Dom 20.06.2010

CONTRATAPA

Noches en los jardines de España

› Por José Pablo Feinmann

Esta historia empieza en un restaurante de Buenos Aires. Es la noche (que agradezco) en que conozco a Antoni Traveria. La fecha se me escapa. Pero habrá sido hace un año y medio o dos, no más. El tiempo pasa rápido, como la vida, pero no tanto, a veces se pone lento, nos abre espacio para la densidad de las emociones, para lo permanente y hasta para lo eterno, que nada tiene que ver con él. Ocurre en otra parte, no sé a dónde. Pero si el tiempo es lo que fluye, esa arena que se nos escurre entre las manos y de la que nada queda, lo eterno es ese instante que semeja un puñal que se nos clava en el corazón y ahí persiste, se afinca obstinado sin que nada pueda arrancarlo, nos guste o no. Creo que no sólo el instante sino la entera noche en que conocí a Toni Traveria fueron eternos. Creo que era una noche cálida. Sé que estábamos Soriani, Tiffenberg (creo que Prim, por algún motivo, andaba por otra parte del espacio sideral) y que llegó Toni y me lo presentaron. Tiene cara de buen tipo, pero también te das cuenta de que si se enoja ha de ser duro, porque todas las convicciones que tiene las tiene en la cara, y se ve que son muchas. Toni ha consagrado su vida a los derechos humanos. Ha vivido entre Barcelona y Buenos Aires. En otros lados también, porque tiene un poco la condición existencial del hombre azaroso, imprevisto, que hoy está aquí pero, si se le antoja, mañana lo veremos en otra parte. Tal vez sólo porque le faltaba un número de alguna de las revistas que colecciona, que son muchas y todas se ralacionan con su obsesión: los derechos de los seres humanos, la obstinada fiereza de luchar para que no se los veje en ninguna parte del mundo y testimoniar dónde y cuándo eso ha ocurrido y analizar qué hay que hacer para que no vuelva a ocurrir. Me cae bien de entrada y nos entregamos de inmediato a esa arte inexcusablemente dionisíaca que encuentra aún en la comida y en un buen vino su cumbre más gozosa, orgásmica, si me lo permiten decir así. Tuve suerte esa noche. Porque uno siempre tiene sus tarjetas de presentación para que alguien que no lo ha visto nunca lo vaya conociendo. Es cierto que la jeta del tipo que te ponen enfrente importa mucho. Porque uno ya ha vivido algunos años y las caras de los malvados ya las distingue de entrada. Aunque te digan: “Te presento al licenciado Fernández Menéndez que dicta Literatura Latinoamericana en Harvard”. Aunque te digan: “Es un erudito y una gran persona”. Inútil por completo. Uno le mira la trucha al tipo y enseguida le descubre algo que dice a gritos: “Soy un hijo de perra. Me gané el puesto pisando cabezas de tipos honestos a los que derroté por eso, porque lo eran. No soy un erudito sino un mentiroso. Un burro con un enorme talento para demostrar que no lo es, engañando a los otros. Arte, el del engaño, en la que sí soy el mejor. Si ahora te doy la mano y te felicito por tu obra es porque –como te lo he confesado– mi gran arte es la de la mentira. No he leído nada tuyo. Y por consiguiente, nada tuyo doy en mi cátedra. Algo que, por el modo en que me miras, veo que ya has descubierto. Y como eres un orgulloso de mierda y eso es lo peor que pueden hacerte asumo que me odiarás para siempre”. No sé cómo le habrá caído a Toni mi cara. Pero –tal como lo dije– tuve suerte esa noche. Como un huracán de juventud, belleza y alegría se acerca a nuestra mesa una joven que –luego– nos dijo que tenía casi treinta años, pero representa veintidós o veintitrés. Tiene ojos verdes y sonríe sin cesar exhibiendo unos dientes grandes, muy blancos. No sé si ubican a Amanda Peet, la chica de 2012. Esta niña era casi más linda que ella. Viene con sus padres, que asumen con cierto pudor el descontrol de la niña. Porque es una niña, es feliz como una niña, saltarina y bulliciosa como una niña. “¡Profesor, no puedo creer que sea usted!” Los padres balbucean: “Discúlpela. No pudimos evitar que viniera hacia aquí. Estuvo mirándolo durante toda la cena”. Abreviando: Se trata de una chica que vive en Europa, que fue alumna mía y eso parece haberle dado mucha felicidad; tanta, como la que ahora me expresa. Mis compañeros de mesa, atónitos. Yo, como corresponde, hago el juego de: “Esto me pasa a cada rato. Es un asedio que tengo que padecer. Pero sobrellevo con paciencia y bondad”. El alboroto que armó la niña fue de proporciones. Hasta pidió que le sacaran fotos conmigo. Hugo me decía: “¿Qué hiciste, turro? ¿Cuánto le pagaste?”. Ernesto meneaba reflexivamente su cabeza: “No lo puedo creer”. Toni miraba con la boca entreabierta, no porque siguiera comiendo sino por el asombro que de él se había posesionado. Por fin, la niña besó a todos, me repitió cosas extravagantes, los padres insistieron en pedir disculpas y en decir “ella es así”, fueron hacia la puerta y salieron no sin que ella aún ensayara gestos espectaculares de despedida.

Toni me dice: “Pero tú eres un escritor rocker”. Le digo: “Mirá, Toni, me habían dicho que vos querías invitarme a Barcelona a dar unas conferencias y honestamente tengo muchas ganas de ir. Así que pensé en algo infalible para deslumbrarte. En Buenos Aires, es algo que pocos saben todavía, funciona un servicio que se llama: Chicas bonitas que lo harán lucir ante quien usted quiera. No es barato, eh. Pero pude conseguirme una. Les pedí que se pareciera a Amanda Peet. Y eso es todo. Te lo confieso porque no quiero engañarte”. “Pues ha hecho un buen trabajo la niña”, dice Toni. “No sé”, reflexiona Hugo. “Para mí, sobreactuó un poco. ¿Quién se va a creer que éste se merece todo ese despelote que armó?”. “Sí”, admito yo. “Exageró. Los que hacían de padres tendrían que haberla frenado un poco. Pero, ¿era linda, no?” “Ese fue otro error”, dice Ernesto. “¿Cómo una mina tan linda se va a babear así por vos?” “Sí, otro error”, reconozco. “En fin, Toni, aunque la farsa se haya descubierto tan fácilmente te pido igual que no dejes de invitarme a Barcelona.” “Lo pensaré con mayor serenidad en el hotel. Sabes, no me gusta la mentira.” “A mí tampoco. Pero el deseo de dar conferencias en Barcelona pudo más que mi honestidad.” Por lo bajo, Hugo me pregunta: “Hijo de puta, ¿de dónde la sacaste a esta mina?”. “¿Qué sé yo? ¿Vos creés que todavía puedo creérmelo?”

Tiempo después llego a Barcelona. Es el sábado 16 de mayo. Durante el viaje nos fueron anunciando acerca de los vaivenes de una nube volcánica que sobrevolaba casi toda Europa, digamos exagerando un poco. Iba de un lado a otro y obligaba a cerrar un montón de aeropuertos. Los diarios sólo hablan de la embestida de la derecha (es decir, del posfranquismo) contra el juez Garzón. Toni Traveria me recibe con malas nuevas. Se viene una crisis económica durísima y se viene con todo la derecha. “No creo que el año que viene me encuentres al frente de la Casa Amèrica Catalunya. Pero encontrarás sin duda a un señor completamente fascista, no lo dudes.” Pero el pesimismo no frena las actividades. Doy un par de conferencias. Y asisto a un panel que me interesa mucho: es sobre los pueblos originarios. Cada uno de los panelistas proviene de uno de ellos. Hablan, primero, en su lengua y luego en castellano. Es muy hermoso escucharles el idioma de sus antepasados que ellos luchan por conservar. El representante de los navajos hace un chiste trágico-ecológico que nadie entiende. Lo cual lo torna más trágico aún. Dice: “¿Vieron esta nube de humo que recorre buena parte de Europa? Son señales que la Tierra nos da. La Tierra hace señales de humo y han matado a todos los sioux”. Ya casi nadie sabe qué son las señales de humo y menos todavía qué son los sioux. Hay que explicar: las señales de humo eran el medio que los nativos del Oeste norteamericano utilizaban para comunicarse. Una especie de telégrafo. Y eran una modalidad muy privativa de los sioux. Hoy, al haberlos matado a todos, ya nadie puede descifrarlas. Ya nadie puede entender el lenguaje de la tierra.

Días después estoy en Madrid. Me he despedido brevemente de Toni porque retornaré a Barcelona en una semana. En Madrid me encuentro con Rep, que ha ido a pintar un mural para la semana del Bicentenario que organiza la Sigen en homenaje a la Argentina. También está Jorge Alemán, a quien le debo montones de gentilezas. Todos los españoles no posfranquistas siguen preocupados por la suerte de Garzón. Parece que el plan de la derecha no sólo es quitarlo del medio, sino también humillarlo. Luego de mi conferencia vamos a comer a un restaurante argentino. De pronto, por esa magia de los celulares, todos están viendo y comentando una foto que –en medio de ese ambiente de pesimismo y soledad– cae como una bomba: la Presidenta de Argentina aparece estrechando con fuerza la mano del juez Garzón. De fondo se ve un mural de Rep sobre las atrocidades de la dictadura argentina. Hay una exclamación unánime y aplausos. Garzón sonríe, satisfecho, menos solo. Toni Traveria llama desde Barcelona y me pide que quiere conocer a la Presidenta argentina. O mejor: que ella conozca la Casa Amèrica de Catalunya. Le prometo hacer lo posible. Pero no le aseguro nada. No sé cómo llegar a la Presidenta. Pero haré lo que pueda. Me dice: “Hombre, hay que tener coraje para darle ese apretón de manos a Garzón en este momento. Toda la derecha la va a odiar”. Le digo que está acostumbrada: en la Argentina le pasa lo mismo. Me pregunta si estoy bien en Madrid. “Nunca como en Barcelona”, le digo. Se produce un silencio prolongado. Me llega su voz. “Oye, tengo una duda. Esa chica, esa noche en Buenos Aires, ¿tú la contrataste o fue espontáneo?” “Toni, ¿cómo podés creer que la contraté? Ese fue un chiste de Soriani.” “Sí, lo sé, lo sé. Pero, mira, sé feliz entonces. Porque, verás, estuve pensándolo. Lo de esa niña es como si la Cristina te diera la mano como se la dio a Garzón, entiendes. Y tal vez aún más.” “Te quiero mucho, Toni.” Salimos a la noche. Nos envuelve una calidez sensual, los árboles han florecido, es primavera y es primavera en España. En 1909, don Manuel de Falla empezó a escribir una pieza para piano y orquesta que tituló Noches en los jardines de España. La terminó tiempo después. Don Manuel era algo perezoso. De aquí que su producción sea escasa. Esa partitura de 1909 –en la que Debussy, Ravel, Dukas y Stravinsky se unen jubilosamente con el ardor popular de Albeniz– es una de las más hermosas que compuso. Juro que se adueñó de mí en esa noche un poco mágica, agitada por una brisa de difícil olvido, tan imposible como la felicidad. Porque no es posible ser feliz si uno sabe que alguna vez morirá y todo esto seguirá existiendo. “Vaya, José Pablo”, lo escucho a Toni Traveria. “Hoy es hoy. Ahora es ahora. Y es para siempre. Como esa niña que te dio su alegría y su deslumbramiento ingenuo y puro en una noche en que tal vez esperaras muchas cosas, pero no ésa.”

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