquellos años no conseguirían ni una visa para entrar a Francia. Los lectores, sin embargo, preservaron algo de aquella geografía bohemia y creadora. No se plegaron por completo a la inmediatez útil y breve de la modernidad. Ocuparon la ciudad. El poder alucinante de las nuevas tecnologías no empañó aquí al poder inmaterial de las palabras.
París no inventó la lectura ni restauró su preeminencia. Con libros electrónicos (e-book) o de papel, hay lectores en todos los rincones de la tierra. Pero sólo en esta ciudad de escritores y de arte el acto de leer es a tal punto un acto público, una demostración sensual del placer de la palabra escrita, de la narración lineal. París les supo abrir sus buhardillas y sus calles a quienes buscaron en el arte la elevación del ocioso espíritu humano. Los lectores que rondan por la ciudad amplifican esas voces y otras posteriores, continúan, en nombre propio, ofreciendo el refugio más genuino para la palabra hecha historia. La estética contemporánea destruye todo lo que la lectura construye: la extensión, la profundidad, la complejidad. Los lectores del mundo lo rehabilitan todo. Aquí, caminantes o inmóviles, los lectores hacen de París la geografía más extensa de la lectura, y de la lectura la más fiel relación humana.
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