› Por Noé Jitrik
En una escena complementaria de Romeo y Julieta, pero importantísima para el desencadenamiento de la tragedia, Fray Lorenzo, el buen sacerdote que intenta salvar a esas criaturas de su fatal destino, sale a recoger hierbas que crecen junto a la muralla que protege a la ciudad. Las conoce: algunas serán medicinales, otras mortíferos venenos y ambas, conjugadas, resolverán el conflicto, desde luego que con la muerte de ambos protagonistas de la triste historia.
Vinculo otra escena, ya no sé si de esta obra o de otras de Shakespeare, con el tema que se me va insinuando: alguien irrumpe en escena y exclama: “¡La peste!”. Impresionante en el efecto y, teniendo en cuenta que las pestes no faltaban en su siglo, en los precedentes y en los que siguieron, se podría inferir que al hacerse cargo de una situación real e inmediata, se trata en ambos casos de realismo, ese modo de hacer literatura, pintura, teatro y todo lo que sigue que atravesó la cultura occidental hasta nuestros días. Sobre eso escribió con extraordinaria finura Erich Auerbach en Mímesis, un libro faro para entender esta idea.
Es cierto que desde fines del siglo XIX, comienzos del XX y del que nos toca en suerte, el concepto está más que discutido, atacado y semidestruido, aunque no del todo, como nos lo muestra mucha literatura de gran consumo, muchísimo cine y, desde luego, la televisión que, en general, sigue siendo muy realista, aunque en muchos casos las informaciones que proporciona sean fantásticas: me refiero a lo que se entiende por ficción, en especial telenovelas y series.
Pero, volviendo atrás, de esa fortísima tradición realista surgiría un rasgo operacional, a saber que el tal realismo procede por “representación”. ¿De qué? Del mundo circundante mediante palabras o imágenes: todo arte es transcriptivo del mundo, aunque qué es el “mundo”. Sin entrar en ese arduo asunto, durante del siglo XIX, al menos para la literatura, dicho mundo era más bien los múltiples conflictos sociales y políticos que una propuesta realista, al representarlos lo más fielmente posible, denunciaba en sus excesos, sus depravaciones, en suma, los males sociales; el artista parecía, en consecuencia, tener la capacidad de describir ese horror y al mismo tiempo su superación, moral y aun política.
Cualquiera se da cuenta de que esa propuesta postulaba un imposible: el mundo, por más que se acoten sus límites y se lo entienda en sinécdoque, o sea por una parte, se resiste a ser representado, el realismo es un colador que deja escapar los líquidos más exquisitos y sutiles de la realidad. Pero, sea como fuere y correlativamente, otro imposible, de signo opuesto, toma forma y se tiende: nada, en verdad, se puede concebir si no es representando cuando hay de por medio un lenguaje. En este punto, si bien el arte occidental no pudo representar al “mundo” ni a la sociedad, que se le escapaba por todos lados, en cambio pudo hacerlo, más secretamente, capturando un movimiento secreto, algo, un sentimiento o una ideología, que recorría por debajo todas las figuraciones sociales. Así como la idea de la “fama” nutría los deseos y las acciones de todo actor renacentista, y la de la libertad en el siglo XVIII, la del temor siempre –al fuego demoníaco, a la peste, a lo extraño, a los sueños–, pero en particular durante del XIX, el XX y el XXI. Temores diversos, expresados algunos, informulados otros; me refiero, en este momento, a uno en particular, el temor a la enfermedad.
Pero hay dos modos de considerar este temor; uno es el de los sujetos individuales, quien no teme no vive y quien teme a la enfermedad se somete al temor; esto se comprende, todos lo padecemos y, por eso, es menos interesante que el otro, el de una colectividad. ¿De qué manera se manifiesta un temor colectivo a la enfermedad? ¿A qué enfermedad?
Hace algunos años observé que en las novelas naturalistas de fines del siglo XIX siempre había un personaje, a veces secundario, a veces principal, que ostentaba el título de médico: casi siempre llegaba a punto, en el momento dramáticamente preciso, para salvar a la heroína o al héroe y a veces, cuando no lo lograba, al menos de su boca salían sentencias que aludían a un estado de ánimo colectivo, acechado por diversas enfermedades, las predilectas eran la sífilis y la tuberculosis, por no hablar de la anemia y la locura, que no faltaban en esa época. Conjeturo que interpretaba, en un plano imaginario, un temor social que a fines del siglo XIX tenía que ver con una demografía en riesgo, disminución de la natalidad, enfermedades desconocidas, mezclas raciales procelosas, miedos, en suma, que recorrían como un temblor acaso más fantasioso que real a sociedades que se sentían en riesgo.
¿Algo parecido pasa en la actualidad? La profusión narrativa es tan grande, cien años después, y tan sometida todavía a un realismo representativo, que sería muy difícil centrar en un personaje la representación imaginaria del temor que recorre la sociedad actual en el momento actual. La enfermedad es una constante, sin duda; que lo diga si no la aparición del sida, tres décadas de terror, y la movida que provocó la influenza, dos años de temblor, pero como hay otros temores, el terrorismo, la inseguridad, las guerras, la vejez, el costo de la vida, etcétera, las narraciones los asumen de a uno, no hay una sola figura imaginaria que los exprese a todos. En la televisión ocurre, en cambio, lo contrario; numerosas, sobreabundantes, series televisivas norteamericanas e inglesas se ubican en hospitales, en especial en servicios de emergencia, y suelen resolver situaciones gravísimas, enfermedades insólitas que, encubiertas, estarían matando a sujetos en apariencia sanos; si las series encarnan el temor a la enfermedad los médicos, héroes de cada episodio, constituyen la esperanza de salvación apoyados tanto en singulares y atractivas dotes de intuición como en tecnologías sofisticadas, de una eficiencia deslumbrante.
No deja de ser extraña la proliferación de tales series televisivas hospitalarias y médicas, seguidas con interés por millones de personas; y es extraño porque el enorme desarrollo tecnológico debería haber disipado el temor a la enfermedad, como es posible que haya disipado efectivamente el temor a la incomunicación, dada la multitud de celulares, la facilidad de las llamadas, los canales de televisión, los satélites, ese conjunto que parece haber sido el triunfo de la llamada globalización. Y que esto suceda en un país en el que el nivel de vida y las garantías de salud son superiores a las de la mayor parte de los países del planeta hace más desconcertante este fenómeno. Algo debe estar pasando en ese plano porque tal multiplicación de propuestas de entretenimiento no sería ajena a un potente sistema de interpretación inmediata, perspicaz y rentable, de lo que una población siente y quiere. ¿La población norteamericana y la de los consumidores de su televisión tienen miedo a la muerte? Vaya novedad. Pero ahora y ahí, al parecer, mucho más, y la televisión lo entiende, lo interpreta y lo emite y, subsecuentemente, alivia una tensión, aunque ciertamente distrae de otros asuntos que quizá sean más reales que ese difuso temor a enfermarse gravemente y gozar de esa eficacia imaginaria que no parece reinar en los hospitales concretos, los que todo el mundo conoce.
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