› Por Juan Forn
Anna Ajmátova creyó hasta el día de su muerte que la Guerra Fría había empezado por su culpa, la noche del 25 de noviembre de 1945. Para Stalin, Ajmátova era una excrecencia del pasado prerrevolucionario, mitad monja, mitad puta en celo, y desde 1921 le tenían prohibido publicar sus poemas. Pero los soldados rusos se los sabían igual de memoria. Por esa razón, en los momentos más difíciles de la guerra, bajó desde el Soviet Supremo la orden de que Ajmátova recitara sus poemas por radio para levantar la moral de la nación. La guerra se ganó, los intelectuales evacuados de Leningrado volvieron a la ciudad en ruinas y, en noviembre de 1945, llegó a la URSS una comisión cultural británica cuyo velado propósito era sondear la actitud soviética respecto de sus aliados, con la guerra terminada. Entre los miembros de esa comisión había un joven profesor de Oxford, hijo de judíos rusos expatriados, que ya había cumplido funciones de inteligencia durante la guerra en la embajada británica en Washington. Su nombre era Isaiah Berlin y el propio Churchill lo había elegido por su conocimiento de la lengua y la mentalidad rusas, así como de los intereses geopolíticos ingleses.
Berlin pisaba por primera vez las calles de Petersburgo desde que había huido con sus padres de los bolcheviques, cuando tenía once años. Sus ojos y su corazón no daban abasto. No le importaban las ruinas; caminaba por las calles oyendo a la gente hablar en ruso a su alrededor y estaba en éxtasis. En el primer momento libre que tuvo se sumergió en una librería de la Perspectiva Nevski donde supo, para su asombro, que la mítica Anna Ajmátova no sólo seguía con vida y residía en la ciudad sino que además estaría dispuesta a recibir su visita. Acompañado por el crítico Orlov, Berlin llegó esa tarde a la habitación oscura, sin agua y sin calefacción donde vivía Ajmátova, en el tercer piso del Palacio de la Fontannka que había pertenecido a la poderosa familia Sheremetiev. No había alfombras ni cortinas; sólo una mesa con dos sillas que no hacían juego, un baúl y un diván donde lo esperaba sentada la poeta, cubierta con un chal negro, como una reina trágica. Un único cuadro colgaba de las paredes desnudas: un retrato a lápiz que le había hecho Modigliani cuando ambos fueron amantes, en París, en 1911.
Berlin era el primer occidental que Ajmátova veía en veinticinco años. Además podía hablar con él en ruso, y además pudo por fin enterarse a través de él del destino de todos aquellos amigos exiliados en Londres y París a partir de 1917. En esos veinticinco años, Ajmátova había aprendido a soportarlo todo: la tuberculosis, la indigencia, el fusilamiento de su primer marido, el tifus, la deportación de su segundo marido y de su único hijo, la deshonra pública, el hambre, la sucesiva inmolación de casi todos sus amigos poetas (desde Blok y Maiacovski hasta Mandelstam y Tsvetáieva), que la había llevado a escribir los famosos versos “fue la época en que sólo los muertos podían sonreír, felices de descansar al fin”. A esa altura de su vida, después de haber sido el amor prohibido de todos los rusos, se había convertido en la esposa y madre sufriente de todos ellos. El casto Berlin (que más tarde confesaría que seguía siendo virgen por entonces) le dio la oportunidad de volver a ser, por una noche al menos, simplemente una mujer, y ella le abrió su corazón. Le contó cada detalle de su vida, le habló de sus amores y sus muertos, le recitó los poemas de Réquiem y le confesó que, luego de hacerlos memorizar a siete personas de su máxima confianza, procedía a quemar los papeles donde los había escrito. Ningún ruso cree hasta el día de hoy que se pasaran toda la noche sentados en sillas enfrentadas, como relató Berlin más tarde. Sí le creen, en cambio, que cuando se levantó para irse ya era de día y que volvió caminando hasta el hotel en trance, sin reparar en la llovizna que le calaba los huesos, sin reparar en que acababa de iniciarse la Guerra Fría en el mundo.
Porque he aquí que, la tarde anterior, Randolph Churchill, el hijo de Winston, que formaba parte de la comitiva británica y había sido compañero de Berlin en Oxford, necesitó alguien confiable que lo ayudara a comprar caviar en Leningrado, y no tuvo mejor idea que hacerse llevar hasta el deteriorado Palacio de la Fontannka, donde se puso a llamar a gritos a Berlin desde la calle. Este bajó a toda velocidad, se lo llevó consigo, volvió cautelosamente a lo de Ajmátova con la caída de la noche y permaneció allí hasta la mañana siguiente. Pero para entonces ya se había puesto en movimiento la omnímoda maquinaria de delación soviética que haría llegar a oídos de Stalin que Winston Churchill había enviado a su propio hijo en una operación de espionaje para llevarse a Ajmátova a Occidente. Para entonces Berlin y Churchill ya habían partido de la URSS, de manera que no fueron ni arrestados ni expulsados. Las consecuencias las sufrieron los demás: Berlin había logrado ver en Leningrado a su tío Leo, un hermano de su padre que no había querido irse de la URSS y era titular de cátedra en la Facultad de Medicina. En los días siguientes a la partida de su sobrino, fue acusado de entregar a extranjeros información sobre la salud de Stalin, obligado bajo tortura a reconocer su culpabilidad y enviado a prisión (con la muerte de Stalin sería liberado, pero a los pocos días de volver a Leningrado, aún débil y sin trabajo, se cruzó con uno de sus torturadores y murió de un síncope en plena calle).
Para Ajmátova, las cosas no fueron mejores. Su hijo Lev, que después de pasar diez años en los gulag y otros tres combatiendo a los nazis gozaba de sus primeros meses de libertad, fue otra vez deportado a Siberia, y la propia Ajmátova fue públicamente crucificada por el comisario cultural Zdhanov, cosa que le hizo perder la magra pensión que cobraba y la habitación en el Fontannka. Hasta la muerte de Stalin en 1953, Ajmátova pidió en vano por su hijo y vivió de la caridad de los pocos amigos que se atrevían a cuidarla. El deshielo de Kruschev traería la tardía liberación de Lev y un igualmente tardío reconocimiento para ella: se la autorizó a publicar, se le concedió una pequeña dacha en Komanovo, se le permitió viajar a Oxford y a Roma a recibir premios. En Roma recitó famosamente su Poema sin Héroe, donde dice de Berlin: “No será mi esposo ni mi amante / pero juntos haremos algo / que trastrocará el siglo veinte”. En Oxford, aceptó que él la agasajara con un banquete en la mansión de su esposa millonaria, sin dirigirle la palabra a la anfitriona en toda la velada. Y al día siguiente, en la universidad, cuando llegó al momento culminante de su extraordinario Réquiem, alzó los ojos hacia Berlin y pronunció en ruso aquellas palabras (“No lo sabes, pero has sido perdonado”) que, según aseguran todos los que la conocieron, resume a la perfección lo que se sentía al estar en su presencia.
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