CONTRATAPA
El chiquero
› Por Sandra Russo
Nuestro delirio ya camina. Y nos lleva con él. Nuestro delirio apagó su primera velita en un cumpleaños en el que en la piñata, en lugar de chupetines y papel picado, hubo ventanillas bancarias disponibles para retirar dinero que de tan esquivo pareciera ajeno. Hace un año lo impensable tomaba cuerpo en la figura y el temple destemplado de Domingo Cavallo, explicando por tevé que excepcionalmente y sólo por tres meses los argentinos nos veríamos obligados a retirar apenas doscientos cincuenta pesos por semana del cajero automático.
A partir de aquella imagen que en estos días volvió a pasearse por las pantallas, todo cambió y no ha dejado de cambiar ni un instante en un país en el que la gente tuvo durante doce meses, como interlocutoras de su rabia, a las empalizadas con que los bancos cubrieron sus fachadas después de los primeros cascotazos. Todo cambió y no ha dejado de cambiar en un país en el que la nueva segunda lengua que manejan los incluidos en el sistema no es el inglés sino la jerga bancaria. En un país en el que los representantes del pueblo también sucumbieron al frenesí amurallador para mantener prudente distancia de una ira que, tapiando el Congreso, dieron por descontada: es decir, no era al pueblo al que representarían las leyes que de allí salieran. Todo cambió y no ha dejado de cambiar, aunque en las encuestas electorales figuren bien arriba, casi en todos los casos, los nombres de los que nos metieron hasta el cuello en el delirio (eso debe ser parte del delirio).
Hace un año, el superministro sobreactuaba tranquilidad mientras disparaba aquel dardo que iba a tardar en dar en el blanco. No fue una reacción de indignación instantánea la que siguió al anuncio. Costaba digerir el paquete. Había que masticarlo, tragárselo, dejarlo bajar y recién ahí, unos cuatro días después, vinieron los problemas digestivos. Nos habíamos tragado muchos sapos y todo tipo de envíos a domicilio, pero como éste, no. Y el tiempo comenzó a pasar raro este último año, doce meses multiplicados por una intensidad arrasadora: el año que pasó desde la instauración del corralito concentró a su paso las mejores y las peores imágenes de un país que descubrió azorado que absolutamente todos sus castillos eran de naipes y que absolutamente todas sus nubes eran de Ubeda.
En el delirio, a medida que pasaban los meses, es extraño que quienes no tenían un peso en la caja de ahorros, incluso quienes ni siquiera tenían caja de ahorros, no se sintieran con derecho a fantasear, sin ser sospechados de borders, con que cuando los diarios titulaban “A partir de mañana se podrán retirar hasta 1000, 2000 o 3000 pesos del cajero automático”, ellos también podrían hacer la cola, meter el código y hacerse con el efectivo. Si eso no sucedió, en el medio del desquicio que significó que los combatientes más frenéticos de la propiedad privada fueran sus más feroces violadores, es porque los argentinos somos gente entrenada para recibir solamente noticias de las malas, y porque hasta para volvernos locos somos sensiblemente moderados.
Fue un año raro éste, un año difícilmente medible en tiempo. La imagen de Cavallo aparece hoy sobreimpresa simultáneamente con el color amarillento de lo pasado y el gusto amargo de lo reciente. Porque es casi una casualidad que Cavallo no sea candidato. ¿No podría? Cuatro entrevistas televisivas blanqueándolo, como han hecho algunos otros, algún canal a su disposición, un buen grupo de empresas respaldándolo, y no es difícil, visto el resto del panorama político argentino, imaginarse al tipo presentándose como el dueño del Gran Truco de la Salvación.
El año que pasó no sólo dejó heridos a ahorristas y deudores, circunstancias que han cobrado la fuerza de entidades humanas, como si uno viniera al mundo ahorrista o deudor: las circunstancias en las que nos encontró el gas paralizante del corralito nos han comido la personalidad, la ideología y los principios. Falta que en las reuniones sociales la gente se presente como “Mucho gusto, Juan Pérez, ahorrista”, o “Encantada,Alicia García, deudora”. Pero el año que pasó no sólo dejó heridos a los que vieron esfumarse sus ahorros o a los que ven peligrar sus casas si se redolarizan las deudas. No hace falta abundar: hay muy poca gente ilesa, y los más heridos de todos son los que no tuvieron resto para contraer deudas ni, por supuesto, dejar en el país los ahorros que jamás tuvieron. Este año hubo más hambre, más desempleo, más injusticia, más corrupción, más desidia, más mentiras. Cada cabeza fue taladrada por el delirio, cada perspectiva fue desfigurada por el delirio. Indemne no salió casi nadie, salvo, si se fijan, algunos de los que en las encuestas electorales ven nuevas chances para nuevos delirios. El que les tira margaritas a los chanchos, después que no se queje del chiquero.