Mar 29.12.2009

CONTRATAPA

Descontar hasta diez

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO ¿Cómo destilar los hitos de una década? ¿Tiene algún sentido intentar volver más o menos figurativa la abstracción del tiempo amoldándola a las cosas que producen o destruyen los seres humanos? ¿Cuál es la mejor manera de mirar hacia atrás sin llevarse el adelante por delante? ¿Acaso no puede afirmarse que las décadas en realidad arrancan en el año 5 y duran hasta el siguiente año 5? ¿Qué hora es?

“El tiempo no es más que una estructura neuropsicológica que hemos heredado del pasado más distante junto a otros órganos que ya no necesitamos, como el apéndice o el dedo pequeño del pie. De algún modo, seguimos atrapados por esta noción arcaica de nuestro día a día que no hace más que limitar nuestra percepción de un mundo mucho más grande e interesante”, dijo el escritor y visionario británico J. G. Ballard, muerto no hace mucho, en alguna parte de un lugar sin mapa pero con agenda conocido como 2009.

DOS En cualquier caso, esta particular cuenta regresiva –ese hacer memoria deshaciendo historia– tiene el encanto añadido de lo fundacional. La década que se va fue la primera de un siglo y la primera de un milenio y aquella que largó anunciando, para empezar, un apocalipsis. Recuérdenlo, ahora, con cierta avergonzada incredulidad: aquel 31 de diciembre de 1999 en que –se suponía– todo se vendría abajo cuando el dígito 9 cambiara a 0 en los súbitamente desordenados ordenadores que gobiernan nuestras cada vez más virtuales existencias.

Pero no pasó nada entonces y un año después seguíamos todos vivos y chateando y abrazándonos por el milagro de la moneda europea que hacía que todo, de pronto, fuera más caro pero, eso sí, posible de ser pagado en casi cualquier parte del continente con billetes crocantes de tinta fragante. Por entonces –cortesía de un tal Fukuyama– la Historia había terminado y nos disponíamos a habitar una suerte de limbo donde ya nada ocurriría. Sin embargo, el 21 de septiembre de 2001 los motores volvieron a encenderse y los aviones volaron y todo voló por los aires y aquí estamos: el nuevo signo de las guerras no es otro que el signo más ancestral de todos. Morir y matar en nombre de Dios, destruir budas, dinamitar sinagogas y mezquitas y –alrededor de todo eso– todo pareció bailar como si se tratara de un capítulo de la telenovela española Cuéntame, reescrito por Haruki Murakami aliñado con polvo de anfetamina y aceite de ácido lisérgico.

Junto a Ballard, ésta fue la década de Philip K. Dick (Matrix y el opio de blogs y redes sociales donde –Roberto Carlos dixit– de pronto todos tienen un millón de amigos y cientos de avatares y de alias); de Andy Warhol (Gran Hermano, Operación Triunfo, peliculitas caseras en YouTube, la idea de que la realidad puede ser un show que te hace famoso por 15 minutos y el sueño realizado de que absolutamente todo puede hacerse por teléfono); de don DeLillo (“Hay una profunda estructura narrativa en todo acto terrorista: el auténtico terror es un lenguaje y una visión; y los terroristas ahora alteran las conciencias del modo en que alguna vez quisieron hacerlo los escritores”); y de Kurt Vonnegut (quien cerca del final de su último libro publicado en vida advirtió: “Aquí terminan las buenas noticias acerca de todo. El sistema inmunológico de nuestro planeta intenta deshacerse de la gente”.).

Mientras tanto y hasta entonces –falta menos– se pudo leer No Logo sin que eso impidiera arrojarse sobre el último artefacto Mac, leer casi desesperados novelas de niños brujos y de vampiros adolescentes y de hackers escandinavos mientras se recorrían con entusiasmo patológico las rutas turísticas que plantean códigos mesiánicos o catedrales mediterráneas o calendarios mayas a los que les quedan apenas dos primaveras y los Premios Nobel que –salvo ocasionales excepciones– se lo llevó alguien que no figuraba en ninguna quiniela. La buena literatura siguió siendo buena; el problema es que los best-sellers vinieron y siguen viniendo cada vez peor escritos. Lo importante es arrasar más que permanecer, gritar más que cantar. Y no haber hecho caso de las sirenas que nos juraron que el nuevo álbum de Madonna o de U2 o de Bruce Springsteen o de los Rolling Stones era el mejor de toda su carrera. Seguir confiando, en cambio, en ese aire de noble bandido de western que ha sabido ganarse Bob Dylan quien, mientras yo escribo esto, canta en alguna parte aquello de “Todavía no ha oscurecido / Pero falta menos”.

TRES Así, todo parece indicar que nos extinguimos de a poco –hubo planetas que fueron degradados, letras como la LL y la CH que se redujeron a sonidos– pero consumiendo mucho, lo que sea, lo que nos pongan.

Y que buscamos distraernos con la última novedad que, a menudo, no es más que una noticia vieja retro-reciclada. De este modo, Darth Vader rejuveneció, Indiana Jones envejeció, Michael Jackson murió y los Beatles resucitaron por cuarta o quinta vez. Mickey Mouse está siendo reinventado por los cerebros de Disney (quien volverá con un batmánico y más darkie lado en el videogame Epic Mickey) y pronto tendremos una princesa negra junto a Cenicienta y Blancanieves. Las Polaroids desaparecieron para reaparecer con nuevo nombre en trámite, el vinilo se convierte en contraseña de prestigio, la 3-D vuelve a estar de moda y la televisión –cada vez más grande y plana– plasmó el plasma de una nueva Tierra Prometida para todos aquellos que no quieren salir de casa. Allí se vieron en directo atentados y bodas reales y ascensos y caídas y premios y castigos pero, sobre todo, nuevas series que hicieron que los exaltados de turno aseguraran que la Gran Novela Americana era editada por HBO y compañía.

Y de acuerdo: tras la estela de Los Soprano, títulos como Dos metros bajo tierra y Deadwood y The Wire y Mad Men y Battlestar Galactica hicieron mejores nuestras vidas. Pero confiesen: nada de esto tiene sentido en homeopáticas frecuencias semanales y todos se convirtieron en piratas digitales bajando capítulos para saciar adicciones catódicas y sed de náufragos arrojados a las playas de una isla en la que no se entiende absolutamente nada. O apenas lo mismo que cuando intentaron explicarnos (a esperar la clarificadora e inevitable miniserie) los cómo y porqué de la última crisis financiera. Y esos fans son los que, de algún modo, me dan más pena: semanas atrás leí una entrevista con uno de los creadores de Lost donde –sin ningún problema y casi travieso– admitía que “no resolveremos todas las preguntas. Es imposible. Sería como remontarse al origen del Universo”.

Mi exacta sensación a la hora de tener que contar descontando, de deshacer presente para hacer memoria, de enumerar resumiendo y condensando, de intentar buscarle algún sentido cultural, a esta primera década del primer siglo del tercer milenio.

Resulta imposible recordarlo y explicarlo todo.

Una cosa sí está oscuramente clara o claramente oscura: estamos perdidos.

A ver si nos encontramos en la próxima.

Feliz década nueva.

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