Mar 30.03.2010

CONTRATAPA

Un fantasma argentino

› Por Mario Goloboff *

En una de las últimas conversaciones que mantuvimos con el mismo fervor de siempre, parte de un diálogo iniciado en el pueblo natal a los cuatro o cinco años de edad comunes, y que espero haya ido madurando, perfeccionándose y acomplejándose con el tiempo, Oscar Terán me deslumbró con una revelación retroactiva: las versiones circulantes sobre existencia de fantasmas que, durante nuestra adolescencia, habrían merodeado por el barrio de la usina eran fidedignas. Su propio padre y otros laicos y bienpensantes miembros de la familia lo habían constatado, y él lo tomaba por real. Temerosamente, dejé para más adelante la aclaración sobre en qué consistía esa broma, pero el momento, como suele ocurrir, no llegó nunca. Sin embargo, desde entonces pongo mucho cuidado al hablar de fantasmas, marca de un respeto que no sé si se dirige a ellos o hacia mi querido amigo. Este es el motivo por el cual, cada vez que los invoco, trato de mentar fantasmas ciertos, visibles, incontestables. La inflación es uno de ellos; quizás, el mayor.

Mucho más que otros fenómenos cotidianos o excepcionales, la inflación verdadera (no el aumento esporádico de uno o más precios; el disparo desmedido de todos, durable y sistemáticamente) resquebraja la estabilidad y la seguridad de una sociedad de manera irreparable. Le hace sentir más profunda vergüenza que de los desastres naturales, ya que se trata de una catástrofe urdida por el vil metal, el cual, para más, ha sido instituido como valor por una convención de la propia comunidad. Al mismo tiempo, la inflación socava una identidad colectiva primordial, la de la nación toda para con su signo monetario, muy emblemático, por otra parte: las figuras de los próceres que lo adornan, en todos los países, subrayan ese carácter.

Las que aparecían en las monedas griegas solían representar la ciudad o al soberano, y ellas constituían el elemento que les otorgaba el poder de circular. Las de Siracusa, consideradas las más bellas del mundo, cuando regía el gobierno oligárquico encabezado por un tirano, habían escogido una cuadriga para el reverso, y el perfil de la diosa Artemisa rodeado por cuatro delfines para el anverso. A lo largo del tiempo, intervinieron grabadores de gran valía, a quienes cupo incluso el honor de firmar sus obras. Bajo la monarquía macedonia, la moneda de oro, excepcional en el mundo griego, se volvió habitual con Filipo II: Zeus en el anverso, y en el reverso un caballo montado por un jinete desnudo o, después, los tetradracmas de Alejandro, su hijo y sucesor. La moneda antigua solía portar la imagen de un emperador, desde Julio César a Vespasiano, Trajano o Adriano, y a veces llegan a nombrarse soberanos o luises, lo que viene desde el origen, con el dárico, por Darío, primerísima junto al stratero del rey Creso. De esta larga costumbre, de esta identificación que se mantiene hasta hoy, producimos una derivación inconsciente: si ahora resulta que nuestro dinero no vale nada, somos nosotros quienes no valemos nada. No sólo la depreciación de la moneda ataca la confianza en ella y por ende la previsibilidad (mañana sólo puede ser peor que hoy), sino que deprecia a su tenedor.

Como si todo esto no bastara, la inflación, además y principalmente, enemista a la sociedad consigo misma de un modo arbitrario y falaz. Se culpa a quien no la promueve, nunca a quienes verdaderamente la ocasionan: por ejemplo, la endiablada estructura económica de un país que iguala los productos de exportación con los del consumo básico del pueblo, los grupos concentrados de la economía, los llamados formadores de precios, factores todos que se escudan en el anonimato y exponen como cara visible la del almacenero de barrio, la del pequeño o mediano proveedor, la del cuentapropista o el artesano y, naturalmente, la de los gobiernos, destinatarios siempre de todas las culpas, por acción u omisión, como recuerda el dicho italiano: Piove? Governo ladro!

El dinero, la plata, sus fintas, además de constituir hoy un problema para todos los países y para todos los seres del orbe, es también y como tantos otros un gran problema argentino (hasta en su nombre está inscripto argentum...). Jorge Luis Borges, quien captó y comprendió “la argentinidad” como sólo los grandes artistas pueden hacerlo, se manejó con especial ductilidad en el terreno de la moneda y en el de los símbolos adheridos a ella. En una temprana nota sobre el Ulises (“soy el primer aventurero hispánico que ha arribado al libro de Joyce”) no se cansó de descubrir que “junto al erario prodigioso de voces que suman el idioma inglés y le conceden cesaridad en el mundo, corren doblones castellanos y siclos de Judá y denarios latinos y monedas antiguas, donde crece el trébol de Irlanda”. Luego sobrevoló el tema en títulos famosos como “El oro de los tigres”, “La moneda de hierro”, el cuento “El milagro perdido”, a cuyo protagonista el mendigo exige las piedras azules diciéndole que tiene muchas “monedas”, destacándose aquél sobre un símbolo mágico, “El Zahir”, que singularmente comienza: “En Buenos Aires el Zahir es una moneda común, de veinte centavos...”, y no menos singularmente termina: “...quizá detrás de la moneda esté Dios”, y donde, por cierto no tan paródicamente, se conjetura: “El dinero es abstracto, repetí, el dinero es siempre futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos /.../ una moneda simboliza nuestro libre albedrío”.

El optimismo parece irónico y lo es mucho más el hecho de que, en una sociedad donde lo imaginario se restringe cada vez más al reducto económico, como una metáfora de sus limitaciones y de sus alcances, sea justamente el símbolo de la economía mercantil el que abra el campo de la fantasía, de la libertad. En lo superlativo del gesto parece estar también su irrisión.

Para más, el oro ocupa algunas líneas de un “relato fantástico” esbozado en el interior de “El Zahir”. Juzgado por el narrador como una “fruslería”, ha sido escrito por él para distraerse de la obsesiva moneda. Una “fruslería” es una cosa fútil, pero también una bagatela, una baratija, un no-valor... ¿Es necesario, además, recordar que el narrador de este sub-relato, “escrito en primera persona”, es un asceta, que mata a su padre, y que lo hace para resguardar “un tesoro infinito”? ¿Y agregar aún que la historia transcurre en un lugar llamado “Gnitaheidr”, anagrama casi completo de la Argentina?

Aunque para todos nosotros la moneda sea uno de los elementos más cotidianos y más reales de nuestra existencia, es, también para casi todos nosotros (salvo sofisticados y presumidos economistas), un tema absolutamente inatrapable e incomprensible y la pieza misma, por pesada y maciza que sea, uno de los elementos más abstractos, puramente simbólico, nunca sabremos en qué medida convencional, en qué medida arbitrario. Creemos conocer para qué sirve, pero no podríamos explicar por qué, puesto que, en sí mismo, el papel moneda y aún la pieza no tienen el menor valor, sino lo que ellos dicen representar...

Hasta quienes alguna vez quisimos asomarnos al estudio del tema confesamos nuestra desazón. Ignoramos la razón de su medida más o menos estable y mucho más la de sus variaciones. La gente mata y muere por el dinero, pero no sabemos por qué puede hacerla vivir. Es, sí, un verdadero enigma. Como el de los fantasmas.

Escritor, docente universitario.

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